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Exteriormente, Manny, Moe y Jack parecieron no comprender, pues las expresiones de sus caras permanecieron inescrutables. Por dentro, estaban aturdidos por el increíble horror de aquella visión infernal de Pitt.

Moe miró a Clark.

– Creo que ha dado en el blanco, ¿sabe?

– Yo estoy de acuerdo. Langley interpretó mal el proyecto de los soviéticos. Pueden conseguirse los mismos resultados sin necesidad de recurrir a la fuerza nuclear.

Many se levantó y agarró los hombros de Pitt con sus manos como tenazas.

– Tengo que reconocerlo, hombre. Usted sabe realmente donde está la mierda.

Jack habló por primera vez.

– Es imposible descargar aquellos barcos antes de la fiesta de mañana.

– Pero pueden ser trasladados -dijo Pitt.

Manny reflexionó durante un momento.

– Los cargueros podrían sacarse del puerto, pero no apostaría yo a sacar a tiempo el petrolero. Necesitaríamos un remolcador sólo para dirigir su proa hacia el canal.

– Cada milla que pongamos entre aquellos barcos y el puerto significará un ahorro de cien vidas -dijo Pitt.

– Deberíamos tener tiempo bastante para buscar los detonadores -dijo Moe.

– Si pueden ser encontrados antes de que lleguemos a mar abierto, tanto mejor.

– Y si no -murmuró hoscamente Manny-, será como si todos nos suicidásemos.

– Ahorrarás a tu esposa los gastos del entierro -dijo Jack, con sonrisa de calavera-. No quedará nada que enterrar.

Moe pareció dudar.

– Andamos escasos de personal.

– ¿Cuántos maquinistas navales podrían encontrar? -preguntó Pitt.

Moe señaló con la cabeza.

– Manny ha sido jefe de máquinas. ¿Quién más se te ocurre, Manny?

– Enrico sabe lo que tiene que hacer en una sala de máquinas. Y también Héctor, cuando no está borracho.

– Son tres -dijo Pitt-. ¿Y como marineros de cubierta?

– Quince, diecisiete incluyendo a Moe y a Jack -respondió Clark.

– En total veinte, y yo soy el veintiuno -dijo Pitt-. ¿Y prácticos del puerto?

– Todos esos bastardos están en el bolsillo de Castro -gruñó Manny-. Tendremos que gobernar nosotros los barcos.

– Un momento -terció Moe-. Aunque dominemos las fuerzas de seguridad del muelle, tendremos que habérnoslas con las tripulaciones.

Pitt se volvió a Clark.

– Si los suyos se encargan de los guardias, yo neutralizaré las tripulaciones.

– Yo dirigiré personalmente un grupo de combate -dijo Clark-. Pero quisiera saber cómo piensa cumplir su parte del trato.

– Es cosa hecha -dijo sonriendo Pitt-. Los barcos están abandonados. Les garantizo que las tripulaciones los han evacuado silenciosamente y se han trasladado a lugar seguro.

– Los soviéticos pueden salvar la vida los suyos -dijo Moe-. Pero les importa un bledo la tripulación extranjera del Amy Bigalow.

– Seguro, pero no se arriesgarán a que un tripulante curioso ande por allí mientras preparan los detonadores.

Jack pensó un momento y dijo:

– Dos y dos son cuatro. Ese hombre es muy listo.

Manny miró a Pitt, ahora respetuosamente.

– ¿Pertenece usted a la compañía?

– No; a la AMSN.

– He metido la pata como un aficionado -suspiró Manny-. Tal vez ha llegado la hora de que me retire.

– ¿Cuántos hombres calcula que vigilan los barcos? -le preguntó Clark.

Manny sacó un pañuelo sucio y se sonó ruidosamente antes de responder:

– Una docena vigilan el Bigalow. Otros tantos el Zaysan. Una pequeña lancha patrullera está anclada junto al petrolero. Probablemente no van más que seis o siete en ella.

Clark empezó a andar arriba y abajo mientras hablaba.

– Bien. Reúnan sus tripulaciones. Mi equipo se encargará de los guardias y de proteger la operación. Manny, usted y sus hombres zarparán con el Amy Bigalow. Moe tomará el Ozero Zaysan. El remolcador le corresponde a usted, Jack, Asegúrese de que no suene la alarma cuando se apodere de él. Disponemos de seis horas con luz de día. Tenemos que aprovechar cada minuto. -Se interrumpió y miró a su alrededor-. ¿Alguna pregunta?

Moe levantó una mano.

– Cuando estemos en mar abierto, ¿qué nos pasará?

– Tomarán la lancha a motor de su barco y se alejarán lo más posible antes de que se produzcan las explosiones.

Nadie hizo comentarios. Todos sabían que sus probabilidades de salvación rayaban en cero.

– Me gustaría ir con Manny -dijo Pitt-. Soy bastante hábil con el timón.

Manny se puso en pie y dio una palmada en la espalda de Pitt que le dejó sin aliento.

– Por Dios, Sam, que creo que empezaré a tomarle simpatía.

Pitt le miró fijamente.

– Esperemos que vivamos lo bastante para saberlo.

68

El Amy Bigalow estaba amarrado de lado a un largo muelle moderno que había sido construido por ingenieros soviéticos. Más allá, a unos cientos de metros en el canal, veíase el casco de color crema del Ozero Zaysan, oscuro y abandonado. Las luces de la ciudad resplandecían en las negras aguas del puerto. Unas cuantas nubes procedentes de las montañas cruzaban la ciudad y se dirigían a alta mar.

Un coche oficial de fabricación rusa salió del bulevar de los Desamparados, seguido de dos pesados camiones militares. El convoy cruzó lentamente el muelle y se detuvo ante la rampa del Amy Bigalow. Un centinela salió de una garita y se acercó cautelosamente al automóvil.

– ¿Tienen permiso para estar en esta zona? -preguntó.

Clark, que llevaba uniforme de oficial cubano, dirigió una mirada arrogante al centinela.

– Llame al oficial de guardia -ordenó secamente-. Y diga señor cuando se dirija a un oficial.

Reconociendo las insignias de Clark a la luz amarillenta de las lámparas de vapor de sodio que iluminaban el muelle, el centinela se cuadró y saludó.

– En seguida, señor. Voy a llamarle.

El centinela corrió a la garita y tomó un transmisor portátil. Clark rebulló inquieto en su asiento. La astucia era vital; la mano dura, fatal. Si hubiesen tomado los barcos por asalto, a tiros, se habría dado la voz de alarma a todas las guarniciones de la ciudad. Una vez alertados, y encontrándose entre la espada y la pared, se verían obligados a provocar las explosiones antes de la hora prevista.

Un capitán salió por la puerta de un almacén cercano, se detuvo un momento para observar el convoy aparcado y, después, se acercó a la ventanilla del coche oficial y se dirigió a Clark:

– Capitán Roberto Herras -dijo, saludando-. ¿En qué puedo servirle, señor?

– Coronel Ernesto Pérez -respondió Clark-. Me han ordenado que le reemplace, así como a sus hombres.

Herras pareció confuso.

– Tengo orden de guardar el barco hasta mañana al mediodía.

– Las órdenes han sido cambiadas -dijo brevemente Clark-. Reúna a sus hombres y vuelvan al cuartel.

– Si no le importa, coronel, quisiera pedir confirmación a mi superior.

– Y él tendrá que llamar al general Melena y el general estará durmiendo en su cama. -Clark entrecerró los ojos y le dirigió una mirada helada-. Una carta dando fe de su insubordinación le seria muy perjudicial cuando le llegue el día de ascender a comandante.

– Por favor, señor, yo no me niego a obedecerle.

– Entonces le sugiero que reconozca mi autoridad.

– Sí, coronel… Yo…, yo no dudo de usted. -Se sometió-. Reuniré a mis hombres.

– Hágalo.

Diez minutos más tarde, el capitán Herras y su fuerza de seguridad de veinticuatro hombres formaron y se dispusieron a marcharse. Los cubanos aceptaron de buen grado al cambio de la guardia. Estaban contentos de volver a su cuartel y poder dormir por la noche. Herras no pareció advertir que los hombres del coronel permanecían ocultos en la oscuridad del primer camión.

– ¿Es toda su unidad? -preguntó Clark.

– Sí, señor. Están todos aquí.

– ¿Incluso los encargados de la vigilancia del otro barco?

– Disculpe, coronel. Dejé centinelas junto a la rampa, para asegurarme de que nadie subiría a bordo mientras repartiese usted sus hombres. Podemos pasar por allí y recogerlos al marcharnos.

– Muy bien, capitán. El camión de atrás está vacío. Ordene a sus hombres que suban a él. Usted puede llevarse mi coche. Mi ayudante irá a recogerlo más tarde a su cuartel.

– Es usted muy amable, señor. Gracias.

Clark tenía la mano en una pequeña pistola del 25 con silenciador que llevaba en el bolsillo del pantalón, pero no la sacó. Los cubanos estaban ya subiendo al camión, dirigidos por un sargento. Clark ofreció su asiento a Herras y se encaminó casualmente al camión silencioso donde estaban Pitt y los marineros cubanos.

Los vehículos habían girado en redondo y estaban saliendo del muelle cuando apareció y se detuvo un coche militar en el que viajaba un oficial ruso. Éste se asomó a la ventanilla de atrás y miró, frunciendo recelosamente el entrecejo.

– ¿Qué pasa aquí?

Clark se acercó despacio al automóvil, pasando por delante de él para asegurarse de que sus únicos ocupantes eran el ruso y su chófer.

– Un relevo de la guardia.

– No sé que se haya ordenado.

– La orden procede del general Velikov -dijo Clark, deteniéndose a sólo dos pies de la portezuela de atrás.

Ahora pudo ver que el ruso era también coronel.

– Precisamente vengo del despacho del general para inspeccionar las medidas de seguridad. No me dijo nada sobre el relevo de la guardia. -El coronel abrió la portezuela, disponiéndose a apearse-. Debe ser un error.

– No es ningún error -dijo Clark.

Cerró la puerta con la rodilla y disparó al coronel entre los ojos. Después, fríamente, metió dos balas en la nuca del conductor.

Un momento más tarde, el coche fue puesto en marcha y dirigido hacia las negras aguas entre los muelles.

Manny abrió la marcha, seguido de Pitt y cuatro marineros cubanos. Subieron a toda prisa la rampa hasta la cubierta principal del Atny Bigalow y se separaron. Pitt trepó por la escalerilla de la obra muerta, mientras los otros bajaban a la sala de máquinas. La caseta del timón estaba a oscuras, y Pitt la dejó tal cual. Pasó la media hora siguiente comprobando los controles electrónicos y el sistema de altavoces del barco a la luz de una linterna, hasta que todas las palancas y los interruptores quedaron firmemente grabados en su mente.

Levantó el teléfono del barco y llamó a la sala de máquinas. Pasó un minuto antes de que Manny respondiese.

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