– Disculpe, señor presidente, pero está usted hablando con un hombre que perdió a su padre en un pequeño banco de arena llamado Wake Island. Lo someteré a votación, pero ya sé cuál será el resultado. Mis compañeros tampoco se rajarán y echarán a correr. Nos quedaremos y lucharemos.
El presidente se sintió orgulloso y derrotado al mismo tiempo.
– ¿Qué armas tienen ustedes? -preguntó con voz cansada.
– Nuestro arsenal se compone de un lanzador de cohetes usado y al que sólo le queda un proyectil, un fusil M-14 National Match, y una pistola de tiro al blanco del calibre veintidós. Los trajimos para una serie de experimentos sobre la gravedad.
– Están en una enorme inferioridad de condiciones, Eli -dijo apesadumbrado el presidente-. ¿No se da cuenta?
– No, señor. Me niego a abandonar, fundándome en un detalle técnico.
– ¿Qué detalle técnico?
– Los rusos son los visitantes.
– ¿Y bien?
– Esto hace que nosotros seamos el equipo de casa -dijo humorísticamente Steinmetz-. Y jugar en casa tiene siempre sus ventajas.
– ¡Han alunizado! -exclamó Sérgei Kornilov, golpeando con un puño la palma de la otra mano-. ¡Selenos 8 está en la Luna!
Debajo de la sala de observación de los altos personajes, en la planta baja del Centro de Control soviético, los ingenieros y los científicos espaciales estallaron en furiosos aplausos y aclamaciones.
El presidente Antonov levantó una copa de champaña.
– Por la gloria de la Unión Soviética y del Partido.
El brindis fue repetido por las autoridades del Kremlin y por los militares de alta graduación que llenaban la sala.
– Por nuestro primer trampolín en la conquista de Marte -brindó el general Yasenin.
– ¡Bravo, bravo! -respondió un coro de voces-. ¡A Marte!
Antonov dejó su copa vacía en una bandeja y se volvió a Yasenin, serio de pronto eí semblante.
– ¿Cuánto tiempo tardará el comandante Leuchenko en establecer contacto con la base lunar? -preguntó.
– Calculando el tiempo para asegurar los sistemas de la nave espacial, hacer un reconocimiento del terreno y colocar a sus hombres para el ataque, yo diría que cuatro horas.
– ¿A qué distancia está el lugar de alunizaje?
– Se programó que Selenos 8 se posara detrás de una hilera de montes bajos a menos de tres kilómetros del sitio donde Selenos 4 detectó a los astronautas -respondió el general.
– Parece muy cerca -dijo Antonov-. Si los americanos siguieron nuestro descenso, Leuchenko habrá perdido toda oportunidad de un ataque por sorpresa.
– Es casi seguro que se han dado cuenta de lo que nos proponemos.
– ¿Y no le preocupa?
– La experiencia de Leuchenko y la superioridad en armamento juegan a nuestro favor, camarada presidente. -La cara de Yasenin tenía la expresión del mánager de boxeo que acaba de enviar al ring a su pugilista para luchar contra un manco.
– Los americanos se encuentran en una situación en que vencer es imposible.
El comandante Grigory Leuchenko estaba tendido sobre el polvo fino y gris de la superficie de la Luna, contemplando el desierto desolado que se extendía bajo un cielo negro como el carbón. Le pareció que el silencioso y misterioso paisaje era parecido al árido desierto de la cuenca de Seistan, en Afganistán. La llanura pedregosa y las onduladas colinas eran poco definidas. Le recordaban un vasto mar de yeso blanco y, sin embargo, le parecía extrañamente familiar.
Dominó las ganas de vomitar. Él y todos sus hombres sufrían náuseas. No habían tenido tiempo de entrenarse para el medio ambiente ingrávido durante el viaje desde la Tierra, ni semanas o meses para adaptarse, como los habían tenido los cosmonautas de las misiones Soyuz. Sólo habían recibido unas pocas horas de instrucción sobre la manera de hacer funcionar los sistemas vitales de sus trajes lunares, una breve conferencia sobre las condiciones que era de esperar que encontrarían en la Luna, y una explicación sobre la situación de la colonia americana.
Sintió, a través del traje lunar, que una mano apretaba su hombro. Habló por el transmisor interno de su casco, sin volverse.
– ¿Qué ha descubierto?
El teniente Dmitri Petrov señaló un valle plano que discurría entre las inclinadas paredes de dos cráteres a unos mil metros a la izquierda.
– Huellas de vehículos y pisadas, convergiendo hacia aquella sombra debajo del borde del cráter de la izquierda. Distinguí tres o tal vez cuatro pequeños edificios.
– Invernaderos presurizados -dijo Leuchenko. Colocó unos gemelos en forma de caja sobre un pequeño trípode y ajustó el ancho visor a la parte delantera de su casco-. Parece como si saliese vapor de la falda del cráter. -Hizo una pausa para enfocar mejor las lentes-. Sí, ahora puedo verlo claramente. Hay una entrada en la roca, probablemente hermética y con acceso a la instalación interior. No hay señales de vida. El perímetro exterior parece desierto.
– Podrían estar ocultos para tendernos una emboscada -dijo Petrov.
– Ocultos, ¿dónde? -preguntó Leuchenko, resiguiendo el abierto panorama-. Las rocas desparramadas son demasiado pequeñas para que un hombre se esconda detrás de ellas. No hay grietas en el suelo, ni indicios de obras de defensa. Un astronauta en un voluminoso traje lunar blanco se destacaría como un muñeco de nieve en un campo de ceniza. No, deben de haberse hecho fuertes dentro de la cueva.
– Una imprudente posición defensiva. Mejor para nosotros.
– Pero tienen un lanzador de cohetes.
– Esto es poco eficaz contra hombres desplegados en una formación holgada.
– Cierto, pero nosotros no tenemos dónde resguardarnos y no podemos estar seguros de que no tienen otras armas.
– Un fuego concentrado contra la entrada de la cueva podría obligarles a salir -sugirió Petrov.
– Tenemos orden de no causar daños innecesarios a la instalación -dijo Leuchenko-. Tenemos que entrar…
– ¡Algo se está moviendo allí! -gritó Petrov.
Leuchenko miró a través de los gemelos. Un vehículo descubierto y de extraño aspecto había aparecido desde detrás de uno de los invernaderos y avanzaba en su dirección. Una bandera blanca, sujeta a una antena, pendía flaccida en la atmósfera sin aire. Siguió observando hasta que el vehículo se detuvo a cincuenta metros de distancia y una figura se apeó de él.
– Interesante -dijo reflexivamente Leuchenko-. Los americanos quieren parlamentar.
– Puede ser un truco. Un ardid para estudiar nuestra fuerza.
– No lo creo. No establecerían contacto bajo una bandera de tregua si actuasen desde una posición de fuerza. Su servicio secreto y sus sistemas de seguimiento desde la Tierra les habrán avisado de nuestra llegada, y deben darse cuenta de que su armamento es muy inferior al nuestro. Los americanos son capitalistas. Lo consideran todo desde el punto de vista práctico. Si no pueden combatir, intentarán hacer un trato.
– ¿Vas a ir a su encuentro? -preguntó Petrov
– Nada se pierde con hablar. Parece que no va armado. Tal vez pueda convencerles de que me entreguen la colonia intacta a cambio de respetarles la vida.
– Tenemos orden de no hacer prisioneros.
– No lo he olvidado -dijo bruscamente Leuchenko-. Cruzaremos aquel puente cuando hayamos logrado nuestro objetivo. Diga a los hombres que apunten al americano. Si levanto la mano izquierda, déles la orden de disparar.
Entregó su arma automática a Petrov y se puso rápidamente en pie. Su traje lunar y su mochila vital, que contenía un depósito de oxígeno y otro de agua para la refrigeración, añadían noventa kilos al peso de Leuchenko, haciendo un total de casi ciento ochenta kilos terrestres. Pero su peso lunar era solamente de treinta kilos.
Avanzó hacia el vehículo lunar con esa andadura saltarina que se produce cuando uno se mueve bajo la ligera tracción de la fuerza de gravedad de la Luna. Se acercó rápidamente al vehículo y se detuvo a cinco metros de distancia.
El colono lunar americano estaba tranquilamente apoyado en una rueda delantera. Entonces se irguió, hincó una rodilla en el suelo y escribió un número en el polvo de color de plomo.
Leuchenko comprendió y puso su receptor de radio a la frecuencia indicada. Después asintió con la cabeza.
– ¿Me oye? -preguntó el americano en ruso, pero con pésimo acento.
– Hablo inglés -respondió Leuchenko.
– Bien. Esto evitará cualquier error de interpretación. Me llamo Eli Steinmetz.
– ¿Es el jefe de la base lunar de los Estados Unidos?
– Yo dirijo el proyecto, sí.
– Comandante Grigory Leuchenko, de la Unión Soviética.
Steinmetz se acercó más y se estrecharon rígidamente la mano.
– Parece que tenemos un problema, comandante.
– Un problema que ninguno de los dos puede evitar.
– Ustedes podrían dar media vuelta y volver a su nave en órbita -dijo Steinmetz.
– Tengo órdenes -declaró Leuchenko con firmeza.
– Tiene que atacar y capturar mi colonia.
– Sí.
– ¿No hay manera de evitar el derramamiento de sangre?
– Podrían rendirse.
– Muy gracioso -dijo Steinmetz-. Yo iba a proponerle lo mismo.
Leuchenko estaba seguro de que Steinmetz se tiraba un farol, pero la cara que había detrás de la ventanilla de observación teñida de amarillo del casco permanecía invisible. Lo único que Leuchenko podía ver era su propio reflejo.
– Debe darse cuenta de nuestra superioridad numérica.
– En un combate normal, tendrían ustedes las de ganar -convino Steinmetz-. Pero solamente pueden permanecer fuera de su nave nodriza unas pocas horas antes de que tengan que volver a ella y rellenar sus depósitos de oxígeno. Calculo que ya habrán gastado dos.
– Nos queda lo suficiente para realizar nuestro trabajo -dijo confiadamente Leuchenko.
– Debo hacerle una advertencia, comandante. Nosotros tenemos un arma secreta. Usted y sus hombres morirán.
– Un farol bastante burdo, señor Steinmetz. Yo habría esperado algo mejor de un científico americano.
Steinmetz le corrigió:
– Ingeniero; no es lo mismo.
– No me importa lo que sea -dijo Leuchenko, con evidente impaciencia.
Como soldado, no se hallaba en su elemento en negociaciones verbales. Estaba ansioso de entrar en acción.
– Es insensato continuar esta conversación. Lo prudente, por su parte, sería que hiciese salir a sus hombres y nos entregase la instalación. Yo respondo de su seguridad hasta que puedan ser enviados a la Tierra.