Cuando Pitt propuso emplearlos para cruzar la red cubana de radar, Kleist se apresuró a negociar un pedido especial con la fábrica y dispuso que fuesen enviados por un transporte de la Fuerza Aérea a San Salvador en quince horas.
El aire de la mañana temprana era cálido y descargó un ligero chaparrón. Cada hombre montó en su Dasher y fue empujado sobre la mojada cubierta hasta el mar. Se habían montado unas luces azules veladas en las popas, de manera que cada hombre pudiese seguir al que iba delante.
Pitt esperó unos momentos y miró en la oscuridad hacia Cayo Santa María, esperando ansiosamente no llegar demasiado tarde para salvar a sus amigos. Una gaviota madrugadora pasó chillando sobre su cabeza, invisible en el turbio cielo.
Quintana le agarró de un brazo.
– Ahora le toca a usted. -Hizo una pausa y miró a través de la penumbra-. ¿Qué diablos es eso?
Pitt levantó un palo en una mano.
– Un bate de béisbol.
– ¿Para qué lo necesita? Le dieron un AK-74.
– Es un regalo para un amigo.
Quintana sacudió asombrado la cabeza.
– Partamos. Usted irá delante. Yo iré en retaguardia por si alguien se despista.
Pitt asintió con la cabeza, subió a su Dasher y ajustó un pequeño receptor a uno de sus oídos. Un momento antes de que la tripulación le empujase sobre el lado del TSE, el coronel Kleist se inclinó y le estrechó la mano.
– Condúzcales hasta el objetivo -dijo gravemente.
Pitt le dirigió una ligera sonrisa.
– Es lo que pretendo hacer.
Entonces su Dasher entró en el agua. Él ajustó la palanca a media velocidad y se apartó del submarino. Era inútil que se volviese a comprobar si los otros le seguían. No habría podido verles. La única luz era la de las estrellas, y éstas eran demasiado opacas para resplandecer en el agua.
Aumentó la velocidad y estudió el disco fluorescente de la brújula sujeta a una de sus muñecas. Mantuvo el rumbo hacia el este hasta que oyó la voz de Kleist en su auricular:
– Tuerza a 270 grados.
Pitt hizo la corrección y mantuvo el rumbo durante diez millas, a una velocidad de unos pocos nudos por debajo de la máxima, para permitir que los hombres que iban detrás se acercasen si se desviaban. Estaba seguro de que los delicados sensores subacuáticos captarían el acercamiento de! comando, pero confiaba en que los rusos harían caso omiso de las señales en sus instrumentos, atribuyéndolas a una bandada de peces.
Muy lejos, hacia el sur en dirección a Cuba, tal vez a más de cuatro millas de distancia, el faro de una lancha patrullera brilló y barrió el agua como una guadaña, cortando la noche, buscando embarcaciones ilegales. El lejano resplandor les iluminó, pero eran demasiado pequeños y estaban tan cerca del agua que no podían ser vistos a aquella distancia.
Pitt recibió una nueva orden de Kleist y alteró el curso hacia el norte. La noche era oscura como boca de lobo, y sólo podía esperar que los otros treinta hombres se mantuviesen cerca de su popa. Las proas gemelas del Dasher tropezaron con una serie de olas más altas, que le arrojaron espuma a la cara, y sintió el fuerte sabor salino del mar.
La ligera turbulencia producida por el paso del Dasher por el agua hizo que centelleasen brevemente unas motas fosforescentes, como un ejército de luciérnagas, antes de extinguirse en la estela. Pitt empezó al fin a tranquilizarse un poco cuando volvió a oír la voz de Kleist:
– Está a unos doscientos metros de la costa.
Pitt redujo la marcha de su pequeña embarcación y siguió avanzando cautelosamente. Después se detuvo y se dejó llevar por la corriente. Esperó, aguzando la mirada en la oscuridad y escuchando con los nervios en tensión. Transcurrieron cinco minutos y vio vagamente el perfil de Cayo Santa María ante él, negro y ominoso. Casi no había rompientes en aquel lado de la isla y el suave susurro del agua sobre la playa era el único sonido que podía oír.
Apretó suavemente el pedal y avanzó muy despacio, dispuesto a dar media vuelta y tornar a toda velocidad a alta mar si eran descubiertos. Segundos más tarde, el Dasher chocó sin ruido contra la arena. Inmediatamente, Pitt saltó y arrastró la ligera embarcación sobre la playa hasta unos matorrales, debajo de una hilera de palmeras. Entonces esperó hasta que Quintana y sus hombres surgieron como fantasmas y se agruparon silenciosamente a su alrededor en un apretado nudo, indistintos en la oscuridad y satisfechos todos de pisar de nuevo tierra firme.
Por precaución, Quintana invirtió un tiempo precioso en contar a sus hombres y examinar brevemente su equipo. Cuando quedó satisfecho, se volvió a Pitt y dijo:
– Usted primero, amigo.
Pitt examinó la brújula y echó a andar hacia el interior de la isla, torciendo ligeramente hacia la izquierda. Sostenía el bate de béisbol delante de él, como el bastón de un ciego. A menos de ochenta metros del lugar donde se habían reunido, el extremo del bate tropezó con la cerca electrificada. Se detuvo bruscamente y el hombre que le seguía chocó contra él.
– ¡Tranquilo! -susurró Pitt-. Haga correr la voz. Estamos en la alambrada.
Dos hombres provistos de palas se adelantaron y atacaron la blanda arena. En un santiamén habían excavado un hoyo lo bastante grande para que pudiese pasar por él un borrico.
Pitt fue el primero en arrastrarse por allí. Durante un momento, no supo la dirección que debía tomar. Vaciló, husmeando el aire. Después, de pronto, supo exactamente dónde estaba.
– No hemos tenido suerte -murmuró a Quintana-. El edificio está solamente a pocos cientos de metros a nuestra izquierda. La antena está por lo menos a un kilómetro en dirección contraria.
– ¿Cómo lo sabe?
– Emplee el olfato. Podrá oler los vapores de escape de los motores Diesel que activan los generadores.
Quintana inhaló profundamente.
– Tienen razón. La brisa trae el olor desde el noroeste.
– ¡Y quieren una solución rápida! Sus hombres tardarán más de media hora en llegar a la antena y colocar las cargas.
– Entonces atacaremos el recinto.
– Será mejor hacer ambas cosas. Envíe a sus mejores corredores a volar la antena y el resto de nosotros trataremos de alcanzar el centro de electrónica.
Quintana tardó menos de un segundo en decidirse. Pasó entre las filas y eligió rápidamente cinco hombres. Volvió con un personaje menudo, cuya cabeza llegaba apenas a los hombros de Pitt.
– Éste es el sargento López. Necesitará instrucciones para llegar a la antena.
Pitt se quitó la brújula de la muñeca y la tendió al sargento. López no hablaba inglés y Quintana tuvo que actuar de intérprete. El pequeño sargento era un buen entendedor. Repitió las instrucciones de Pitt perfectamente, en español. Después López sonrió ampliamente, dio una breve orden a sus hombres y desapareció en la noche.
Pitt y el resto de las fuerzas de Quintana avanzaron a paso ligero. El tiempo empezó a deteriorarse. Las nubes cubrieron las estrellas, y las gotas de lluvia que caían sobre las hojas de las palmeras producían un extraño tamborileo. Los hombres serpenteaban entre los árboles graciosamente encorvados por la furia de los huracanados vientos. Cada pocos metros, alguien tropezaba y caía, pero era ayudado a levantarse por los otros. Pronto se hizo más pesada su respiración y el sudor resbaló por sus cuerpos y empapó sus trajes de campaña. Pitt marcaba un paso rápido, impulsado por la desesperada ilusión de encontrar todavía con vida a Jessie, Giordino y Gunn. Su mente se mantenía al margen de las incomodidades y del creciente agotamiento, al imaginar los tormentos que Foss Gly les habría sin duda infligido. Sus tristes pensamientos se interrumpieron cuando salió de la maleza a la carretera.
Torció a la izquierda en dirección al recinto, sin pretender avanzar a hurtadillas u ocultarse, empleando la lisa superficie para ganar tiempo. La sensación de la tierra bajo sus pies le parecía ahora más familiar. Aflojó el paso y llamó en voz baja a Quintana. Cuando sintió una mano sobre uno de sus hombros, señaló hacia una débil luz apenas visible entre los árboles.
– La casa del guarda junto a la verja.
Quintana dio una palmada en la espalda de Pitt, para decirle que había comprendido, y dio instrucciones en español al hombre que le seguía en la fila. Éste se alejó en dirección a la luz.
Pitt no tuvo que preguntar nada. Sabía que a los guardias de seguridad que vigilaban la verja sólo les quedaban dos minutos de vida.
Se deslizó junto al muro y se metió en el canal de desagüe, sintiéndose enormemente aliviado al descubrir que los barrotes estaban todavía doblados, tal como él los había dejado. Los otros gatearon también por allí y continuaron hasta el respiradero de encima del garaje. Se presumía que Pitt no debía ir más lejos. Las severas órdenes de Kleist habían sido que guiase a las fuerzas del comandante Quintana hasta el respiradero y no siguiese adelante. Tenía que apartarse de los otros, volver solo a la playa donde habían desembarcado y esperar a que los demás se batiesen en retirada.
Kleist hubiese debido sospechar que, al no discutir Pitt la orden, significaba que no estaba dispuesto a cumplirla; pero el coronel tenía demasiados problemas en su mente para mostrarse receloso. Y el bueno de Pitt, con absoluta naturalidad, había sido modelo de cooperación cuando había trazado un diagrama de la entrada en el edificio.
Antes de que Quintana pudiese alargar una mano para detenerle, Pitt se dejó caer por el respiradero a la vigueta que estaba encima de los vehículos aparcados y desapareció como una sombra por la salida que conducía a las celdas inferiores.
Dave Jurgens, comandante de vuelo del Gettysburg, estaba ligeramente perplejo. Compartía el entusiasmo de todos los de la estación espacial ante la inesperada llegada de Steinmetz y sus hombres de la Luna. Y no encontraba nada extraño en la súbita orden de llevar a los colonos a la Tierra en cuanto pudiese ser cargado el material científico en el compartimiento correspondiente de la lanzadera.
Lo que le preocupaba era la brusca orden de Control de Houston de que aterrizase de noche en Cabo Cañaveral. Su petición de esperar unas pocas horas hasta que saliese el sol fue respondida con una fría negativa. No le dieron ninguna explicación de los motivos que habían tenido las autoridades de la NASA para cambiar súbitamente, y por primera vez en casi treinta años, su estricta norma de hacer los aterrizajes de día.
Miró a su copiloto, Cari Burkhart, con veinte años de experiencia en el programa espacial.