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Muy despacio, tomándose su tiempo, el capitán se pasó dos dedos por el bigote. Y luego, con la misma mano, sin ostentación ni exagerar el gesto, desembarazó la capa dejando libres las empuñaduras de la espada y la daga que llevaba detrás, al costado izquierdo.

– Pues pasa -dijo en voz muy mesurada- que tal vez vuestras mercedes encuentren a ese que estoy seguro confunden con otro, si se vienen a dar un paseo a la puerta de la Vega.

La puerta de la Vega, que estaba cerca de allí, era uno de los lugares extramuros donde solían solventarse a estocadas las querellas. Y además, el gesto de desembarazar sin más preámbulos toledana y vizcaína no pasó inadvertido para nadie. Como tampoco el plural vuestras mercedes, que incluía al acompañante en el baile. Las mujeres enarcaron las cejas, interesadas, pues su condición las ponía a salvo, convirtiéndolas en privilegiadas espectadoras. Por su parte, el segundo individuo -otro lindo con perilla, amplia valona de puntas y guantes de ámbar-, que había asistido al prólogo con una sonrisa despectiva, dejó de sonreír de golpe. Una cosa era ser dos y trabarse de palabras bravuconeando ante unas damas, y otra muy distinta toparse con un fulano con aire de soldado que, de buenas a primeras, sugería ahorrar trámites y despachar el negocio de inmediato y por las bravas. Aquél no era un fanfarrón de la calle de la Montera, decía el gesto del acompañante, que se precavió llegando incluso a retroceder con algún disimulo. En cuanto al lindo, en la lividez del sobrescrito se veía que pensaba exactamente lo mismo, aunque su posición era más delicada. Había hablado un poco de más, y el problema de las palabras es que, una vez echadas, no pueden volverse solas a su dueño. De modo que a veces te las vuelven en la punta de un acero.

– No fue culpa del chico -dijo el acompañante.

Había hablado muy hidalgo, con voz firme y serena; pero la conciliación era evidente. Aquello era quedarse al margen y ofrecer además una salida al amigo, dándole pie a que se ahorrase finiquitar el lance con el jubón tan acuchillado como las mangas. Vi que el lindo abría los dedos de la mano derecha y los volvía a cerrar. Dudaba. A las malas eran, pura aritmética, dos contra uno; y si hubiese descubierto el menor signo de inquietud o de pasión en Diego Alatriste tal vez habría ido adelante, en la cuesta de la Vega o allí mismo. Pero había algo en la frialdad del capitán, aquella indiferencia tan absoluta que traspasaba su inmovilidad y sus silencios, que aconsejaba siempre andársele con mucho tiento. Supe lo que pasaba por la cabeza del lindo: un hombre que desafía a pares a unos desconocidos bien herrados de aceros, o está muy seguro de sí y de su espada, o está loco. Y ninguna de las dos eventualidades era ociosa. El caballero no parecía, sin embargo, pusilánime. Confiaba en no batirse, más tampoco quería perder la faz; de modo que aún sostuvo unos instantes la mirada del capitán. Después me echó un vistazo, cual si me viera por primera vez.

– Creo que el mozo no tuvo la culpa -dijo por fin.

Las mujeres sonrieron, no sin desilusión por verse privadas del festejo, y al amigo se le vio contener un suspiro de alivio. Pero a mí ya me daba igual que el lindo se hubiera disculpado o no. Yo miraba, fascinado, el perfil del capitán Alatriste bajo el ala de su chapeo, su espeso mostacho, su mentón mal rasurado aquella mañana, sus cicatrices, sus ojos claros e inexpresivos vueltos a un vacío que sólo él podía contemplar. Después miré su raído jubón recosido, la vieja capa, la sobria valona lavada y relavada por Caridad la Lebrijana, el reflejo mate del sol en la cazoleta de la espada y en el puño de la daga que asomaba tras el cinto. Y fui consciente de un doble y magnífico privilegio: aquel hombre había sido amigo de mi padre, y ahora además era mi amigo, capaz de reñir por mí a causa de una simple palabra. O quizás en realidad hacíalo por él mismo; y las guerras del Rey, y quienes alquilaban su acero, y los amigos que lo empeñaban en empresas peligrosas, y los pisaverdes largos de lengua, y hasta yo mismo, no fuéramos sino pretextos para batirse por el mero hecho de batirse -como hubiera dicho Don Francisco de Quevedo, que ya apresuraba el paso para unirse a nosotros, olfateando querella, aunque tarde- pese a Dios y contra todo. De cualquier manera, yo habría seguido al capitán Alatriste hasta el zaguán del infierno por sólo una orden, un gesto o una sonrisa. Y estaba lejos de sospechar que era exactamente allí a donde me dirigía.

Creo haberles hablado ya de Angélica de Alquézar. Con los años, cuando fui soldado como Diego Alatriste y fui otras cosas que iremos contando en su momento, la vida puso mujeres en mi camino. No soy partidario de groseros alardes de taberna ni tampoco de nostalgias líricas; así que, pues el relato lo exige, zanjaré el asunto consignando que a cierto número amé, y que a algunas recuerdo con ternura, indiferencia o -las más veces- con una sonrisa divertida y cómplice: máximo laurel a que puede aspirar varón que sale ileso, con la bolsa poco menguada, la salud razonable y la estima intacta, de tan dulces abrazos. Dicho esto, afirmaré a vuestras mercedes que, de cuantas mujeres cruzaron sus pasos con los míos, la sobrina del secretario real Luis de Alquézar fue sin duda la más bella, la más inteligente, la más seductora y la más malvada. Objetarán quizás que mi corta edad podía hacerme influenciable en exceso -recuerden que cuando esta historia yo era un jovencito vascongado con apenas un año en la Corte, y aún no cumplidos los catorce-; pero no hay tal. Incluso más tarde, cuando fui hombre cabal y Angélica una mujer de rompe y rasga, mis sentimientos se mantuvieron intactos. Era como amar al diablo aun sabiendo que lo es. Y creo haber referido antes que por aquel entonces ya andaba enamorado de la jovencita hasta las cachas. La mía no era todavía una de esas pasiones que llegan con los años y el tiempo, cuando la carne y la sangre se mezclan con los sueños y todo toma un aspecto denso, peligroso. En la época que narro, lo mío era una suerte de arrebato singular; como asomarse a un abismo que atrae y atemoriza a la vez. Sólo más adelante -la aventura del convento y de la mujer muerta fue sólo una estación más de ese viacrucis- supe lo que encerraban los tirabuzones rubios y los ojos azules de aquella niña de once o doce años, por cuya causa halléme tantas veces a pique de perder honra y vida. Aun así la estuve amando hasta el final. E incluso ahora que Angélica de Alquézar y los demás hace mucho dejaron de existir, trocándose en fantasmas familiares de mi memoria, voto a Dios y a todos los demonios del infierno -donde seguramente ella arde ahora- que la sigo amando todavía. A veces, cuando los recuerdos afloran tanto que añoro incluso a los viejos enemigos, me encamino al lugar donde está el retrato que pintó Diego Velázquez, y permanezco horas mirándola en silencio, consciente de que nunca la llegué a conocer del todo. Pero mi viejo corazón conserva, con las cicatrices que ella le infligió, la certeza de que esa niña, la mujer que me hizo en vida cuanto mal pudo, me amó también hasta la muerte, a su manera.

Pero en aquel tiempo todo eso estaba aún por descubrir. Y la mañana en que seguí su carruaje hasta la fuente del Acero, al otro lado del Manzanares y la puente segoviana, Angélica de Alquézar continuaba siendo para mí un enigma fascinante. Ya saben vuestras mercedes que ella solía pasar por la calle de Toledo en los trayectos entre su domicilio y el Alcázar, donde asistía a la reina y las princesas como menina. La casa donde vivía era la de su tío Luis de Alquézar, una vieja mansión en la esquina de la calle de la Encomienda con la de los Embajadores, que había sido del anciano marqués de Ortígolas hasta que éste, arruinado por una conocida comedianta del corral de la Cruz que le descuartizó más cuartos que malhechores un verdugo, hubo de venderla para saldar cuentas con sus acreedores. Allí vivía mi enamorada con su tío y los criados de éste, que permanecía soltero y cuya única debilidad conocida, aparte el voraz ejercicio del poder que le facilitaba su posición en la Corte, era aquella sobrina huérfana, hija de una hermana fallecida con su marido durante el temporal que azotó en el año veintiuno a la flota de Indias.

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