– ¿Qué es un rito? -inquirió el principito.
– Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:
– ¡Ah! -dijo el zorro-, lloraré.
– Tuya es la culpa -le dijo el principito-, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique…
– Ciertamente -dijo el zorro.
– ¡Y vas a llorar!, -dijo él principito.
– ¡Seguro!
– No ganas nada.
– Gano -dijo el zorro- he ganado a causa del color del trigo.
Y luego añadió:
– Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
– No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:
– Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.
– Adiós -le dijo.
– Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
– Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse.
– Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
– Es el tiempo que yo he perdido con ella… -repitió el principito para recordarlo.
– Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa…
– Yo soy responsable de mi rosa… -repitió el principito a fin de recordarlo.
XXII
– ¡Buenos días! -dijo el principito.
– ¡Buenos días! -respondió el guardavía.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó el principito.
– Formo con los viajeros paquetes de mil y despacho los trenes que los llevan, ya a la derecha, ya a la izquierda.
Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la caseta del guardavía.
– Tienen mucha prisa -dijo el principito-. ¿Qué buscan?
– Ni siquiera el conductor de la locomotora lo sabe -dijo el guardavía.
Un segundo rápido iluminado rugió en sentido inverso.
– ¿Ya vuelve? -preguntó el principito.
– No son los mismos -contestó el guardavía-. Es un cambio.
– ¿No se sentían contentos donde estaban?
– Nunca se siente uno contento donde está -respondió el guardavía.
Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.
– ¿Van persiguiendo a los primeros viajeros? -preguntó el principito.
– No persiguen absolutamente nada -le dijo el guardavía-; duermen o bostezan allí dentro. Únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios.
– Únicamente los niños saben lo que buscan -dijo el principito. Pierden el tiempo con una muñeca de trapo que viene a ser lo más importante para ellos y si se la quitan, lloran…
– ¡Qué suerte tienen! -dijo el guardavía.
XXIII
– ¡Buenos días! -dijo el principito.
– ¡Buenos días! -respondió el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.
– ¿Por qué vendes eso? -preguntó el principito.
– Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
– ¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
– Lo que cada uno quiere… "
"Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos -pensó el principito- caminaría suavemente hacia una fuente…"
XXIV
Era el octavo día de mi avería en el desierto y había escuchado la historia del comerciante bebiendo la última gota de mi provisión de agua.
– ¡Ah -le dije al principito-, son muy bonitos tus cuentos, pero yo no he reparado mi avión, no tengo nada para beber y sería muy feliz si pudiera irme muy tranquilo en busca de una fuente!
– Mi amigo el zorro…, me dijo…
– No se trata ahora del zorro, muchachito…
– ¿Por qué?
– Porque nos vamos a morir de sed…
No comprendió mi razonamiento y replicó:
– Es bueno haber tenido un amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro.
"Es incapaz de medir el peligro -me dije – Nunca tiene hambre ni sed y un poco de sol le basta…"
El principito me miró y respondió a mi pensamiento:
– Tengo sed también… vamos a buscar un pozo…
Tuve un gesto de cansancio; es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo, nos pusimos en marcha.
Después de dos horas de caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar. Yo las veía como en sueño, pues a causa de la sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito danzaban en mi mente.
– ¿Tienes sed, tú también? -le pregunté. Pero no respondió a mi pregunta, diciéndome simplemente:
– El agua puede ser buena también para el corazón…
No comprendí sus palabras, pero me callé; sabía muy bien que no había que interrogarlo.
El principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo:
– Las estrellas son hermosas, por una flor que no se ve…
Respondí "seguramente" y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna.
– El desierto es bello -añadió el principito.
Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio…
– Lo que más embellece al desierto -dijo el principito- es el pozo que oculta en algún sitio…
Me quedé sorprendido al comprender súbitamente ese misterioso resplandor de la arena. Cuando yo era niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido. Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro. Mi casa ocultaba un secreto en el fondo de su corazón…
– Sí -le dije al principito- ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece es invisible.
– Me gusta -dijo el principito- que estés de acuerdo con mi zorro.
Como el principito se dormía, lo tomé en mis brazos y me puse nuevamente en camino. Me sentía emocionado llevando aquel frágil tesoro, y me parecía que nada más frágil había sobre la Tierra. Miraba a la luz de la luna aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados, los cabellos agitados por el viento y me decía: "lo que veo es sólo la corteza; lo más importante es invisible… "
Como sus labios entreabiertos esbozaron una sonrisa, me dije: "Lo que más me emociona de este principito dormido es su fidelidad a una flor, es la imagen de la rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, incluso cuando duerme… " Y lo sentí más frágil aún. Pensaba que a las lámparas hay que protegerlas: una racha de viento puede apagarlas…