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La había visto pasar, como de costumbre, desde mi apostadero en la puerta de la taberna del Turco. A veces seguía un trecho su carruaje tirado por dos mulas, hasta la plaza Mayor o hasta las mismas losas de Palacio, donde solía volver sobre mis pasos. Todo eso por obtener la fugaz recompensa de una de sus miradas turbadoramente azules, que en ocasiones se dignaba concederme un momento antes de fijarse en algún detalle de los alrededores, o volverse a la dueña que solía acompañarla; una beatona con tocas, avinagrada, y tan roñosa y flaca como la bolsa de un estudiante; de esas de quienes podía en justicia decirse:

Es mujer de escapulario
con más botes de virtudes,
aguas yerbas y saludes
que hay en casa un boticario.

Yo, como tal vez recuerden, había cambiado ya con Angélica algunas palabras cuando la aventura de los dos ingleses; y siempre sospeché que ella, a sabiendas o no, había contribuido a tendernos la emboscada del corral del Príncipe donde en un tris estuvo de dejar la piel el capitán Alatriste. Pero nadie es por completo dueño de sus odios ni de sus amores; así que, aun con eso, aquella niña rubia seguía hechizándome. Y la intuición de que todo era un juego endiabladamente peligroso no hacía sino acicatear mi imaginación.

La seguí pues, esa mañana, por la puerta de Guadalajara y la plazuela de la Villa. Hacía un día radiante y su carruaje, en vez de continuar hacia el Alcázar, bajó a la cuesta de la Vega, internándose en la puente segoviana para cruzar aquel río cuyo escaso caudal fue siempre causa de inspiración burlesca y chacota para los poetas, y del que hasta el periculto y exquisito Don Luis de Góngora -citado sea con perdón del señor de Quevedo- llegó a escribir aquella lindeza de:

Bebióte un asno ayer, y hoy te ha meado.

Supe después que Angélica andaba esos días quebrada de color, y su médico recomendaba paseos por los sotos y alamedas próximos a la huerta del Duque y la casa de Campo, así como la famosa agua de la fuente del Acero, tan prescrita, entre otras cosas, para las damas que sufrían de opilaciones. Fuente, por cierto, glosada por Lope en una de sus comedias:

Mañana salga, en efecto,
después que tome hasta media
escudilla reposada
del agua bien acerada
que desopila y remedia.

Angélica era todavía muy niña para ese tipo de males, pero lo cierto es que el frescor del lugar, el sol y el aire sano de las arboledas, le eran convenientes. Así que allí se encaminaba, con coche, cochero y dueña, mientras yo seguía sus pasos a distancia. Al otro lado de la puente y el Manzanares, damas y caballeros paseaban bajo las arboledas. En el Madrid de la época, lo mismo que en las iglesias a que antes me referí, allí donde había damas -y la fuente del Acero, como he dicho, atraía a no pocas, con dueñas o sin ellas- hervía la olla de galanes, citas, billetes, tercerías, lances amorosos y de los otros; que a veces lo uno aparejaba, por celos, trabarse de verbos y diretes, echar mano a la blanca y terminar el paseo a cuchilladas. Y es que en aquella España hipócrita y siempre esclava de las apariencias y el qué dirán, donde padres y maridos cifraban el honor en el recato de la mujer y de las hijas hasta el punto de no dejarlas salir a la calle, actividades en principio inocentes, como tomar el acero o ir a misa, se trocaban en ocasión privilegiada de aventuras, intrigas y amoríos:

Yo voy fingiendo, mi querido esposo,
que estoy descolorida y opilada,
para engañar a un padre tan celoso
y una tía tan mal intencionada.

De modo que excuso a vuestras mercedes el ánimo caballeresco, el espíritu de lance con que, a mis cortos años, yo me encaminaba hacia tan novelero lugar en pos del coche de mi amada; lamentando sólo no tener edad para llevar al cinto una bizarra espada y pasar de parte a parte a posibles rivales. Lejos estaba de imaginar que, con el tiempo, aquellas previsiones mías habrían de cumplirse punto por punto. Más cuando llegó de verdad la hora de matar por Angélica de Alquézar, y lo hice, ni ella ni yo éramos ya unos niños. Y aquello había dejado de ser un juego.

Pardiez. Siempre ando a vueltas con digresiones y saltos en el tiempo que me alejan del hilo de mi historia. Así que volveré a retomarlo, apuntando algo importante: el entusiasmo por ver a mi amada me había hecho cometer un descuido que más tarde hube de lamentar mucho. Desde la visita de Don Vicente de la Cruz, yo había creído detectar en torno a nuestra casa movimientos de gente sospechosa. Nada decisivo, es cierto; sólo un par de caras de las que no solían frecuentar ni la calle del Arcabuz ni la taberna del Turco. Eso no era extraño, pues cerca, en la Cava Baja y otras calles próximas, había posadas de forasteros. Pero aquella mañana yo advertí algo que me hubiera dado que pensar de no hallarme pendiente de la aparición de Angélica, y que sólo más tarde fui considerando por lo menudo, cuando tuve buen tiempo para meditar sobre lo que me había llevado hasta cierto siniestro lugar donde fui. O donde, mejor dicho, me vi obligado a ir, y no precisamente por mi gusto.

La cuestión es que volviendo de misa en las Benitas, mientras yo quedaba a la puerta de la taberna, Diego Alatriste había proseguido camino para llegarse a la estafeta de la calle de los Correos. Y en ese momento, cuando ya el capitán se alejaba vía de Toledo arriba, dos desconocidos que paseaban con aire inocente entre los puestos de fruta habían cambiado unas palabras en voz baja antes que uno de ellos caminara a cierta distancia tras sus pasos. Yo los observé de lejos, y estaba considerando si era casual o si entre aquellos dos se concertaba monipodio, cuando el paso del carruaje de Angélica borró de mi existencia cuanto no fuese ella. Y sin embargo, como luego tuve ocasión de lamentar amargamente, los bigotazos de oreja a oreja, los chapeos de ala ancha calados a lo valentón, las espadas, dagas y andar a lo jaque de aquellos dos bravoneles, tenían que haberme puesto la nariz sobre el hombro. Pero Dios, el diablo o quien nos gaste las pesadas bromas que la vida encierra, gusta siempre de vernos, por nuestro descuido, soberbia o ignorancia, paseando en el filo de la navaja.

Era tan bella como Lucifer antes de ser expulsado del Paraíso. El carruaje se había detenido bajo los álamos que bordeaban el camino, y ella paseaba a pie por los alrededores de la fuente. Seguía llevando el cabello rubio en tirabuzones, y su chamelote de aguas tan azules como sus ojos parecía un trozo desprendido del cielo limpio, sin una sola nube, que enmarcaba, al otro lado de la puente y del río, los tejados y chapiteles de Madrid, la vieja muralla y la maciza mole del Alcázar. Después de trabar las mulas, el cochero se había acercado a un corro donde charlaban colegas de oficio, y la dueña iba a llenar una vasija con agua de la fuente famosa. Angélica estaba sola, por tanto. Sentía mi corazón latir con fuerza cuando me acerqué bajo los árboles, y aún lejos vi a la niña saludar graciosamente a unas damas jóvenes que tomaban un refrigerio, y aceptar una golosina que le ofrecían, mirando a hurtadillas a la distante dueña. Habría dado en ese momento toda mi juventud y todas mis ilusiones por ser, en vez de un humilde pajecillo imberbe, uno de los gallardos hidalgos -o al menos con aspecto de tales- que por el lugar se paseaban, retorciéndose el bigote a la vista de las señoras o jugando de vocablo con ellas sombrero en mano, el puño apoyado galante en la cadera o en el pomo de la espada. Cierto que en el lugar había también gente ordinaria, y no poca, y pronto aprendí con la experiencia a maliciar que en aquel tiempo -como en éste- no era hidalguía cuanto veíase relucir; que abundantes busconas y pícaros se daban aires por vanidad o afán de medro, y que, aun siendo judío o moro, bastaba hacer mala letra, hablar despacio y grave, tener deudas, andar a caballo y llevar espada, para dárselas de hijodalgo y caballero. Pero ya dije una vez que sólo es maestro el bien acuchillado; y a mis pocos años, cualquiera que portase espada y capa, o chapines, basquiña y guardainfante, parecíame persona de calidad. Hasta ese punto era yo poco vivido.

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