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– Madre, madre -exclamó-, ¿por qué me quiere tanto? Sé que yo le quiero. Le quiero porque es la imagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero, ¿qué ve él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo, aunque me veo tan por debajo de él, no siento humildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero no sé explicar por qué. Madre, ¿querías a mi padre como yo quiero al príncipe azul? -la mujer de más edad palideció bajo los polvos demasiado visibles que le embadurnaban las mejillas, y sus labios secos se estremecieron en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó-. Perdóname, madre. Ya sé que hablar de mi padre te hace sufrir. Pero sufres porque lo querías muchísimo. No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como lo eras tú hace veinte años. ¡Ah, déjame que sea feliz para siempre!

– Hijita mía, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera su nombre. Todo esto es muy poco conveniente y, a decir verdad, cuando lames está a punto de irse a Australia y yo tengo tantas preocupaciones, he de decir que podrías haber mostrado un poco más de consideración. Sin embargo, como ya he dicho antes, en el caso de que sea rico… -¡Madre, madre! ¡Permíteme ser feliz!

La señora Vane se la quedó mirando y, con uno de esos falsos gestos teatrales que con tanta frecuencia se convierten casi en segunda naturaleza para un actor, la estrechó entre sus brazos. En aquel momento se abrió la puerta, y un joven de áspero pelo castaño entró en la habitación. Era más bien corpulento, tenía grandes los pies y las manos y se movía con cierta torpeza. No poseía la delicadeza de su hermana y era difícil adivinar el estrecho parentesco que existía entre los dos. La señora Vane fijó sus ojos en él, y su sonrisa se intensificó. Mentalmente elevaba a su hijo a la categoría de público. Estaba segura de que el tableau era interesante.

– Podrías guardar algunos de tus besos para mí, Sibyl, pienso yo -dijo el muchacho con tono de amable reproche.

– ¡Pero si no te gusta que te besen! -exclamó su hermana-. Siempre has sido un cardo borriquero.

Y cruzó corriendo la habitación para abrazarlo.

James Vane contempló con ternura el rostro de su hermana.

– Ven conmigo a dar un paseo, Sibyl. No creo que vuelva a ver nunca este horrible Londres. Estoy seguro de que no lo echaré de menos.

– No digas esas cosas tan horribles, hijo mío -murmuró la señora Vane, retomando, con un suspiro, una chabacana pieza de vestuario teatral que empezó a remendar. La apenaba un tanto que James no se hubiera incorporado a la compañía, lo que hubiera aumentado el pintoresquismo teatral de la situación.

– ¿Por qué no, madre? Es lo que siento.

– Me duele que digas eso, hijo mío. No pierdo la esperanza de que regreses de Australia después de hacer fortuna. Creo que la buena sociedad no existe en las colonias; al menos, nada de lo que yo considero buena sociedad; de manera que cuando hayas triunfado deberás volver a Londres y convertirte aquí en una persona conocida.

– ¡Buena sociedad! -murmuró el muchacho-. No me interesa nada la buena sociedad. Me gustaría ganar algún dinero para sacaros a ti y a Sibyl de los escenarios. Aborrezco la vida del teatro.

– ¡Jim! -exclamó Sibyl, riendo-, ¡qué poco amable por tu parte! ¿De verdad quieres dar un paseo conmigo? ¡Eso está bien! Temía que fueses a despedirte de algunos de tus amigos…, de Tom Hardy, que te regaló esa pipa espantosa, o de Ned Langton, que te toma el pelo fumando en ella. Me conmueve que me concedas tu última tarde. ¿Qué hacemos? ¿Vamos al parque?

– No tengo ropa adecuada -respondió su hermano, frunciendo el ceño-. Al parque sólo va gente elegante. -Tonterías, Jim -susurró Sibyl, acariciándole la manga de la chaqueta.

James vaciló un momento.

– De acuerdo -dijo por fin-, pero no tardes demasiado en vestirte.

Sibyl dio unos pasos de baile hasta la puerta. Se la oyó cantar mientras subía corriendo las escaleras y luego el ruido de sus pies en el piso superior.

Su hermano recorrió la habitación dos o tres veces antes de volverse hacia la figura inmóvil en el sillón.

– ¿Están listas mis cosas, madre? -preguntó.

– Todo está preparado, James -respondió la señora Vane sin levantar los ojos de su labor. Desde hacía varios meses se sentía incómoda cuando se quedaba a solas con aquel hijo suyo tan tosco y tan severo. Temía revelar su secreta frivolidad cada vez que sus miradas se cruzaban. Y se preguntaba con frecuencia si James sospechaba algo. El silencio, porque su hijo no hizo ya ninguna otra observación, llegó a resultarle intolerable y empezó a quejarse. Las mujeres se defienden atacando, como también atacan mediante repentinas y extrañas rendiciones-. Espero que estés satisfecho con tu vida en el mar -dijo-. Recuerda que eres tú quien la ha elegido. Podrías haber entrado en el bufete de un abogado. Los abogados son personas muy respetables, y en provincias comen a menudo con las mejores familias.

– Aborrezco los despachos y los oficinistas -replicó su hijo-. Pero tienes toda la razón. Soy yo quien ha elegido vivir así. Sólo te pido que cuides de Sibyl. No permitas que le suceda nada malo. Tienes que cuidarla, madre.

– Hablas de una manera muy extraña, James. Claro está que cuidaré de Sibyl.

– Me han dicho que hay un caballero que va todas las noches al teatro y luego charla con ella entre bastidores. ¿Es cierto? ¿Qué hay de eso?

– Hablas de cosas que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos acostumbradas a recibir atenciones. Hubo un tiempo en que yo misma recibía muchos ramos de flores. Entonces sí que se entendía el trabajo de los actores. En cuanto a Sibyl, ignoro si en el momento actual su interés es serio o no. Pero no hay duda de que el joven que mencionas es un perfecto caballero. A mí me trata con extraordinaria corrección. Por otra parte, da la sensación de ser rico, y las flores que manda son muy bonitas.

– Pero no sabes cómo se llama -dijo el muchacho con aspereza.

– No -respondió la señora Vane con una plácida expresión en el rostro-. No ha revelado aún su verdadero nombre. Y me parece muy romántico. Probablemente se trata de un aristócrata.

James Vane se mordió los labios.

– Cuida de Sibyl, madre -exclamó-. ¡Cuídala!

– Hijo mío, me duelen mucho tus palabras. Siempre cuido de Sibyl de manera muy especial. Por supuesto, si ese caballero es rico, no hay razón para que no se case con él. Estoy segura de que se trata de un aristócrata. Tiene todo el aspecto, no hay la menor duda. Sería un matrimonio brillantísimo para Sibyl. Harían una pareja encantadora. Es un muchacho muy apuesto, todo el mundo lo advierte.

El joven murmuró algo para sus adentros y tableteó sobre el cristal de la ventana con sus dedos de trabajador. Acababa de volverse para decir algo cuando se abrió la puerta y entró Sibyl.

– ¡Qué serios estáis! -exclamó-. ¿Qué sucede?

– Nada -respondió su hermano-. Supongo que a veces hay que ponerse serio. Hasta luego, madre; cenaré a las cinco. El equipaje está hecho, a excepción de las camisas, así que no tienes que preocuparte.

– Hasta luego, hijo mío -respondió ella, con una inclinación resentidamente majestuosa.

Estaba muy molesta con el tono que su hijo había adoptado con ella, y había algo en su mirada que le hacía sentir miedo.

– Bésame, madre -dijo Sibyl. Sus labios florales tocaron la marchita mejilla, entibiando su escarcha.

– ¡Hija mía, hija mía! -exclamó la señora Vane, alzando los ojos al techo en busca de un imaginario anfiteatro. -Vamos, Sibyl -dijo su hermano con impaciencia. Le irritaba la teatralidad de su madre.

Salieron a una luz de reflejos agitados por el viento y empezaron a caminar por la deprimente Euston Road. Los viandantes miraban con asombro al joven corpulento y hosco que, con ropa basta y nada favorecedora, iba acompañado de una joven tan atractiva y de aspecto refinado. Era como un vulgar jardinero paseando con una rosa.

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