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Continué caminando y al rayar el alba descubrí el pozo.

XXV

– Los hombres -dijo el principito- se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo que quieren… Entonces se agitan y dan vueltas…

Y añadió:

– ¡No vale la pena!…

El pozo que habíamos encontrado no se parecía en nada a los pozos saharianos. Estos pozos son simples agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante nosotros parecía el pozo de un pueblo; pero por allí no había ningún pueblo y me parecía estar soñando.

– ¡Es extraño! -le dije al principito-. Todo está a punto: la roldana, el balde y la cuerda…

Se rió y tocó la cuerda; hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta cuando el viento ha dormido mucho.

– ¿Oyes? -dijo el principito-. Hemos despertado al pozo y canta.

No quería que el principito hiciera el menor esfuerzo y le dije:

– Déjame a mí, es demasiado pesado para ti.

Lentamente subí el cubo hasta el brocal donde lo dejé bien seguro. En mis oídos sonaba aún el canto de la roldana y veía temblar al sol en el agua agitada.

– Tengo sed de esta agua -dijo el principito-, dame de beber…

¡Comprendí entonces lo que él había buscado!

Levanté el balde hasta sus labios y el principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño, las luces del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su resplandor a mi regalo de Navidad.

– Los hombres de tu tierra -dijo el principito- cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.

– No lo encuentran nunca -le respondí. -Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua…

– Sin duda, respondí. Y el principito añadió:

– Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.

Yo había bebido y me encontraba bien. La arena, al alba, era color de miel, del que gozaba hasta sentirme dichoso. ¿Por qué había de sentirme triste?

– Es necesario que cumplas tu promesa -dijo dulcemente el principito que nuevamente se había sentado junto a mí.

– ¿Qué promesa?

– Ya sabes… el bozal para mi cordero… soy responsable de mi flor.

Saqué del bolsillo mis esbozos de dibujo. El principito los miró y dijo riendo:

– Tus baobabs parecen repollos…

– ¡Oh! ¡Y yo que estaba tan orgulloso de mis baobabs!

– Tu zorro tiene orejas que parecen cuernos; son demasiado largas.

Y volvió a reír.

– Eres injusto, muchachito; yo no sabía dibujar más que boas cerradas y boas abiertas.

– ¡Oh, todo se arreglará! -dijo el principito-. Los niños entienden.

Bosquejé, pues, un bozal y se lo alargué con el corazón oprimido:

– Tú tienes proyectos que yo ignoro…

Pero no me respondió.

– ¿Sabes? -me dijo-. Mañana hace un año de mi caída en la Tierra…

Y después de un silencio, añadió:

– Caí muy cerca de aquí…

El principito se sonrojó y nuevamente, sin comprender por qué, experimenté una extraña tristeza.

Sin embargo, se me ocurrió preguntar:

– Entonces no te encontré por azar hace ocho días, cuando paseabas por estos lugares, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. ¿Es que volvías al punto de tu caída?

El principito enrojeció nuevamente.

Y añadí vacilante.

– ¿Quizás por el aniversario?

El principito se ruborizó una vez más. Aunque nunca respondía a las preguntas, su rubor significaba una respuesta afirmativa.

– ¡Ah! -le dije- tengo miedo.

Pero él me respondió:

– Tú debes trabajar ahora; vuelve, pues, junto a tu máquina, que yo te espero aquí. Vuelve mañana por la tarde.

Pero yo no estaba tranquilo y me acordaba del zorro. Si se deja uno domesticar, se expone a llorar un poco…

XXVI

Al lado del pozo había una ruina de un viejo muro de piedras. Cuando volví de mi trabajo al día siguiente por la tarde, vi desde lejos al principito sentado en lo alto con las piernas colgando. Lo oí que hablaba.

– ¿No te acuerdas? ¡No es aquí con exactitud!

Alguien le respondió sin duda, porque él replicó:

– ¡Sí, sí; es el día, pero no es este el lugar!

Proseguí mi marcha hacia el muro, pero no veía ni oía a nadie. Y sin embargo, el principito replicó de nuevo.

– ¡Claro! Ya verás dónde comienza mi huella en la arena. No tienes más que esperarme, que allí estaré yo esta noche.

Yo estaba a veinte metros y continuaba sin distinguir nada.

El principito, después de un silencio, dijo aún:

– ¿Tienes un buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho?

Me detuve con el corazón oprimido, siempre sin comprender.

– ¡Ahora vete -dijo el principito-, quiero volver a bajarme!

Dirigí la mirada hacia el pie del muro e instintivamente di un brinco. Una serpiente de esas amarillas que matan a una persona en menos de treinta segundos, se erguía en dirección al principito. Echando mano al bolsillo para sacar mi revólver, apreté el paso, pero, al ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena como un surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero ruido metálico.

Llegué junto al muro a tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que estaba blanco como la nieve.

– ¿Pero qué historia es ésta? ¿De charla también con las serpientes?

Le quité su eterna bufanda de oro, le humedecí las sienes y le di de beber, sin atreverme a hacerle pregunta alguna. Me miró gravemente rodeándome el cuello con sus brazos. Sentí latir su corazón, como el de un pajarillo que muere a tiros de carabina.

– Me alegra -dijo el principito- que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Así podrás volver a tu tierra…

– ¿Cómo lo sabes?

Precisamente venía a comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba, había logrado terminar mi trabajo.

No respondió a mi pregunta, sino que añadió:

– También yo vuelvo hoy a mi planeta…

Luego, con melancolía:

– Es mucho más lejos… y más difícil…

Me daba cuenta de que algo extraordinario pasaba en aquellos momentos. Estreché al principito entre mis brazos como sí fuera un niño pequeño, y no obstante, me pareció que descendía en picada hacia un abismo sin que fuera posible hacer nada para retenerlo.

Su mirada, seria, estaba perdida en la lejanía.

– Tengo tu cordero y la caja para el cordero. Y tengo también el bozal.

Y sonreía melancólicamente.

Esperé un buen rato. Sentía que volvía a entrar en calor poco a poco:

– Has tenido miedo, muchachito…

Lo había tenido, sin duda, pero sonrió con dulzura:

– Esta noche voy a tener más miedo…

Me quedé de nuevo helado por un sentimiento de algo irreparable. Comprendí que no podía soportar la idea de no volver a oír nunca más su risa. Era para mí como una fuente en el desierto.

– Muchachito, quiero oír otra vez tu risa…

Pero él me dijo:

– Esta noche hará un año. Mi estrella se encontrará precisamente encima del lugar donde caí el año pasado…

– ¿No es cierto -le interrumpí- que toda esta historia de serpientes, de citas y de estrellas es tan sólo una pesadilla?

Pero el principito no respondió a mi pregunta y dijo:

– Lo más importante nunca se ve…

– Indudablemente…

– Es lo mismo que la flor. Si te gusta una flor que habita en una estrella, es muy dulce mirar al cielo por la noche. Todas las estrellas han florecido.

– Es indudable…

– Es como el agua. La que me diste a beber, gracias a la roldana y la cuerda, era como una música ¿te acuerdas? ¡Qué buena era!

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