– Volveré en seguida -dijo Pitt, y desapareció en un pasillo.
El interior estaba bien iluminado y alfombrado. Pitt corrió descuidadamente, sosteniendo la pistola delante de él. El corredor tenía aire acondicionado y estaba fresco, pero el sudor brotaba de sus poros con más intensidad que nunca. Se enjugó la frente con una manga, dejando de ver por un breve instante, y a punto estuvo esto de costarle la vida.
En el momento exacto en que llegaba a un pasillo lateral, y como en una escena de una vieja película muda de Mack Sennett, chocó con dos guardias que doblaban la esquina.
Pitt pasó entre ellos, empujándoles hacia los lados; después giró en redondo y se dejó caer al suelo. El factor sorpresa le favoreció. Los guardias no habían esperado encontrar a un enemigo tan cerca del despacho del general Velikov. Pitt lo aprovechó y disparó cuatro veces antes de que los sorprendidos guardias tuviesen oportunidad de hacerlo con sus rifles. Se puso de pie de un salto, mientras estaban todavía cayendo.
Durante dos segundos, tal vez tres (le pareció una hora), contempló las figuras inertes, extrañado de no verse afectado por sus muertes, pero pasmado de que todo hubiese ocurrido tan deprisa. Mental y emocionalmente, estaba agotado; pero físicamente, se sentía razonablemente en forma. Pitt respiró profundamente hasta despejar el cerebro, y después trató de imaginar cuál era el pasillo que conducía al centro electrónico del edificio.
Los pasillos laterales tenían el suelo de hormigón; por consiguiente, siguió avanzando por el que estaba alfombrado. Había recorrido solamente quince metros cuando sus células cerebrales volvieron a funcionar como era debido, y entonces se maldijo por su torpeza al no haber pensado en apoderarse de un rifle de los guardias. Sacó el cargador de la pistola. Estaba vacío; sólo quedaba una bala en la recámara. Borró este error de la mente y siguió adelante.
Fue entonces cuando vio un resplandor delante de él y oyó voces. Aminoró el paso, se asomó a un portal y observó con la cautela de un ratón al salir de su madriguera.
A dos metros delante de él, vio la baranda de una galería que dominaba una vasta habitación llena de ordenadores y consolas, en limpias hileras y debajo de dos grandes pantallas de datos. Al menos diez técnicos e ingenieros estaban sentados allí manejando aquella serie de aparatos electrónicos, mientras otros cinco o seis conversaban animadamente entre ellos.
Los pocos guardias uniformados presentes estaban agachados en el fondo de la estancia, apuntando sus rifles contra una pesada puerta de acero. Se oyó una ráfaga de tiros en el otro lado, y Pitt supo que Quintana y sus hombres estaban a punto de irrumpir en la habitación. Ahora lamentó amargamente no haberse apoderado de las armas de los muertos. Estaba a punto de correr atrás en su busca, cuando un enorme estruendo llenó la sala, seguido de una lluvia de polvo y de cascotes, mientras la destrozada puerta saltaba de sus goznes en mellados fragmentos.
Antes de que se despejase la nube, los cubanos entraron por la abertura, disparando. Los tres primeros en irrumpir en la estancia cayeron bajo el fuego de los guardias. Entonces los rusos parecieron disolverse ante aquel ataque asesino. El estrépito dentro de la habitación de paredes de hormigón era ensordecedor, pero, aun así, Pitt podía oír los gritos de los heridos. La mayoría de los técnicos se ocultaron debajo de sus consolas. Los que se resistieron fueron despiadadamente derribados.
Pitt se deslizó por la galería, manteniendo la espalda pegada a la pared. Vio a dos hombres a unos diez metros de distancia, contemplando horrorizados la carnicería. Reconoció en uno de ellos al general Velikov y siguió acercándose, acechando a su presa. Solamente había avanzado una corta distancia cuando Velikov se separó de la barandilla de la galería y se volvió. Miró durante un instante a Pitt; después abrió mucho los ojos al reconocerle, y luego, aunque parezca increíble, sonrió. Aquel hombre parecía carecer en absoluto de nervios.
Pitt levantó la pistola y apuntó cuidadosamente.
Velikov se movió con la rapidez de un gato, tirando del otro hombre y colocándolo delante de él una fracción de segundo antes de que el percutor cayese sobre el cartucho.
La bala alcanzó a Lyev Maisky en el pecho. El jefe delegado de la KGB se quedó rígido y permaneció en pie como petrificado de asombro, antes de tambalearse hacia atrás y caer sobre la barandilla al piso inferior.
Pitt, inconscientemente, apretó de nuevo el gatillo; pero la pistola estaba vacía. En un fútil arrebato, la lanzó contra Velikov, el cual la desvió fácilmente con un brazo.
Velikov asintió con la cabeza, con más curiosidad que miedo.
– Es usted un hombre sorprendente, señor Pitt.
Antes de que éste pudiese replicar o dar un paso, el general saltó de lado, cruzó una puerta abierta y la cerró de golpe. Pitt se arrojó contra la puerta. Pero demasiado tarde. Se cerraba por dentro y Velikov había corrido ya el pestillo. No podría abrirla de una patada. El grueso pestillo estaba firmemente introducido en el marco metálico. Pitt levantó el puño para golpear la puerta, pero lo pensó mejor, giró en redondo y bajó corriendo la escalera que conducía a la planta inferior.
Cruzó la habitación en medio de toda aquella confusión, saltando sobre los cuerpos hasta que llegó junto a Quintana, que estaba vaciando el cargador de su AK-74 contra un banco de ordenadores.
– ¡Olvide esto! -le gritó Pitt al oído. Señaló la consola de la radio-. Si sus hombres no han destruido la antena, trataré de establecer contacto con la lanzadera.
Quintana bajó su rifle y le miró.
– Los controles están en ruso. ¿Sabrá manejarlos?
– Se lo diré cuando lo haya probado -dijo Pitt.
Se sentó a la consola de la radio y estudió rápidamente el confuso mar de luces y botones marcados con caracteres cirílicos.
Quintana se inclinó sobre el hombro de Pitt.
– No encontrará a tiempo la frecuencia adecuada.
– ¿Es usted católico?
– Sí, ¿por qué?
– Entonces invoque al santo patrón de las almas perdidas y rece para que esta cosa esté todavía en la frecuencia de la lanzadera.
Pitt colocó el pequeño auricular sobre un oído y empezó a apretar botones hasta recibir un tono. Entonces ajustó el micrófono y apretó lo que presumió y esperó fervientemente que fuese el botón de transmisión.
– Gettusburg, ¿me oye? Cambio.
Entonces apretó lo que estaba seguro de que era el botón de recepción. Nada.
Probó un segundo y un tercer botón.
– Gettysburg, ¿me oye? Cambio.
Pulsó un cuarto botón.
– Gettysburg. Gettysburg, conteste por favor -suplicó-. ¿Me oye? Cambio.
Silencio, y entonces:
– Aquí Gettysburg. ¿Quién diablos es usted? Cambio.
La súbita respuesta, tan clara y distinta, sorprendió a Pitt, que tardó casi tres segundos en responder.
– Esto no importa, pero soy Dirk Pitt. Por el amor de Dios, Gettisburg, desvíe el rumbo. Repito: desvíe el rumbo. Se está dirigiendo a Cuba.
– ¡Vaya una novedad! -dijo Jurgens-. Sólo puedo mantener este pájaro en el aire unos minutos más y hacer un aterrizaje forzoso en la pista más próxima. No tenemos alternativa.
Pitt no respondió inmediatamente. Cerró los ojos y trató de pensar. De pronto se hizo una luz en su mente.
– Gettysburg, ¿pueden llegar a Miami?
– No. Cambio.
– Pruebe la Estación Aeronaval de Key West. Está en la punta de los Keys.
– Tomamos nota. Nuestros ordenadores muestran que está a ciento diez millas al norte y ligeramente al este de nosotros. Muy dudoso. Cambio.
– Mejor que caiga al agua que en manos de los rusos.
– Esto es fácil de decir. Llevamos más de doce personas a bordo. Cambio.
Pitt discutió un momento con su conciencia, preguntándose si debía o no representar el papel de Dios. Después dijo en tono apremiante:
– Gesttysburg, ¡adelante! Diríjase a los Keys.
Él no podía saberlo. Pero Jurgens estaba a punto de tomar la misma decisión.
– ¿Por qué no? Sólo podemos perder una nave de mil millones de dólares y nuestras vidas. Mantenga los dedos cruzados.
– Cuando yo cierre, podrá restablecer la comunicación con Houston -dijo Pitt-. Suerte, Gettysburg. Que lleguen sanos y salvos a casa. Cierro.
Pitt permaneció sentado allí, agotado. Reinaba un extraño silencio en la arruinada habitación, un silencio solamente intensificado por los graves gemidos de los heridos. Miró a Quintana y sonrió débilmente. Su papel en la función había terminado, pensó vagamente: lo único que le quedaba por hacer era reunir a sus amigos y volver a casa.
Pero entonces se acordó de La Dorada.
El Gettysburg ofrecía un buen blanco mientras se deslizaba en silencio a través de la noche. No había ningún resplandor de los tubos de escape de los motores parados, pero estaba iluminado desde la proa hasta la cola por las brillantes luces de navegación. Estaba solamente a quinientos metros por delante y ligeramente por debajo del avión de caza de Hollyman. Éste sabía ahora que nada podía salvar a la lanzadera y a los hombres que iban dentro. Su terrible final se produciría dentro de sólo unos segundos.
Hollyman realizó los movimientos mecánicos previos al ataque. Las señales visuales en el panel de delante y en el parabrisas mostraban la velocidad necesaria y los datos de navegación, junto con las indicaciones referentes a los sistemas de lanzamiento de misiles. Un ordenador digital apuntaba automáticamente a la lanzadera espacial, y él poco tenía que hacer, salvo apretar un botón.
– Control de Colorado, tengo la posición del blanco.
– Bien, Fox Uno. Cuatro minutos para el aterrizaje. Empiece su ataque.
Hollyman estaba atormentado por la indecisión. Sintió una oleada de náuseas que le privó temporalmente de todo movimiento. Su mente estaba atribulada por la plena conciencia del acto terrible que estaba a punto de cometer. Había alimentado la inútil esperanza de que todo aquello fuera un espantoso error y de que el Gettysburg, como un reo a punto de ser ejecutado en una vieja película, sería salvado en el último minuto por el indulto del presidente.
La brillante carrera de Hollyman en las Fuerzas Aéreas estaba acabada. A pesar del hecho de que cumplía órdenes, sería siempre señalado como el hombre que había destruido el Gettysburg y sus pasajeros en el aire. Y experimentaba un miedo y una cólera como jamás había sentido.