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CAPÍTULO XVI

A los pocos días recibí una carta de Tom. No hablaba mucho de cómo le iban las cosas. Creí entender que había encontrado un trabajo no muy brillante en una escuela de Harlem, y me citaba las Escrituras, dándome la referencia correspondiente, porque sospechaba que yo no estaba muy al corriente de estas cosas. La cita consistía en un versículo dcl Libro de Job que decía: "Yo tomo mi carne en mis dientes, y coloco mi vida en las palmas de mis manos." Creo que el tipo, según Tom, quería dar a entender con eso que había jugado su última carta o había arriesgado el todo por el todo, y me parece una manera un poco complicada de presentar un plato tan sencillo. Tom no había cambiado en este aspecto. Pero de todos modos era un buen tipo. Le contesté que las cosas me iban bien, y le puse un billete de cincuenta, convencido de que el pobre viejo no comía como debiera.

Por lo demás, no había nada nuevo. Libros y siempre libros. Me estaban llegando las listas de los libros de Navidad, y también hojas que no habían pasado por la central, de tipos que distribuían por su cuenta, pero mi contrato me prohibía meterme en este juego y no iba a prestarme a él. A veces ponía de patitas en la calle a personajes de otra ralea, los que trabajaban en la cosa porno, pero nunca con malos modos. Los tipos esos eran muchas veces negros o mulatos, y yo sé lo mal que lo tiene la gente así; las más de las veces les compraba una o dos revistas y las regalaba a la banda; a Judy le encantaban.

Seguían reuniéndose en el drugstore, y viniendo a verme, y yo seguía tirándome alguna que otra niña de vez en cuando, un día sí y un día no como norma general. Todas más bestias que viciosas. Excepto Judy.

Jean y Lou habían prometido pasar las dos por Buckton antes del week-end. Dos citas concertadas por separado: Jean me llamó por teléfono, y Lou no vino. Jean me invitaba a pasar el fin dc semana siguiente en su casa, y tuve que contestarle que me era imposible ir. No estaba dispuesto a dejarme manejar como un peón de ajedrez por aquella chica. No se encontraba bien y le habría gustado que yo fuera a verla, pero yo le dije que tenía trabajo atrasado, y ella me prometió que llegaría el lunes hacia las cinco; así tendríamos tiempo de charlar.

En los días que quedaban hasta el lunes no hice nada especial. El sábado por la noche sustituí una vez más al guitarrista del Stork, lo que me supuso quince dólares y la bebida. No pagaban del todo mal en ese tugurio. En casa leía o tocaba la guitarra. El claqué lo tenía un poco abandonado, no me hacía falta con chicas tan fáciles. Volvería a tomármelo en serio cuando me hubiera librado de las dos Asquith. Conseguí cartuchos para el petardo del chico, y compré también varias drogas. Llevé el coche al garaje para que me lo revisaran, y el tipo me arregló bastantes cosas que no funcionaban.

Dex no dio señales de vida durante todo este tiempo. Intenté localizarle el sábado por la mañana, pero se acababa de marchar, a pasar el week-end fuera, no mc dijeron adónde. Supongo que había estado tirándose niñas de diez años en casa de la vieja Anna, porque los otros de la banda tampoco le habían visto en toda la semana.

Por fin, el lunes, a las cuatro y veinte, cl coche de Jean se detuvo frente a mi puerta; le importaba un bledo lo que la gente pudiera pensar. Bajó del coche y entró en la tienda. No habla nadie. Me propinó un beso de los de su mejor cosecha y le dije que se sentara. No bajé la persiana metálica a propósito, para que quedara bien claro que no me gustaba que hubiera llegado antes de la hora. Como siempre, llevaba la ropa más cara que se puede encontrar, y un sombrero comprado no precisamente en Macy; la envejecía, por otra parte.

– ¿Has tenido buen viaje? -le pregunté.

– Está muy cerca -repuso-. Otras veces me había parecido más lejos.

– Llegas antes de la hora -le hice observar.

Miró su reloj de diamantes.

– ¡No tanto…! Son las cinco menos veinticinco.

– Las cuatro y veintinueve -precisé-. Vas muy adelantada.

– ¿Te molesta?

Había adoptado un aire de coqueta que me enfureció.

– Claro. Tengo cosas más importantes que hacer antes que divertirme.

– Lee -murmuró-, sé amable…

– Soy amable cuando he terminado mi trabajo.

– Sé amable, Lee -repitió-. Voy a tener… Estoy…

Se interrumpió. Yo ya lo había entendido, pero tenía que ser ella quien lo dijera.

– Explícate.

– Voy a tener un hijo, Lee.

– Tú -le dije, amenazándola con el dedo-, tú has hecho cosas feas con un hombre.

Se rió, pero su cara seguía estando tensa.

– Lee, tenemos que casarnos lo antes posible, si no va a ser un escándalo.

– Qué va -la tranquilicé-. Cosas como ésta pasan todos los días.

Adoptaba ahora un tono jovial; había que evitar que se marchara antes de que estuviera todo arreglado. Las mujeres en ese estado se ponen casi siempre nerviosas. Me acerqué a ella y le acaricié los hombros.

– No te muevas -le dije-. Voy a cerrar, estaremos más tranquilos.

Probablemente, con el hijo de por medio sería más fácil librarse de ella. Ahora tenía un buen motivo para borrarse del mapa. Me dirigí a la puerta y accioné el interruptor de la izquierda, que ponía en marcha la persiana metálica. Bajó lentamente, sin otro ruido que el de los engranajes que rodaban en su baño de aceite.

Cuando me volví, Jean se había quitado el sombrero y se ahuecaba los cabellos para devolverles su elasticidad; tenía mejor aspecto así; era realmente hermosa.

– ¿Cuándo nos marchamos? -quiso saber de repente-. Tal como están las cosas, tiene que ser lo más pronto posible.

– Podemos irnos este fin de semana -respondí-. Ya lo tengo todo a punto; pero tendré que buscarme otro trabajo allí.

– Yo llevaré dinero.

Yo no tenía ninguna intención dc dejar que una mujer me mantuviera, aunque fuera una mujer a la que yo estaba decidido a cargarme.

– Esto para mí no quiere decir nada -repliqué-. No se trata de que vivamos de tu dinero. Quisiera que quedara claro de una vez por todas.

No me contestó. Rebullía en su silla como si quisiera decir algo y no se atreviera.

– Venga -la animé-. Suéltalo ya. ¿Qué es lo que has hecho sin decírmelo?

– He escrito allí -dijo-. Vi la dirección en un anuncio, dicen que es un lugar desierto, para los amantes de la soledad y para los enamorados que quieren pasar una luna de miel tranquila.

– Si todos los enamorados que quieren estar solos se dan cita allí, va a haber una bonita aglomeración.

Se rió. Parecía más tranquila. No era mujer que se guardara las cosas dentro.

– Mc han contestado -prosigui. Pasaremos las noches en un bungalow y comeremos en el hotel.

– Lo mejor que puedes hacer -dije yo- es ir tú primero, y yo iré más tarde. Así tendré tiempo de dejarlo todo en orden.

– Preferiría ir contigo.

– Es imposible. Vuelve a tu casa, para no dar la alarma, y no hagas la maleta hasta el último momento. No vale la pena que te lleves gran cosa. Y no dejes ninguna carta diciendo adónde vas. Tus padres no tienen por qué saberlo.

– ¿Y tú cuándo vendrás?

– El lunes próximo. Saldré de aquí el domingo por la noche.

Era poco probable que alguien advirtiera mi partida un domingo por la noche. Pero quedaba un problema: Lou.

– Supongo -añadí- que ya se lo habrás dicho a tu hermana.

– Aún no.

– Se lo debe de imaginar. De todos modos, te conviene decírselo. Puede servirte de intermediaria. Os entendéis bien, ¿no?

– Sí.

– Entonces díselo, pero dile sólo qué día te marchas, y le dejas la dirección, pero de manera que no pueda encontrarla hasta que te hayas marchado.

– ¿Y cómo lo hago?

– Puedes meterla en un sobre y echarla al correo cuando estés a tres o cuatrocientos kilómetros de tu casa. Puedes dejarla escondida en un cajón. Hay mil maneras.

– Todos estos enredos no me gustan. Lee, ¿por qué no podemos marcharnos tranquilamente los dos, y decir a todo el mundo que queremos estar solos?

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