– Los reporteros deben de estar chillando como buitres heridos -dijo Oates-, queriendo saber por qué aterrizó el vehículo espacial tan lejos del lugar previsto.
– Por supuesto.
– ¿Cuándo piensa usted dar la noticia? -preguntó Brogan.
– Dentro de dos días -respondió el presidente-. Necesitamos tiempo para estudiar las enormes implicaciones e interrogar a Steinmetz y a los suyos, antes de entregarlos a los medios de comunicación.
– Si nos demoramos más -añadió Fawcett-, alguien del cuerpo de prensa de la Casa Blanca se irá de la lengua.
– ¿Dónde están ahora los colonos de la Luna?
– Sometidos a pruebas médicas en el Centro Espacial Kennedy -respondió Fawcett-. Fueron sacados en avión de Key West junto con la tripulación de Jurgens poco después de que aterrizase el Gettysburg.
Brogan miró a Oates.
– ¿Ha dicho algo el Kremlin?
– Hasta ahora ha guardado silencio.
– Será interesante, para variar, ver cómo reaccionan cuando las víctimas son compatriotas suyos.
– Antonov es un perro viejo astuto -dijo el presidente-. Renunciará a una furiosa propaganda acusándonos de asesinar a sus cosmonautas, a cambio de mantener conversaciones secretas en las que pedirá una indemnización consistente en compartir datos científicos.
– ¿Se los dará?
– El presidente está moralmente obligado a acceder -dijo Oates.
Brogan pareció horrorizado, lo mismo que Fawcett.
– Esta no es una cuestión política -dijo Brogan con voz grave-. No hay ninguna regla que diga que hemos de revelar secretos vitales para nuestra defensa nacional.
– En esta ocasión, somos nosotros y no los rusos los malos de la película -protestó Oates-. Estamos a punto de llegar al acuerdo SALT IV para prohibir toda futura instalación de misiles nucleares. Si el presidente hiciese caso omiso de las reclamaciones de Antonov, los negociadores soviéticos harían una de sus famosas escapadas sólo horas antes de firmar el tratado.
– Puede que tenga razón -dijo Fawcett-. Pero ninguno de los relacionados con la Jersey Colony ha estado luchando durante dos decenios para entregarlo todo al Kremlin.
El presidente había seguido la discusión sin interrumpir. Ahora levantó una mano.
– Caballeros, no estoy dispuesto a vender todas las existencias. Pero hay un enorme caudal de información que podemos compartir con los rusos y con el resto del mundo en interés de la humanidad. Descubrimientos médicos y datos geológicos y astronómicos pueden ser difundidos libremente. Pero no se alarmen. No voy a comprometer nuestros programas espaciales y de defensa. Esto permanecerá firmemente en nuestras manos. ¿He hablado claro?
Se hizo un silencio en el pequeño comedor mientras el camarero traía tres humeantes platos de huevos, jamón y pastelillos calientes. Volvió a llenar las tazas de café. En cuanto volvió a la cocina, el presidente suspiró profundamente y miró la mesa delante de Brogan.
– ¿No come usted, Martin?
– Generalmente prescindo del desayuno. El almuerzo es mi comida principal.
– No sabe lo que se pierde. Estos pastelillos calientes son ligeros como plumas.
– No, gracias. Seguiré con el café.
– Mientras los demás comemos, ¿por qué no nos informa sobre la operación de Cayo Santa María?
Brogan tomó un sorbo de su taza, abrió la carpeta y resumió su contenido en unas pocas declaraciones concisas.
– Un equipo especial de combate, al mando del coronel Ramón Kleist y dirigido por el comandante Angelo Quintana, desembarcó en la isla a las dos de esta madrugada. A las cuatro y media, las instalaciones de interferencia y escucha por radio, incluida la antena, fueron destruidas, y eliminado todo el personal. La hora no pudo ser más oportuna, pues la última transmisión por radio puso sobre aviso al Gettysburg sólo minutos antes de aterrizar en suelo cubano.
– ¿Quién dio el aviso? -le interrumpió Fawcett.
Brogan miró por encima de la mesa y sonrió.
– Dijo llamarse Dirk Pitt.
– ¡Dios mío, ese hombre está en todas partes! -exclamó el presidente.
– Jessie LeBaron y dos hombres de AMSN del almirante Sandecker fueron rescatados -siguió diciendo Brogan-. Raymond LeBaron resultó muerto.
– ¿Se ha confirmado esto? -preguntó el presidente, con expresión solemne.
– Sí, señor, se ha confirmado.
– Una gran desgracia. Merecía nuestro reconocimiento por su contribución a la Jersey Colony.
– Pero la misión fue un gran éxito -dijo pausadamente Brogan-. El comandante Quintana capturó un caudal de material secreto, incluidas las últimas claves soviéticas. Llegó hace solamente una hora. Los analistas de Langley lo están estudiando ahora.
– Tengo que felicitarle -dijo el presidente- Su gente ha realizado una hazaña increíble.
– Debería reservar sus alabanzas, señor presidente, hasta que haya oído toda la historia.
– Está bien, Martin. Prosiga.
– Dirk Pitt y Jessie LeBaron… -Brogan hizo una pausa y encogió desalentado los hombros-. No volvieron a la embarcación nodriza con el comandante Quintana y sus hombres.
– ¿Murieron en la isla como Raymond LeBaron?
– No, señor. Partieron con los otros, pero cambiaron de rumbo y se dirigieron a Cuba.
– Cuba -repitió el presidente en voz baja. Miró a Oates y a Fawcett, que le miraron a su vez con incredulidad-. Dios mío, Jessie está tratando todavía de entregar nuestra respuesta a la proposición de pacto entre Cuba y los Estados Unidos.
– ¿Podrá establecer contacto con Castro? -preguntó Fawcett.
Brogan sacudió dudosamente la cabeza.
– La isla está llena de fuerzas de seguridad, policías y milicianos que registran minuciosamente las carreteras. Serán detenidos dentro de una hora, si pueden eludir las patrullas en la playa.
– Tal vez Pitt tenga suerte -murmuró esperanzado Fawcett.
– No -dijo gravemente el presidente, con semblante preocupado-. Ese hombre ha gastado ya toda la suerte que tenía.
En un pequeño despacho de la sede de la CÍA en Langley, Bob Thornburg, jefe analista de documentos, estaba sentado con los pies cruzados sobre su mesa y leía un montón de material enviado por avión desde San Salvador. Expelió una bocanada de humo azul de su pipa y tradujo los textos rusos.
Revisó rápidamente tres pliegos y tomó un cuarto. El título le intrigó. La redacción era típicamente americana. Era una acción secreta que llevaba por nombre una mezcla de bebidas. Echó una ojeada al final y, de momento, se quedó pasmado. Después dejó la pipa en un cenicero, quitó los pies de la mesa y leyó el contenido del pliego con más atención, frase por frase, y tomando notas en un bloc amarillo.
Casi dos horas más tarde, Thornburg levantó su teléfono y marcó un número interior. Le respondió una mujer, y él le preguntó por el director delegado.
– Eileen, soy Bob Thornburg. ¿Puedo hablar con Henry?
– Está comunicando por otra línea.
– Dígale que me llame lo antes posible; es urgente.
– Se lo diré.
Tornburg recogió sus notas y estaba leyendo por quinta vez el pliego cuando el timbre del teléfono le interrumpió. Suspiró y levantó el auricular.
– Bob, soy Henry. ¿Qué pasa?
– ¿Podemos vernos en seguida? Acabo de repasar parte de los datos secretos capturados en la operación de Cayo Santa María.
– ¿Algo de valor?
– Digamos una bomba.
– ¿Puedes indicarme algo?
– Se refiere a Fidel Castro.
– ¿Qué diablura se propone ahora?
– Va a morir pasado mañana.
En cuanto Pitt se despertó, miró su reloj. Eran las doce y dieciocho. Se sentía descansado, animado, incluso optimista.
Al pensar en ello, encontró que su estado de ánimo era tristemente divertido. Su futuro no era exactamente brillante. No tenía dinero cubano ni documentos de identidad. Estaba en un país comunista, sin un amigo al que contactar y sin ninguna excusa para estar en él. Y llevaba el uniforme menos adecuado. Tendría suerte si podía pasar el día sin que le matasen como espía.
Alargó una mano y sacudió delicadamente el hombro de Jessie. Después salió del túnel de desagüe, observó cautelosamente la zona y empezó a hacer gimnasia para desentumecer los músculos.
Jessie abrió los ojos y despertó despacio, lánguidamente, de un profundo y voluptuoso sueño, poniendo gradualmente su mundo en perspectiva. Desencogiéndose y estirando los brazos y las piernas como una gata, gimió débilmente al sentir el dolor, pero lo agradeció al ver que espoleaba su mente.
Primero pensó en cosas tontas (en a quién invitaría a su próxima fiesta, en que tenía que proyectar el menú con su cocinero, en que había de recordar al jardinero que podase los setos que flanqueaban los paseos), y entonces empezaron a pasar por su pantalla interior los recuerdos de su marido. Se preguntó cómo podía una mujer trabajar y vivir veinte años con un hombre y no rebelarse contra sus malos humores. Sin embargo, veía mejor que nadie a Raymond LeBaron simplemente como un ser humano, ni mejor ni peor que los demás hombres, y con una mente que podía irradiar compasión, mezquindad, brillantez o crueldad según las necesidades del momento.
Cerró los ojos con fuerza para no pensar en su muerte. Piensa en otra persona o en otra cosa, se dijo. Piensa en cómo sobrevivir durante los próximos días. Piensa en… Dirk Pitt.
Se preguntó quién era éste. ¿Qué clase de hombre? Le miró a través del túnel, mientras él doblaba y desdoblaba su cuerpo, y, por primera vez desde que le había conocido, se sintió sexualmente atraída por él. Era ridículo, se dijo, ya que tenía al menos quince años más que él. Y además, no había mostrado ningún interés por ella como mujer deseable; no se había insinuado en absoluto, ni tratado de flirtear. Decidió que Pitt era un enigma, el tipo de hombre que intrigaba a las mujeres, que las incitaba a un comportamiento licencioso, pero que nunca podría ser poseído o seducido por los ardides femeninos.
Jessie volvió a la realidad cuando Pitt se asomó al túnel y sonrió.
– ¿Cómo te sientes?
Ella desvió nerviosamente la mirada.
– Molida, pero dispuesta a afrontar el día.
– Lamento no tener preparado el desayuno -dijo él, y su voz resonó en el tubo-. El servicio deja mucho que desear en estos andurriales.
– Vendería el alma por una taza de café.
– Según un rótulo que he visto a pocos cientos de metros carretera arriba, estamos a diez kilómetros de la próxima población.