Sandecker le miró a su vez, con una súbita expresión de orgullo en el semblante.
– Si usted conocía a Dirk Pitt, señor Hagen, no podía esperar menos de él.
Con muy poco optimismo, Sandecker y Giordino empezaron a buscar a Pitt en los hospitales. Pasaron por encima de innumerables heridos que yacían en hileras en el suelo, mientras las enfermeras les prestaban toda la ayuda que podían y los agotados médicos trabajaban en las salas de operaciones. Numerosas veces se detuvieron y ayudaron a transportar camillas antes de continuar su búsqueda.
No pudieron encontrar a Pitt entre los vivos.
Después investigaron en los improvisados depósitos de cadáveres, delante de algunos de los cuales esperaban camiones cargados de muertos, amontonados en cuatro o cinco capas. Un pequeño ejército de embalsamadores trabajaba febrilmente para evitar una epidemia. Los cadáveres yacían en todas partes como leños, descubiertas las caras, mirando sin ver al techo. Muchos de ellos estaban demasiado quemados y mutilados como para que pudiesen ser identificados, y fueron más tarde enterrados en una ceremonia colectiva en el cementerio de Colón.
Un atribulado empleado de un depósito les mostró los restos de un hombre del que se decía que había sido lanzado a tierra desde el mar. No era Pitt, y si no identificaron a Manny, fue porque no le conocían.
Amaneció el día sobre la destrozada ciudad. Se encontraron más heridos que fueron llevados a los hospitales y más muertos que fueron transportados a los depósitos. Soldados con la bayoneta calada patrullaban por las calles para impedir los saqueos. Las llamas todavía hacían estragos en la zona del puerto, pero los bomberos lograban rápidos progresos. La enorme nube de humo seguía ennegreciendo el cielo, y los pilotos de las líneas aéreas informaron de que los vientos del este la habían llevado hasta un lugar tan lejano como Ciudad de México.
Abrumados por lo que habían visto aquella noche, Sandecker y Giordino se alegraron de ver una vez más la luz del día. Llegaron en coche hasta tres manzanas de la plaza de la Catedral y allí tuvieron que detenerse por las ruinas que bloqueaban las calles. Siguieron a pie el resto del camino hasta el hospital infantil provisional, para ver a Jessie.
Ésta estaba acariciando a una niña pequeña que gemía mientras un médico escayolaba una de sus piernas delgadas y morenas. Jessie levantó la cabeza al ver acercarse al almirante y a Giordino. Inconscientemente, sus ojos recorrieron sus semblantes, pero su cansada mente no les reconoció.
– Jessie -dijo suavemente Sandecker-. Soy Jim Sandecker, y ése es Al Giordino.
Ella les miró durante unos segundos y entonces empezó a recordarles.
– Almirante, Al. ¡Oh! Gracias a Dios que han venido.
Murmuró algo al oído de la niña, y entonces se levantó y les abrazó a los dos, llorando a lágrima viva.
El médico se volvió a Sandecker.
– Ha estado trabajando como un demonio durante veinticuatro horas seguidas. ¿Por qué no la convencen de que se tome un respiro?
Ellos la asieron cada uno de un brazo y la sacaron de allí. Después, delicadamente, hicieron que se sentara en los escalones de la catedral.
Giordino se sentó delante de Jessie y la miró. Todavía llevaba su uniforme de campaña. Al camuflaje se añadían ahora manchas de sangre. Tenía los cabellos mojados de sudor y enmarañados, y los ojos enrojecidos por el humo.
– Me alegro de que me hayan encontrado -dijo ella al fin-. ¿Acaban de llegar?
– La noche pasada -respondió Giordino-. Hemos estado buscando a Dirk.
Ella miró vagamente la gran nube de humo.
– Ha muerto -dijo como en trance.
– Mala hierba nunca muere -murmuró Giordino con mirada ausente.
– Todos han muerto…, mi marido, Dirk y tantos otros.
Su voz se extinguió.
– ¿Hay café en alguna parte? -dijo Sandecker, cambiando de conversación-. Creo que me vendría bien una taza.
Jessie señaló débilmente con la cabeza hacia la entrada de la catedral.
– Una pobre mujer cuyos hijos están gravemente heridos ha estado preparándolo para los voluntarios.
– Iré a buscarlo -dijo Giordino.
Se levantó y desapareció en el interior.
Jessie y el almirante permanecieron sentados allí unos momentos escuchando las sirenas y observando el fulgor de las llamas a lo lejos.
– Cuando volvamos a Washington -dijo al fin Sandecker-, si puedo ayudarla en algo…
– Es muy amable, almirante, pero podré arreglarme. -Vaciló-. Hay una cosa. ¿Cree que se podría encontrar el cuerpo de Raymond y enviarlo a casa para ser enterrado?
– Estoy seguro de que, después de todo lo que ha hecho usted, Castro prescindirá de todo el papeleo.
– Es extraño que nos hayamos visto metidos en todo esto a causa del tesoro.
– ¿La Dorada?
Jessie contempló a un grupo de personas que venían desde lejos en su dirección, pero no dio señales de verlas.
– Los hombres se han dejado seducir por ella durante casi quinientos años y, en su mayoría, murieron por culpa de su afán de poseerla. Es estúpido… Es estúpido que se pierdan vidas por una estatua.
– Todavía es considerada como el tesoro más grande del mundo.
Jessie cerró cansadamente los ojos.
– Gracias a Dios, está escondido. ¡Quién sabe cuántos hombres se matarían por él!
– Dirk nunca habría sido capaz de poner en peligro la vida de alguien por dinero -dijo Sandecker-. Le conozco demasiado bien. Se metió en esto por la aventura y por el desafío de resolver un misterio, no por conseguir una ganancia.
Jessie no replicó. Abrió los ojos y por fin se dio cuenta del grupo que se acercaba. No podía verles claramente. Calculó, a través de la neblina amarilla del humo, que uno de ellos debía medir más de dos metros. Los otros eran muy pequeños. Cantaban, pero no pudo distinguir la tonada.
Giordino volvió con una pequeña tabla en la que llevaba tres tazas. Se detuvo y miró durante un largo momento el grupo que caminaba entre los escombros de la plaza.
La figura de en medio no medía dos metros, sino que era un hombre con un niño pequeño subido sobre los hombros. El chiquillo parecía asustado y se agarraba con fuerza a la frente del hombre, tapando la mitad superior de su cara. Una niña pequeña estaba acunada en un brazo musculoso, mientras que la otra mano del hombre asía la de una niña de no más de cinco años. Una hilera de otros diez u once niños les seguían de cerca. Parecía que estaban cantando en un chapurreado inglés. Tres perros trotaban junto a ellos aullando para acompañarles.
Sandecker miró a Giordino con curiosidad. El italiano de abultado pecho pestañeó para librarse del humo que le hacía lagrimear y miró, con expresión interrogadora e intensa, el extraño y patético espectáculo.
El hombre tenía el aspecto de una aparición; estaba agotado, desesperadamente agotado. Llevaba la ropa hecha jirones y caminaba cojeando. Tenía hundidos los ojos, y la cara macilenta estaba surcada de sangre seca. Sin embargo, su mandíbula expresaba determinación, y el hombre dirigía la canción de los niños con voz estentórea.
– Debo volver al trabajo -dijo Jessie, poniéndose dificultosamente en pie-. Aquellos niños necesitan mucho cuidado.
Ahora, el grupo se había acercado tanto que Giordino pudo identificar lo que estaban cantando.
I'm a Yankee Doodle Dandy. A Yankee Doodle do or die… [3]
Giordino se quedó boquiabierto y abrió mucho los ojos con incredulidad. Señaló como presa de espanto. Después arrojó las tazas de café por encima del hombro y bajó la escalinata de la catedral saltando como un loco.
– ¡Es él! -gritó.
A real live nephew of my Uncle Sam. Born on the fourth of July [4]
– ¿Qué ha sido eso? -gritó Sandecker a su espalda-. ¿Qué es lo que ha dicho?
Jessie se puso en pie de un salto, olvidando de pronto su terrible fatiga, y corrió detrás de Giordino.
– ¡Ha vuelto! -gritó.
Sandecker echó a correr.
Los niños interrumpieron su canción y se apretujaron alrededor del hombre, asustados al ver la súbita aparición de tres personas que gritaban y corrían hacia ellos. Se aferraron a él como si en ello les fuese la vida. Los perros cerraron filas alrededor de sus piernas y empezaron a ladrar con más fuerza que nunca.
Giordino se detuvo y se quedó plantado allí, a sólo medio metro de distancia, sin saber exactamente qué podía decir que tuviese algún sentido.
Sonrió, y sonrió con inmenso alivio y alegría. Por fin recobró el uso de la palabra.
– Sé bienvenido, Lázaro.
Pitt sonrió con picardía.
– Hola, amigo. ¿No tendrías por casualidad un dry martini en el bolsillo?
Seis horas más tarde, Pitt estaba durmiendo como un tronco en un nicho vacío de la catedral. Se había negado a tumbarse hasta que los niños hubiesen sido atendidos, y los perros, alimentados. Después había insistido en que Jessie descansase también un rato.
Jessie yacía a pocos metros de distancia sobre unas mantas dobladas que le servían de colchón sobre las duras baldosas. El fiel Giordino estaba sentado en un sillón de mimbre en la entrada del nicho, para que nadie turbase su sueño, y apartando a los grupos ocasionales de chiquillos que jugaban demasiado cerca y gritaban demasiado.
Se irguió al ver que Sandecker se acercaba seguido de un grupo de cubanos uniformados. Ira Hagen estaba entre ellos. Parecía más viejo y mucho más cansado que cuando Giordino le había visto por última vez, apenas veinte horas antes. Giordino reconoció inmediatamente al hombre que caminaba al lado de Hagen y directamente detrás del almirante. Se puso en pie cuando Sandecker señaló con la cabeza a los durmientes.
– Despiérteles -dijo éste a media voz.
Jessie salió de las profundidades de su sueño y gimió. Giordino tuvo que sacudirla varias veces del hombro para que no se durmiese de nuevo. Todavía fatigada hasta la médula y aturdida por el sueño, se incorporó y sacudió la cabeza para despejarla de su confusión.
Pitt se despertó casi instantáneamente, como si hubiese sonado un despertador. Se volvió y se sentó apoyándose en un codo, ojo avizor y observando a los hombres que formaban un semicírculo delante de él.
– Dirk -dijo Sandecker-. Éste es el presidente Fidel Castro. Estaba haciendo una visita de inspección a los hospitales y le dijeron que usted y Jessie estaban aquí. Le gustaría hablar con ustedes.