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General Mark Fisher… Colorado Springs.

Clyde Booth…Albuquerque.

Irwin Mitchell…Houston.

Steve Busche…California.

Dean Beagle (?)…Filadelfia. (Identidad y paradero no demostrados).

Daniel Klein (?)…Washington, D.C. (ídem).

Leonard Hudson…Maryland. (Paradero no demostrado).

Gunnar Eriksen…Maryland. (ídem).

Sólo faltaban sesenta y seis horas para que terminase el plazo. Había tenido informado de sus proyectos ai presidente y le había advertido que el tiempo sería muy justo para sus investigaciones. El presidente estaba reuniendo ya un equipo de confianza para aprehender a los miembros del «círculo privado» y transportarlos a un lugar que todavía no había especificado. El as de triunfo de Hagen era la proximidad de los tres últimos nombres de la lista. Apostaba a que no andarían lejos el uno de los otros.

Hagen varió su rutina y no perdió tiempo en alquilar un coche cuando su avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Filadelfia. Su piloto había encargado un Lincoln, que estaba esperando cuando Hagen bajó la escalerilla. Durante el viaje de cuarenta kilómetros junto al río Schuylkill hasta Valley Forge State Park, trabajó en su informe al presidente y formuló un plan para acelerar el descubrimiento de Hudson y Eriksen, cuyo número de teléfono común resultó ser de una línea desconectada en una casa vacía cerca de Washington.

Cerró la cartera cuando el coche cruzó el parque donde había acampado el ejército de George Washington durante el invierno de 1777-1778. Muchos de los árboles conservaban aún sus hojas doradas y las onduladas colinas tenían todavía que volverse pardas. El conductor entró en una carretera que serpenteaba en un monte que dominaba el parque. La ruta estaba flanqueada a ambos lados por viejos muros de piedra.

La histórica Horse and Artillery Inn había sido contruida en 1790 como parada de diligencias y venta para los viajeros coloniales, y estaba rodeada de prados de césped y de árboles que daban sombra. Era un pintoresco edificio de tres plantas, con un majestuoso porche y postigos pintados de azul. La posada era un ejemplo auténtico de la primitiva arquitectura rural a base de piedra caliza y tenía una placa que la acreditaba como inscrita en el Registro Nacional de Edificios Históricos.

Hagen se apeó del automóvil, subió los peldaños del porche amueblado con anticuadas mecedoras y entró en un vestíbulo lleno de muebles antiguos apiñados alrededor de una acogedora chimenea donde chisporroteaba un leño. En el comedor, fue conducido a una mesa por una muchacha que vestía un traje colonial.

– ¿Está Dean? -preguntó como al azar.

– Sí, señor -respondió vivamente la doncella-. El senador está en la cocina. ¿Desea usted verle?

– Si pudiese dedicarme unos minutos, le quedaría muy agradecido.

– ¿Quiere entretanto ver la carta?

Hagen examinó la carta y vio que la lista de antiguos platos americanos era muy tentadora. Pero en realidad, su mente estaba lejos de la comida. ¿Era posible, pensó, que Dean Beagle fuese el senador Dean Porter, que había presidido antaño el poderoso Comité de Relaciones Extranjeras y había perdido por poco en las elecciones primarias presidenciales ante George McGovern? Miembro del Senado durante casi tres décadas, Porter había dejado una marca indeleble en la política americana antes de retirarse hacía ahora dos años.

Un hombre calvo, de setenta y siete o setenta y ocho años, cruzó la puerta de batiente de la cocina, enjugándose las manos con el borde de un delantal. Un personaje sencillo, con cara de abuelo. Se detuvo junto a la mesa de Hagen y le miró inexpresivamente.

– ¿Deseaba verme? -preguntó.

Hagen se puso en pie.

– ¿Senador Porter?

– Sí.

– Me llamo Ira Hagen. Yo también exploto restaurantes especializados en platos americanos, pero no tan buenos como los suyos.

– Leo me dijo que tal vez llamaría usted a mi puerta -dijo sin rodeos Porter.

– Siéntese, por favor.

– ¿Se quedará a comer, señor Hagen?

– Pensaba hacerlo.

– Entonces permítame que le ofrezca una botella de vino del país a cuenta de la casa.

– Muchas gracias.

Porter llamó a la camarera y le dio la orden. Después se volvió de nuevo a Hagen y le miró fijamente a los ojos.

– ¿A cuántos de nosotros ha seguido la pista?

– Usted es el sexto -respondió Hagen.

– Ha hecho bien en no ir a Houston. Leo había dispuesto un comité de recepción que le estaba esperando.

– ¿Ha sido usted miembro del «círculo privado» desde el principio, senador?

– Ingresé en 1964 y contribuí a montar la financiación secreta.

– Le felicito por su excelente labor.

– Supongo que trabaja usted para el presidente.

– Correcto.

– ¿Qué quiere hacer él con nosotros?

– En definitiva, rendirles los honores que se merecen. Pero su preocupación principal es impedir que su gente en la Luna desencadene una guerra.

Porter calló cuando la camarera trajo una botella de vino blanco frío. La descorchó hábilmente y vertió vino en su vaso. Tomó un buen sorbo, lo paladeó y asintió con la cabeza.

– Muy bueno.

Después llenó el vaso de Hagen.

– Hace quince años, señor Hagen, nuestro Gobierno cometió un estúpido error y convirtió nuestra tecnología espacial en un juego de niños que fue anunciado como un «apretón de manos en el espacio». Si lo recuerda, fue una aventura conjunta a la que se dio gran publicidad entre programas espaciales americanos y rusos, en la que nuestros astronautas del Apolo se encontrarían y reunirían con los cosmonautas del Soyuz en órbita. Yo fui contrario a ello desde el principio, pero el acontecimiento se produjo durante los años de distensión y mi voz fue solamente un clamor en el desierto. Entonces no confiaba en los rusos, y tampoco me fío ahora de ellos. Todo su programa espacial estaba montado sobre la propaganda política y conseguía pocos logros técnicos. Nosotros expusimos a los rusos la tecnología americana, que estaba veinte años más adelantada que la suya. Después de todo este tiempo, los cacharros espaciales soviéticos siguen siendo una porquería en relación con todo lo que nosotros hemos creado. Entonces malgastamos cuatrocientos millones de dólares en una revelación científica. El hecho de que besáramos el culo a los rusos mientras ellos zurraban el nuestro sólo confirma el dicho de Barnum, de que «cada minuto nace un tonto». Decidí no permitir que aquello ocurriese de nuevo. Por esto no permaneceré inmóvil, ni dejaré que los rusos nos roben los frutos de la Jersey Colony. Si ellos fuesen técnicamente superiores a nosotros, estoy seguro de que nos cerrarían el camino de la Luna.

– Entonces, está usted de acuerdo con Leo en que los primeros rusos que pongan el pie en la Luna deben ser eliminados.

– Harán todo lo que esté en su poder para apoderarse, como lluvia caída del cielo, de todos nuestros avances científicos en la base lunar. Enfréntese con la realidad, señor Hagen. No habrá visto a ningún agente secreto nuestro que robe alta tecnología rusa y la traiga de contrabando a Occidente. Los soviéticos tienen que valerse de nuestros progresos, porque son demasiado estúpidos y miopes para su propia tecnología.

– No tiene en muy alta estima a los rusos -dijo Hagen.

– Cuando el Kremlin decida construir un mundo mejor, en vez de dividirlo y dominarlo, puede que yo cambie de idea.

– ¿Me ayudará a encontrar a Leo?

– No -dijo simplemente el senador.

– Lo menos que puede hacer el «círculo privado» es escuchar los argumentos del presidente.

– ¿Es para esto para lo que le ha enviado?

– Esperaba que pudiese encontrarlos a todos ustedes mientras estemos aún a tiempo.

– ¿A tiempo de qué?

– Antes de cuatro días, los primeros cosmonautas soviéticos alunizarán. Si su gente de la Jersey Colony los mata, su Gobierno puede sentirse autorizado para derribar un satélite americano o el laboratorio espacial.

El senador miró a Hagen, y sus ojos eran fríos como el hielo.

– Una conjetura muy interesante. Sospecho que tendremos que esperar a ver lo que pasa, ¿no?

33

Pitt empleó la hebilla de la cinta de su reloj como destornillador para sacar los tornillos que sujetaban los goznes del armario. Entonces deslizó la parte plana de una charnela entre el pestillo y el marco de la puerta. Se ajustaba casi perfectamente. Ahora, lo único que tenía que hacer era esperar que viniese el guardia a traerle la cena.

Bostezó y se tendió en la cama, pensando en Raymond LeBaron. La imagen que tenía del famoso magnate del negocio editorial se había deteriorado mucho. LeBaron no daba la medida de su reputación. Tenía el aspecto de un hombre asustado. Ni una sola vez citó a Jessie, a Al o a Rudi. Seguramente le habrían dado algún mensaje de ánimo. Había algo muy turbio en las acciones de LeBaron.

Se sentó en la cama al oír que se abría la puerta. El guardia entró, sosteniendo una bandeja en una mano. La tendió a Pitt, que la puso sobre su regazo.

– ¿Qué exquisitez me ha traído esta tarde? -preguntó alegremente Pitt.

El guardián torció desagradablemente los labios y se encogió de hombros con indiferencia. Pitt no podía censurarle por ello. La bandeja contenía un panecillo amazacotado e insípido y un tazón de estofado de pollo que no podía oler peor.

Pitt tenía hambre, pero, sobre todo, necesitaba comer para conservar las fuerzas. Engulló a duras penas aquella bazofia, consiguiendo de alguna manera no vomitar. Por último, devolvió la bandeja al guardián, el cual la tomó en silencio, salió al corredor y tiró de la puerta.

Pitt saltó de la cama, se puso de rodillas y deslizó una de las charnelas del armario entre el pestillo y la jamba de la puerta, impidiendo que aquél acabase de cerrarse. Casi simultáneamente, apretó el hombro contra la puerta y la golpeó por el segundo gozne para imitar el chasquido del pestillo.

En cuanto oyó que las pisadas del guardián se extinguían en el pasillo, abrió ligeramente la puerta, arrancó un trozo de esparadrapo del vendaje que cubría un corte en el brazo, y lo pegó al tirador del pestillo para mantener la puerta abierta.

Quitándose las sandalias y guardándolas debajo del cinto, entornó la puerta, fijó un cabello en la rendija y, sin hacer ruido, se deslizó por el corredor desierto, apretando el cuerpo contra la pared. No vio señales de guardias ni de aparatos de seguridad.

Su objetivo era encontrar a sus amigos y urdir un pían para escapar, pero, cuando había andado veinte metros, descubrió una estrecha y circular salida de emergencia, con una escalera que subía y se perdía en la oscuridad. Decidió ver adonde llevaba. La subida pareció interminable y Pitt se dio cuenta de que debía de haber dejado atrás todas las plantas subterráneas. Por fin, al levantar los brazos, tocó una trampa de madera sobre su cabeza. Apoyó la espalda contra ella y ejerció una lenta presión. La trampa crujió con fuerza al levantarse.

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