– Se pisaba las tripas como aquel alférez de Ostende -concluyó Diego Alatriste-. ¿Recuerdas? El del quinto asalto al reducto, del Caballo… Ortiz, o Ruiz, se llamaba. Algo así.
Martín Saldaña asintió, acariciándose la barba entrecana, de soldado viejo, que llevaba para taparse el tajo que había recibido en la cara veinte años atrás, hacia el tercero o cuarto del siglo, precisamente durante aquel asalto a las murallas de Ostende. Habían salido de las trincheras al romper el alba, Saldaña, Diego Alatriste y quinientos hombres más entre los que también se contaba Lope Balboa, mi padre; y después corrieron terraplén arriba con el capitán Don Tomás de la Cuesta a la cabeza, y la bandera con la cruz de San Andrés llevada por ese alférez, Ortiz, Ruiz o como diablos se llamara, y habían tomado al arma blanca las primeras trincheras holandesas antes de trepar por el parapeto mientras el enemigo les tiraba encima de todo, y luego pasaron casi media hora acuchillándose en la muralla entre mosquetazo va y mosquetazo viene, y allí fue cuando a Martín Saldaña le dieron el tajo en la cara y a Diego Alatriste otro sobre la ceja izquierda, y al alférez Ortiz, o Ruiz, una escopetada a bocajarro que le dejó el mondongo fuera y arrastrando por el suelo mientras corría para salirse de la pelea intentando sujetárselo con las manos, pero no pudo porque lo remataron en seguida de otro tiro en la cabeza. Y cuando el capitán de la Cuesta, ensangrentado como un Ecce homo porque también llevaba encima lo suyo, dijo aquello de «Señores, hemos hecho lo que podíamos, pies en polvorosa y los que aun puedan que pongan a salvo el pellejo», mi padre y otro soldado aragonés pequeñito y duro, un tal Sebastián Copons, habían ayudado a Saldaña y a Diego Alatriste a ganar de nuevo las trincheras españolas, con todos los holandeses del mundo arcabuceándolos desde las murallas mientras corrían de vuelta, blasfemando de Dios y de la Virgen o encomendándose a ellos, que en tales casos era todo uno. Y todavía alguien tuvo tiempo y asaduras para traerse la bandera del pobre Ortiz, o Ruiz, en vez de dejarla en el baluarte hereje con su cadáver y los de doscientos camaradas que ya no iban a ir ni a Ostende, ni a las trincheras, ni a ninguna parte.
– Ortiz, me parece -concluyó por fin Saldaña.
Lo habían vengado bien cosa de un año más tarde, al alférez y a los otros doscientos, y a los que dejaron la piel antes y en los asaltos siguientes al reducto holandés del Caballo, cuando por fin, al octavo o noveno intento, Saldaña, Alatriste, Copons, mi padre y los otros veteranos del Tercio Viejo de Cartagena lograron meterse dentro de la muralla a puros huevos y los holandeses empezaron a decir srinden, srinden, que me parece significa amigos, o camaradas, y aquello de veijzven ons over o algo parecido, o sea, nos rendimos. Y fue entonces cuando el capitán de la Cuesta, que andaba fatal de lenguas extranjeras pero tenía una memoria estupenda, dijo aquello de «ni srinden, ni veijiven, ni la puta que los parió, sin cuartel, señores, acordaos, ni un hereje vivo en este reducto», y cuando Diego Alatriste y los otros izaron por fin la vieja y agujereada cruz de San Andrés sobre el baluarte, la misma que había llevado el pobre Ortiz antes de cascar pisándose las tripas, la sangre holandesa les chorreaba por las hojas de las dagas y las espadas, hasta los codos.
– Me han dicho que vuelves allá arriba -dijo Saldaña.
– Puede ser.
Aunque yo estaba aún deslumbrado por los toros, y se me iban los ojos tras la gente que salía de la plaza y caminaba por la calle Mayor, las damas y los caballeros que ordenaban «daca el coche» y subían a sus carruajes, los gentiles hombres a caballo y los elegantes que iban hacia San Felipe o las losas de Palacio, presté gran atención a las palabras del teniente de alguaciles. En aquel año de mil seiscientos y veintitrés, segundo del reinado de nuestro joven Rey Don Felipe, la reanudación de la guerra en Flandes reclamaba más dinero, más tercios y más hombres. El general Don Ambrosio Spínola reclutaba soldados en toda Europa, y centenares de veteranos acudían a alistarse bajo las viejas banderas. El Tercio de Cartagena, diezmado en Jülich cuando la muerte de mi padre y aniquilado un año más tarde en Fleurus, estaba siendo reconstituido y pronto saldría por el Camino Español, para incorporarse al asedio de la plaza fuerte de Breda, o Bredá, como decíamos entonces. Aunque su herida de Fleurus seguía sin cicatrizar del todo, yo estaba al corriente de que Diego Alatriste había entrado en contacto con los antiguos camaradas a fin de preparar su vuelta a filas. En los últimos tiempos, pese a su modesta condición de espadachín a sueldo, o precisamente a causa de ello, el capitán se había hecho enemigos poderosos en la Corte. No era descabellado, durante algún tiempo, poner tierra de por medio.
– Quizá sea mejor así -Saldaña miraba a Alatriste con intención-. Madrid se ha vuelto peligroso… ¿Te llevas al chico?
Caminábamos entre la gente, junto a las tiendas cerradas de los plateros, en dirección a la puerta del Sol. El capitán me dirigió una breve mirada y luego hizo un gesto ambiguo.
– Tal vez sea demasiado joven -dijo.
Tras la barba del teniente de alguaciles amagó una sonrisa. Me había puesto una mano ancha y recia en la cabeza mientras yo admiraba las culatas de las relucientes pistolas que cargaba al cinto, con la daga y la espada de ancha cazoleta alrededor del coleto de ante, idóneo para protegerse el torso de eventuales cuchilladas propias de su oficio. Esa mano, pensé, también estrechó alguna vez la de mi padre.
– No tan joven para algunas cosas, creo -la sonrisa de Saldaña se agrandó, entre divertida y malévola; estaba al tanto de mis correrías cuando la aventura de los dos ingleses-. De todas formas, tú te alistaste a su edad.
Y era cierto. Hacía un cuarto de siglo largo, segundón de una familia de hidalgos labriegos, con trece años y apenas aprendidas las cuatro reglas, escritura y un poco de latín, Diego Alatriste había escapado de la escuela y de su casa. De ese modo llegó a Madrid con un amigo y pudo alistarse, mintiendo sobre su edad, como paje tambor en uno de los tercios que salían para Flandes con el infante cardenal Alberto.
– Eran otros tiempos -repuso el capitán.
Se había apartado para ceder el paso a unas damas, dos mujeres jóvenes con aire de tusconas de lujo a quienes escoltaban sus galanes. Saldaña, que parecía conocerlas, se quitó el sombrero no sin cierta sorna, lo que dio lugar a la mirada furibunda de uno de los pisaverdes. Mirada que se esfumó como por ensalmo al advertir todo el hierro que el teniente de alguaciles llevaba encima.
– En eso tienes razón -dijo Saldaña, evocador-. Eran otros tiempos, y otros hombres.
– Y otros reyes.
El teniente de alguaciles, que seguía con la vista a las mujeres, se volvió a Alatriste con ligero sobresalto y luego echóme un vistazo de soslayo.
– Vamos, Diego, no hables así delante del chico -miró a uno y otro lado de la calle, incómodo-. Y no me comprometas, voto a Cristo. Recuerda que soy justicia.
– No te comprometo. Nunca he faltado a mi Rey, sea el que sea. Pero he servido a tres, y te digo que hay reyes y reyes.
Saldaña se mesó la barba.
– Vive Dios.
– Viva Dios o quien te plazca.
El teniente de alguaciles me echó otra mirada inquieta antes de volverse de nuevo a Alatriste. Observé que, por instinto, había apoyado una mano en el pomo de la espada.
– No me estarás buscando querella, ¿verdad, Diego?
El capitán no respondió. Sus ojos claros sostenían la mirada del otro, impávidos bajo el ala ancha del sombrero. Saldaña, que se había erguido un poco pues era fornido y recio, pero de menos estatura, estaba detenido ante él y veíanse frente a frente, con sus rostros curtidos de viejos soldados, cubiertos de finas arrugas y cicatrices, muy cerca uno del otro. Algunos transeúntes los miraron con curiosidad. En aquella España turbulenta, arruinada y orgullosa -en verdad era el orgullo lo único que nos iba quedando en el bolsillo-, nadie recogía una palabra lanzada a la ligera, e incluso amigos íntimos eran capaces de acuchillarse por una mala palabra o un mentís: