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Jim fruncía el ceño de cuando en cuando al sorprender la mirada inquisitiva de algún desconocido. Sentía, ante las miradas insistentes, el desagrado que los genios sólo conocen ya tarde en la vida, y que siempre acompaña a las personas corrientes. Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta en absoluto del efecto que causaba. El amor le temblaba en los labios en forma de risa. Pensaba en el príncipe azul y, para poder hacerlo con mayor libertad, se lanzó a parlotear sobre el barco en el que Jim iba a hacerse a la mar, sobre el oro que sin duda encontraría, sobre la maravillosa heredera cuya vida salvaría de los malvados bandidos de camisa roja. Porque no seguiría siendo marinero, o sobrecargo, o lo que fuese que hiciera a bordo. ¡No, no! La existencia de un marinero era espantosa. Qué absurdo encerrarse en un horrible barco que las grupas monstruosas de las olas trataban de invadir, mientras un viento aciago derribaba mástiles y rasgaba velas hasta convertirlas en largos colgajos desmelenados y rugientes. Sin duda, Jim abandonaría la nave en Melbourne, se despediría cortésmente del capitán y se pondría en camino hacia las explotaciones auríferas. Antes de que transcurriese una semana habría encontrado una enorme pepita, la mayor jamás descubierta, y la transportaría hasta la costa en una carreta protegida por seis policías a caballo. Los salteadores los atacarían tres veces, y serían rechazados con inmensas pérdidas. O mejor, no. No iría a las explotaciones auríferas, que eran unos sitios horribles, donde los hombres se emborrachaban y se peleaban a tiros en los bares y decían palabras malsonantes. Se dedicaría a criar ovejas y, una noche, cuando regresara a su casa a caballo, al ver a la bella heredera, raptada por un ladrón con un caballo negro, los daría caza y la rescataría. Por supuesto la muchacha se enamoraría de él, y él de ella, se casarían, volverían a Inglaterra y vivirían en una inmensa casa londinense. Sí, le esperaban aventuras maravillosas. Pero tenía que ser muy bueno, y no enfadarse, ni gastarse el dinero tontamente. Sibyl sólo era un año mayor que Jim, pero sabía mucho más sobre la vida. También tenía que escribirle siempre que hubiera correo, y decir sus oraciones todas las noches antes de acostarse. Dios era muy bueno y cuidaría de él. También ella rezaría por él, y al cabo de muy pocos años regresaría, muy rico ya y muy feliz.

El muchacho la escuchó hoscamente y no hizo ningún comentario. Se le partía el corazón al pensar en abandonar su hogar.

Pero no era sólo eso lo que le deprimía y ponía de mal humor. Pese a su falta de experiencia, se daba cuenta con toda claridad de los peligros de la situación de Sibyl. Aquel joven dandi que le hacía la corte no le traería la felicidad. Era un caballero y lo aborrecía por eso, con una extraña repugnancia instintiva que no sabía explicar y que, por esa misma razón, resultaba aún más imperiosa. Tampoco se le ocultaba la superficialidad y vanidad de su madre, y advertía en ello un peligro infinito para Sibyl y para su felicidad. Los hijos comienzan la vida amando a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan, y en ocasiones los perdonan.

¡Su madre! Había algo que quería preguntarle y que le obsesionaba, algo sobre lo que llevaba muchos meses cavilando en silencio. Una frase casual que había oído en el teatro, un susurro burlón, que llegó una noche hasta sus oídos mientras esperaba junto a la salida de artistas, habían puesto en marcha una horrible cadena de pensamientos. Lo recordaba como un golpe de fusta en pleno rostro. Frunció el ceño formando un surco muy profundo y con un estremecimiento doloroso se mordió los labios.

– No escuchas una sola palabra de lo que digo, Jim -exclamó Sibyl-, a pesar de que hago los planes más maravillosos para tu futuro. Haz el favor de hablarme.

– ¿Qué quieres que diga?

– Pues que vas a ser un buen chico y que no te olvidarás de nosotras -respondió su hermana, sonriéndole.

Jim se encogió de hombros.

– Será más fácil que tú te olvides de mí que yo de ti. Sibyl se ruborizó.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– Tienes un nuevo amigo, según he oído. ¿Quién es? ¿Por qué no me has hablado de él? No te hará ningún bien.

– ¡No sigas, Jim! -exclamó-. No digas nada contra él. Lo quiero.

– ¡Cómo es posible! Ni siquiera sabes su nombre -respondió el muchacho-. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.

– Se llama príncipe azul. ¿No te gusta? ¡Vamos, no seas tonto! No debes olvidarlo nunca. Si lo vieras, te darías cuenta de que es la persona más maravillosa del mundo. Algún día lo conocerás, cuando vuelvas de Australia. Te gustará mucho. Le gusta a todo el mundo; y yo… yo lo quiero. Ojalá pudieras venir esta noche al teatro. Estará allí, y yo voy a hacer de Julieta. ¡Ah, cómo interpretaré mi papel! ¡Imagínate, Jim! ¡Estar enamorada e interpretar a Julieta! ¡Tenerlo allí, viéndome! ¡Interpretar para darle gusto! Tengo miedo de asustar a la compañía, de asustarlos o de cautivarlos. Amar es superarse. Ese pobre y terrible señor Isaacs se hará lenguas de mi talento ante los holgazanes de su bar. Me ha predicado como un dogma; esta noche me anunciará como una revelación. Lo adivino. Y es todo suyo, únicamente suyo, de mi príncipe azul, mi enamorado maravilloso, mi dador divino de todas las gracias. Pero soy pobre a su lado. ¿Pobre? ¿Qué importa eso? Si la pobreza llama humildemente a la puerta, el amor entra por la ventana. Hay que volver a escribir nuestros refranes. Se hicieron en invierno, y ahora estamos en verano; primavera para mí, creo yo, un baile de botones de rosa en un cielo azul.

– Es un caballero -dijo el muchacho con resentimiento.

– ¡Un príncipe! -exclamó ella, su voz llena de música-. ¿Qué más se necesita?

– Quiere esclavizarte.

– Me estremece la idea de ser libre.

– Ten cuidado, te lo ruego.

– Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.

– Has perdido la cabeza, Sibyl.

Su hermana se echó a reír y lo tomó del brazo.

– Mi querido y maduro Jim, hablas como si tuvieras cien años. Algún día también tú te enamorarás. Entonces sabrás de qué se trata. No pongas ese gesto tan enfurruñado. Debe alegrarte pensar que, aunque tú te vayas, me dejas más feliz que nunca. La vida ha sido dura para nosotros dos, terriblemente dura y difícil. Pero a partir de ahora será diferente. Tú te vas a un mundo nuevo, y yo he descubierto uno. Aquí hay dos sillas libres; vamos a sentarnos y a ver pasar a la gente elegante.

Se sentaron en medio de una multitud de ociosos. Los macizos de tulipanes al otro lado de la avenida ardían, convertidos en palpitantes anillos de fuego. Un polvo blanco, se diría una trémula nube de polvo de lirios, flotaba en el aire jadeante. Los parasoles de colores brillantes subían y bajaban como mariposas gigantes.

Sibyl hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas, de sus proyectos. Jim se expresaba lentamente y con dificultad. Fueron pasándose palabras como los jugadores se pasan fichas. Sibyl empezó a deprimirse. No lograba comunicar su alegría. Todos sus esfuerzos no conseguían otro eco que una débil sonrisa en las comisuras de aquella boca adusta. Después de algún tiempo dejó de hablar. De repente vislumbró unos cabellos dorados y unos labios que reían: Dorian Gray pasaba en un coche abierto con dos damas.

Sibyl se puso en pie de un salto.

– ¡Ahí está! -exclamó.

– ¿Quién?

– Mi príncipe azul -respondió ella, siguiendo la victoria con la vista.

También su hermano se puso en pie y la agarró bruscamente por el brazo.

– Enséñamelo. ¿Quién es? Señálamelo. ¡Tengo que verlo! -exclamó; pero en aquel momento se interpuso el coche del duque de Berwick, tirado por cuatro caballos, y cuando de nuevo se despejó el horizonte, el otro vehículo había abandonado el parque.

– Se ha ido -murmuró Sibyl, entristecida-. Me gustaría que lo hubieras visto.

– A mí también me hubiera gustado, porque tan cierto como que hay un Dios en el cielo, si alguna vez te hace daño, lo mataré.

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