– Espero que no. Pero hay riesgos mayores que una simple cuchillada.
El capitán anduvo unos pasos mirando en silencio el chapitel del convento de la Victoria, que se alzaba tras las estrechas casas del extremo de la plaza, en el arranque de la carrera de San Jerónimo. Resultaba imposible andar por aquella ciudad sin toparse con una iglesia.
– ¿Y por qué yo? -preguntó al fin.
Don Francisco se rió otra vez quedo, como antes.
– Pardiez -dijo-. Porque sois mi amigo. Y también de los que cantan fatal con instrumento de cuerda, por mucho que se esmeren verdugo, relator y escribano.
El capitán se pasó, pensativo, un par de dedos por encima de la valona.
– Un lance bien pagado, habéis dicho.
– Eso es.
– ¿Por vuestra merced?
– Qué más quisiera. Yo no tengo otro medio de lucir si no es quemándome.
Alatriste siguió tocándose la garganta.
– Cada vez que me proponen un lance bien pagado es para que meta el cuello en la soga del verdugo.
– También éste es el caso -admitió el poeta.
– Por Cristo, que es divertido medro el que ofrecéis.
– Mentiros sería una felonía.
El capitán miró a Quevedo con mucha sorna.
– ¿Y cómo andáis en tales cuitas, Don Francisco?… Justo ahora que os vuelve el favor del Rey, tras vuestra larga desgracia con el duque de Osuna…
– Ahí está justo el quid, amigo mío -se lamentó el poeta-. Maldita la gracia que tiene andar en tan malos tragos. Pero hay compromisos y hay casos… Mi honor está en juego.
– Y vuestra cabeza, decís.
Ahora fue Don Francisco quien miró con guasona intención a Diego Alatriste.
– Y la de vuestra merced, capitán, si decidís acompañarme en esto.
El si decidís era superfluo, y ambos lo sabían. Aun así, el capitán mantuvo la sonrisa pensativa que tenía en la boca, miró a uno y otro lado, esquivó un montón de desperdicios que apestaba en el suelo, saludó distraído a una mujer descotada en exceso que le guiñó un ojo desde el tablado de un bodegón, y terminó por encoger los hombros.
– ¿Y por qué he de hacerlo?… Mi viejo tercio sale para Flandes dentro de poco, y estoy pensando muy por lo menudo en mudar de aires.
– ¿Por qué debéis hacerlo? -Don Francisco se acariciaba bigote y perilla, reflexivo-… Pues a fe que no lo sé. Tal vez porque cuando un amigo está en apuros, no queda sino batirnos.
– ¿Batirnos?… Hace un momento habéis manifestado vuestra confianza en que no haya refriega.
Se había vuelto a mirarlo con atención. El cielo oscurecía ya sobre Madrid, y las primeras sombras venían a nuestro encuentro desde las míseras callejas que daban a la plaza. Empezaban a desdibujarse los contornos de las cosas y las facciones de los transeúntes, Alguien encendió un farol en uno de los tenderetes. La luz se reflejó en los lentes de Don Francisco, bajo el fieltro del sombrero.
– Y es cierto -dijo el poeta-. Pero si algo sale mal, no son precisamente estocadas lo que van a faltar en este negocio.
Rió, siempre en tono quedo, con muy escaso humor. Y al cabo oí también la misma risa del capitán Alatriste. Después de aquello, ninguno de los dos volvió a decir una palabra. Y yo, admirado por lo que oía, con la excitación de quien se sabe guiado hacia nuevos azares y peligros, seguí caminando en pos de sus siluetas oscuras y silenciosas. Después se despidió Don Francisco, y el capitán Alatriste se quedó un rato solo, inmóvil y callado en la penumbra, sin que yo me atreviese a acercarme ni decir palabra. Y estuvo así, como si hubiera olvidado mi presencia, hasta que en la iglesia de la Victoria sonaron nueve campanadas.
II. EL CUELLO Y LA SOGA
Llegaron al día siguiente por la mañana. Oí crujir sus pasos en la escalera de la corrala, y cuando fui a abrir la puerta el capitán ya estaba en ella, en mangas de camisa y muy serio. Observé que durante la noche había estado limpiando sus pistolas y que una se hallaba cebada y a punto sobre la mesa, cerca de la viga donde, colgado de un clavo, pendía su cinto con la espada y la daga.
– Vete a dar una vuelta, Íñigo.
Obedecí, saliendo al zaguán, y allí me crucé con Don Francisco de Quevedo, que subía los últimos peldaños acompañado por tres caballeros, más con aire de no conocerlos. Advertí que no habían utilizado la puerta de la calle del Arcabuz, sino la que comunicaba nuestra corrala con la taberna de Caridad la Lebrijana y daba a la calle de Toledo, más frecuentada y, por tanto, más discreta. Don Francisco me dio un cachete cariñoso antes de entrar en la casa, y yo me fui por la galería no sin echar un vistazo a sus acompañantes. Uno era hombre de edad, con abundantes canas; y los otros, dos jóvenes de dieciocho a veintitantos años, buenos mozos y de cierto parecido, cual sí fueran hermanos, o parientes. Los tres vestían ropas de viaje y tenían aspecto forastero.
Juro a vuestras mercedes que siempre fui bien nacido y discreto. Ni soy fisgón, ni lo era entonces. Pero el mundo, a los trece años, es un espectáculo fascinante del que cualquier muchacho ansía no perderse detalle; y a eso hemos de añadir las palabras cazadas al vuelo la tarde anterior entre el señor de Quevedo y el capitán Alatriste. De modo que, en honor a la verdad de cuanto refiero, debo confesar que rodeé la galería de la corrala, me icé hasta el tejado con la agilidad de mi extrema juventud, y, tras deslizarme por un alero hasta la ventana, volví a entrar en la casa con mucho tiento, agazapándome en mi cuarto; pegado a la pared en el hueco de una alacena, junto a cierta rendija desde la que podía ver y escuchar cuanto ocurría al lado. Procurando no hacer ruido, y dispuesto a no perderme detalle de aquel episodio en el que, según palabras del propio Don Francisco, tanto Diego Alatriste como él se jugaban la cabeza. Lo que ignoraba, pardiez, era hasta qué punto estaba yo en un tris de perder la mía.
– Asaltar un convento -resumía el capitán- tiene pena de vida.
Don Francisco de Quevedo asintió en silencio y no dijo nada. Desde que hizo las presentaciones se mantenía al margen, dejando hablar a los visitantes. De éstos era el hombre de más edad quien había llevado la conversación. Estaba sentado junto a la mesa, sobre la que se hallaban su sombrero, una jarra de vino que nadie había tocado y la pistola del capitán. Y fue ese caballero quien habló de nuevo:
– El peligro es cierto -dijo-. Pero no hay otro medio de rescatar a mi hija.
Había querido decir su nombre al presentarlo Don Francisco, aunque Diego Alatriste insistiese en que no era necesario. Se llamaba Don Vicente de la Cruz y era un viejo caballero valenciano de paso en la Corte, flaco, con el pelo y la barba blancos. Debía de superar los sesenta años, pero aún gozaba de miembros vigorosos y recio andar. Sus hijos le eran muy semejantes de facciones, aunque el mayor apenas frisaba los veinticinco. Se llamaban Don Jerónimo y Don Luis. Este último era el más joven, y aunque ya con mucho aplomo, no pasaba los dieciocho. Vestían con sencillez ropas de viaje y caza: traje de sayuela negra el padre, jubones de paño azul y verde oscuro los hijos, con los tahalíes de ante y aderezos de lo mismo. Todos llevaban espada y daga al cinto, el pelo muy corto, y tenían la misma mirada franca que acentuaba su aire de familia.
– ¿Quiénes son los clérigos? -preguntó Alatriste.
Estaba de pie, recostado en una viga de la pared, los pulgares colgados del cinturón, aún sin decidir las consecuencias de cuanto venía de escuchar. En realidad miraba más al señor de Quevedo que a los visitantes, como preguntándole dónde infiernos lo acababa de meter. Por su parte, apoyado en la ventana, el poeta observaba los tejados próximos, cual si nada de aquello fuera con él. Sólo de vez en cuando se volvía hacia Alatriste para dirigirle una ojeada inexpresiva, muy de circunstancias, o se estudiaba las uñas con inusitada atención.