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Pitt fue acompañado a una pequeña sala de conferencias. Cuando entró, Hagen y Clark se levantaron y se presentaron formalmente. Le ofrecieron un sillón y todos se acomodaron alrededor de una pesada mesa de madera de pino tallada a mano.

– No tenemos tiempo para demasiadas explicaciones -dijo Clark, sin preámbulos-. Hace dos días, mis superiores de Langley me informaron sobre su incursión secreta en Cayo Santa María. Lo hicieron para que estuviese preparado en caso de que fracasara y hubiese repercusiones en La Habana. No me enteré de su éxito, hasta que el señor Hagen…

– Ira -le interrumpió Hagen.

– Hasta que Ira me ha mostrado hace un momento un documento altamente secreto capturado en la instalación de la isla. También me ha dicho que el presidente y Martin Brogan le habían pedido que averiguase su paradero y el de la señora LeBaron. Tenía que notificárselo inmediatamente, en el caso de que hubiesen sido sorprendidos y detenidos.

– O ejecutados -añadió Pitt.

– También esto -asintió Clark.

– Entonces también sabe por qué Jessie y yo nos separamos de los demás y vinimos a Cuba.

– Sí. Ella trae un mensaje urgente del presidente para Castro.

Pitt se relajó y se arrellanó en su sillón.

– Muy bien. Mi papel en el asunto ha terminado. Les agradecería que hiciesen lo necesario para poder enviarme de vuelta a Washington, después de unos pocos días que necesito para resolver un asunto personal.

Clark y Hagen intercambiaron una mirada, pero ninguno de los dos pudo mirar a Pitt a los ojos.

– Lamento estropear sus planes -dijo Clark-. Pero estamos ante un problema grave, y su experiencia en cuestión de barcos podría sernos de gran ayuda.

– No les serviría de nada. Soy demasiado conocido.

– ¿Puede dedicarnos unos minutos y le contaremos de qué se trata?

– Les escucharé con mucho gusto.

Clark asintió satisfecho con la cabeza.

– Muy bien. Ira ha venido directamente de hablar con el presidente. Está en mejores condiciones que yo para explicarle la situación. -Se volvió a Hagen-. Usted tiene la palabra.

Hagen se quitó la chaqueta, sacó un pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se enjugó la sudorosa frente.

– La situación es ésta, Dirk. ¿Puedo llamarle Dirk?

– Ése es mi nombre.

Hagen era experto en juzgar a los hombres y le gustó lo que veía. Aquel tipo no parecía de los que se dejan engañar. También tenía un aire que inspiraba confianza. Hagen puso las cartas sobre la mesa y explicó el plan ruso para asesinar a los Castro y asumir el control de Cuba. Expuso en términos concisos los detalles, explicando que la bomba nuclear había sido introducida secretamente en el puerto, así como el tiempo proyectado para su explosión.

Cuando Hagen hubo terminado, Clark esbozó la acción emprendida para encontrar la bomba. No había tiempo para traer un equipo de rastreo sumamente experto en ingenios nucleares, ni permitirían los cubanos que pusiesen los pies en la ciudad. Él tenía solamente veinte hombres, provistos de un equipo primitivo para detectar las radiaciones. Tenía la enorme responsabilidad de dirigir la búsqueda y no se necesitaba mucha imaginación para darse cuenta de la futilidad de sus esfuerzos. Por fin, hizo una pausa.

– ¿Me sigue, Dirk?

– Sí… -dijo lentamente Pitt-. Le sigo. Gracias.

– ¿Algunas preguntas?

– Varias, pero una es la que más me importa. ¿Qué nos ocurrirá a todos si esa bomba no es encontrada y desactivada?

– Creo que ya conoce la respuesta -dijo Clark,

– Sí, pero quiero oírla de sus labios.

La cara de Clark asumió la expresión de un enlutado en un entierro.

– Moriremos todos -dijo simplemente.

– ¿Nos ayudará? -preguntó Hagen.

Pitt miró a Clark.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Aproximadamente dieciséis horas.

Pitt se levantó de su sillón y empezó a pasear arriba y abajo, dejando que su instinto comenzara a abrirse paso en aquel laberinto de información. Después de un minuto de silencio, en que Hagen y Clark le observaron con expectación, se apoyó de pronto en la mesa y dijo:

– Necesito un plano de la zona portuaria.

Un miembro del personal de Clark lo trajo rápidamente.

Pitt lo alisó sobre la mesa y lo miró.

– ¿Dicen ustedes que no pueden avisar a los cubanos? -preguntó, mientras estudiaba los lugares de amarre de la bahía.

– No -respondió Hagen-. Su Gobierno está infestado de agentes soviéticos. Si les pusiesen sobre aviso, no sólo harían oídos sordos, sino que entorpecerían nuestra operación de búsqueda.

– ¿Y qué me dicen de Castro?

– Penetrar en su refugio y avisarle es mi misión -dijo Hagen.

– Y los Estados Unidos tendrán la culpa.

– La falsa información de los soviéticos cuidará de esto.

– Por favor, ¿pueden darme un lápiz?

Clark se lo dio y volvió a sentarse en silencio mientras Pitt trazaba un círculo en el plano.

– Yo diría que el barco que lleva la bomba está atracado en la ensenada de Antares.

Clark arqueó las cejas.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Evidentemente, es el lugar donde una explosión causaría más estragos. La ensenada se adentra casi hasta el corazón de la ciudad.

– Un buen razonamiento -dijo Clark-. Dos de los barcos sospechosos están amarrados allí. El otro está en el otro lado de la bahía.

– Denme un informe detallado sobre estos barcos.

Clark examinó la página correspondiente del documento en que se consignaban las llegadas de barcos.

– Dos pertenecen a la flota mercante de la Unión Soviética. El tercero navega con pabellón panameño y es propiedad de una corporación dirigida por exiliados cubanos anticastristas.

– Esto último es una pista falsa montada por la KGB -dijo Hagen-. Sostendrán que los exiliados cubanos son un arma de la CÍA, convirtiéndonos así en los villanos de la catástrofe. No habrá una nación en el mundo que crea que no estamos comprometidos.

– Un plan muy astuto -dijo Clark-. Difícilmente emplearían uno de sus propios barcos para transportar la bomba.

– Sí, pero ¿por qué destruir dos barcos y sus cargamentos sin ningún objetivo? -preguntó Pitt.

– Confieso que esto no tiene sentido.

– ¿Nombre y cargamento de los barcos?

Clark extrajo otra página del documento y leyó en ella:

– El Ozero Zaysan, carguero soviético que transporta equipo y suministros de tipo militar. El Ozero Baykai, petrolero de doscientas mil toneladas. El barco de simulada propiedad cubana es el Amy Bigalow, y lleva un cargamento de veinticinco mil toneladas de nitrato de amonio.

Pitt contempló el techo como hipnotizado.

– ¿Es el petrolero el que está atracado en el otro lado de la bahía?

– Sí, ante la refinería de petróleo.

– ¿Ha sido descargado alguno de los mercantes?

Clark sacudió la cabeza.

– No se ha observado ninguna actividad alrededor de los dos cargueros, y el petrolero continúa estando a un nivel muy bajo en el agua.

Pitt se sentó de nuevo y dirigió a los otros dos que estaban en la habitación una mirada fría y dura.

– Caballeros, les han tomado el pelo.

Clark miró a Pitt con expresión sombría.

– ¿Qué está diciendo?

– Han sobrestimado ustedes la táctica espectacular de los rusos y menospreciado su astucia -dijo Pitt-. No hay ninguna bomba nuclear en ninguno de estos barcos. Para lo que proyectan hacer, no la necesitan.

66

El coronel general Viktor Kolchak, jefe de los quince mil soldados y consejeros en suelo cubano, salió de detrás de su mesa y abrazó calurosamente a Velikov.

– General, no sabe usted cuánto me alegro de verle vivo.

– El sentimiento es mutuo, coronel general -dijo Velikov, correspondiendo al fuerte abrazo de Kolchak.

– Siéntese, siéntese; tenemos mucho de que hablar. Quienquiera que está detrás de la destrucción de nuestras instalaciones de vigilancia en la isla lo pagará caro. Un mensaje del presidente Antonov me asegura que no se tomará este ataque a la ligera.

– Estoy completamente de acuerdo -dijo Velikov-. Pero tenemos otro asunto urgente que discutir.

– ¿Quiere un vaso de vodka?

– No -replicó bruscamente Velikov-. Ron y Cola tendrá lugar mañana a las diez de la mañana. ¿Han terminado sus preparativos?

Kolchak se sirvió un vasito de vodka.

– Los funcionarios soviéticos y nuestros amigos cubanos están saliendo discretamente de la ciudad en pequeños grupos. La mayoría de nuestras fuerzas militares la han abandonado ya para empezar unas maniobras simuladas a sesenta kilómetros de distancia. Al amanecer, todo el personal, el equipo y los documentos importantes habrán sido evacuados disimuladamente.

– Deje a algunos aquí -dijo tranquilamente Velikov.

Kolchak miró por encima de sus gafas sin montura como una abuela al oír una palabrota de boca de un chiquillo.

– ¿Que deje qué, general?

Velikov borró de su cara una sonrisa burlona.

– Cincuenta miembros del personal civil soviético, y sus familias, y doscientos componentes de sus fuerzas militares.

– ¿Sabe lo que me está pidiendo?

– Perfectamente. No podemos culpar a la CÍA de cien mil muertos sin sufrir nosotros baja alguna. Han de morir rusos junto a los cubanos. Será una propaganda que allanará el camino a nuestro nuevo Gobierno.

– No puedo enviar a la muerte a doscientos cincuenta de mis paisanos.

– La conciencia nunca inquietó a su padre cuando despejó unos campos de minas alemanes haciendo marchar a sus hombres por ellos.

– Aquello era la guerra.

– Sólo el enemigo ha cambiado -dijo fríamente Velikov-. Hemos estado en guerra con los Estados Unidos desde 1945. El costo en vidas es pequeño en comparación con el aumento de nuestro dominio en el hemisferio occidental. No hay tiempo para discusiones, general. Se espera que cumpla usted con su deber.

– No necesito que la KGB me dé lecciones sobre mi deber para con la madre patria -dijo Kolchak, sin rencor.

Velikov se encogió de hombros con indiferencia.

– Todos hemos de representar nuestro papel. Volviendo a Ron y Cola; después de la explosión, sus tropas regresarán a la ciudad y ayudarán en las operaciones médicas y de auxilio. Mi gente cuidará de que se produzca con orden el cambio de Gobierno. También haré que la prensa internacional muestre a los abnegados soldados soviéticos cuidando a los supervivientes heridos.

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