– ¿Podría hacerme un favor? -preguntó al empleado al reci«bír el cambio.
– ¿Qué desea?
– El motor hace un ruido extraño. ¿Podría echarle una mirada y decirme qué es lo que le pasa?
– Claro, ¿por qué no? No tengo mucho más que hacer.
Hagen observó el peinado de aquel hombre y dudó de que sus cabellos hubiesen sido tocados alguna vez por un peluquero. También advirtió un pequeño bulto en la pernera del pantalón, en la cara externa de la pantorrilla derecha, justo por encima del tobillo.
Hagen había aparcado el coche al lado del segundo surtidor de gasolina, el más alejado del edificio de la estación. Puso el motor en marcha y abrió el cierre del capó. El empleado apoyó un pie en el parachoques delantero y miró por encima del radiador.
– No oigo nada.
– Venga a este lado -dijo Hagen-. Desde aquí se oye más fuerte.
Ahora estaba de pie, de espaldas a la calle, resguardado de cualquier observación electrónica por los surtidores, el coche y su capó levantado.
Cuando el empleado se inclinó sobre el guardabarros y acercó la cabeza al motor, Hagen sacó un arma de una funda colgada en el cinturón, detrás de la espalda, y metió el cañón entre las nalgas del hombre.
– Es un Magnum 357, con cañón de dos pulgadas y media, lo que le está apuntando al culo, y está cargado con balas blindadas. ¿Lo entiende?
El hombre se puso tenso, pero no dio muestras de miedo.
– Sí, le he entendido, amigo.
– ¿Y sabe lo que puede hacer una bala blindada disparada a quemarropa?
– Sé lo que es una bala blindada.
– Bien, entonces sabe que haría un bonito agujero desde su culo hasta su cerebro si apretase el gatillo.
– ¿Qué es lo que pretende, amigo?
– ¿Qué ha sido de su vulgar acento simulado? -preguntó Hagen.
– Viene y se va.
Hagen alargó la mano libre y sacó una pequeña pistola Beretta del 38 de debajo de la pernera del empicado.
– Bueno, amigo, ¿dónde puedo encontrar a Clyde?
– No sé quién es.
Hagen apretó el cañón del revólver con tanta fuerza en la base del espinazo de aquel hombre que el tejido del fondillo del pantalón se desgarró y el empleado gritó de dolor.
– ¿Para quién trabaja usted? -jadeó.
– Para el «círculo privado» -respondió Hagen.
– No puede ser.
Hagen empujó hacia arriba con el cañón del revólver. La cara del empleado se crispó, y gimió al sentir un horrible dolor en la parte inferior de su cuerpo.
– ¿Quién es Clyde? -preguntó Hagen.
– Clyde Booth.
– No le oigo, amigo.
– Se llama Clyde Booth.
– Dígame cómo es.
– Se presume que es una especie de genio. Inventa y fabrica aparatos científicos que se emplean en el espacio. Sistemas secretos para el Gobierno. Yo no sé exactamente lo que son; sólo soy miembro del personal de seguridad.
– ¿Dónde se encuentra?
– La fábrica está a diez millas al oeste de Santa Fe. La llaman QB-Tech.
– ¿Qué quiere decir QB?
– Quarter Back -respondió el empleado-. Booth fue jugador de fútbol de primera categoría en el Estado de Arizona.
– ¿Sabía que yo vendría aquí?
– Nos dijeron que estuviésemos alerta si llegaba un hombre gordo.
– ¿Cuántos otros están apostados alrededor de la gasolinera? -preguntó Hagen.
– Tres. Uno está calle abajo, en el camión de remolque; otro, en el tejado del almacén de detrás de la estación de servicio, y el tercero en la camioneta roja aparcada junto al bar restaurante contiguo.
– ¿Por qué no se han movido?
– Solamente teníamos orden de seguirle.
Hagen aflojó la presión y volvió a guardar el revólver en la funda. Después extrajo los proyectiles de la pistola del empleado, los arrojó al suelo y los empujó con el pie debajo del coche.
– Está bien -dijo Hagen-. Ahora camine, sin correr, y vuelva al interior de la gasolinera.
Antes de que el empleado hubiese cruzado la mitad de la calzada que conducía al edificio, Hagen había doblado la esquina a una manzana de distancia. Dio otros cuatro rápidos rodeos para eludir el camión y la camioneta, y rodó a toda velocidad hacia el aeropuerto.
Leonard Hudson salió del ascensor en el que había descendido al corazón de la sede de Jersey Colony. Llevaba un paraguas que chorreaba por la lluvia y una cartera de fantasía, reluciente y de color nogal.
No miró a derecha ni a izquierda, y correspondió a los saludos de su personal con un breve ademán. Hudson no era nervioso, ni solía inquietarse, pero estaba preocupado. Los informes procedentes de otros miembros del «círculo privado» anunciaban peligro. Alguien estaba siguiendo metódicamente la pista de cada uno de ellos. Un forastero había abierto una brecha en sus bien estudiadas operaciones de camuflaje.
Ahora, todo el esfuerzo de la base lunar (el ingenio, la planificación, las vidas, el dinero y la fuerza humana empleados en la Jersey Colony) estaba en peligro por culpa de un intruso desconocido.
Entró en su vasto pero austero despacho y encontró a Gunnar Eriksen, que le estaba esperando.
Eriksen estaba sentado en un sofá, sorbiendo una taza de café caliente y fumando en una pipa curva. Su cara redonda y sin arrugas tenía una expresión sombría, y sus ojos, un brillo benigno. Vestía con sencillez pero con pulcritud; llevaba una cara chaqueta deportiva de cachemir, un suéter marrón con cuello en V, y pantalón de lana haciendo juego. No habría parecido fuera de lugar vendiendo Jaguars o Ferraris.
– ¿Hablaste con Fisher y Booth? -dijo Hudson, colgando el paraguas y dejando la cartera al lado de la mesa.
– En efecto.
– ¿Alguna idea de quién puede ser?
– Ninguna.
– Es extraño que nunca deja huellas dactilares -dijo Hudson, sentándose en el sofá con Eriksen y sirviéndose una taza de café de una cafetera de cristal.
Eriksen lanzó una bocanada de humo al techo.
– Todavía es más extraño que todas las imágenes que tenemos de él en vídeo sean confusas.
– Debe de llevar alguna clase de aparato electrónico para borrarlas.
– Evidentemente, no es un investigador privado corriente -murmuró Eriksen-, sino un profesional de primera categoría y bien respaldado.
– Sabe adonde tiene que ir, muestra documentos de identidad correctos y acreditaciones de Seguridad. La historia que contó a Mooney, haciéndose pasar por un inspector de la Oficina General de Cuentas, fue excelente. Incluso yo la habría creído.
– ¿Qué datos has podido conseguir sobre él?
– Solamente una serie de descripciones que no concuerdan en absoluto, salvo en su volumen. Todos dicen que es un hombre gordo.
– Podría ser que el presidente nos hiciese seguir por una agencia de información.
– Si fuese así -dijo Hudson, en tono de duda-, nos enfrentaríamos con un ejército de agentes camuflados. Parece que este hombre trabaja solo.
– ¿Has considerado la posibilidad de que el presidente haya contratado en secreto a un agente que nada tenga que ver con el Gobierno? -preguntó Eriksen.
– Pensé en esto, pero no acaba de convencerme. Nuestro amigo de la Casa Blanca está atrapado en el Salón Oval. Todo el que entra o sale de él queda perfectamente identificado. Desde luego, existe una línea privada del presidente, pero no creo que pudiese encargar por teléfono esta clase de misión.
– Interesante -dijo Eriksen-. El gordo empezó sus investigaciones en el lugar donde concebimos la idea de la Jersey Colony.
– Es verdad -convino Hudson-. Registró el despacho de Earl Mooney en el Laboratorio Pattenden y averiguó una llamada telefónica al general Fisher; incluso hizo alguna observación sobre que tú querías que yo pagase el aeroplano.
– Una evidente referencia a nuestras supuestas muertes -dijo reflexivamente Eriksen-. Esto significa que nos ha relacionado.
– Entonces apareció en Colorado, dejó sin sentido a Fisher y le robó una libreta con los nombres y los números de teléfono de las personas más importantes del proyecto Jersey Colony, incluidos los del «círculo privado». Entonces debió ver la trampa que le tendimos para seguirle la pista desde Nuevo México, y escapó. Tuvimos una pequeña oportunidad cuando uno de nuestros hombres, que estaba vigilando el aeropuerto de Albuquerque, vio que un hombre gordo llegaba en un reactor particular y volvía a marcharse al cabo de dos horas.
– Debió de alquilar un coche y mostrar algún documento de identidad.
Hudson sacudió la cabeza.
– Nada que nos sea útil. Mostró un permiso de conducir y una carta de crédito a nombre de un tal George Goodfly, de Nueva Orleans, que no existe.
Eriksen sacudió la ceniza de la pipa en un platito de cristal.
– No me extraña que no fuese a Santa Fe y tratase de descubrir la operación de Clyde Booth.
– Yo creo que sólo está buscando datos.
– Pero, ¿quién le paga? ¿Los rusos?
– Ciertamente, no la KGB -dijo Hudson-. Ésta no envía mensajes sutiles por teléfono ni vuela por el país en un reactor particular. No; este hombre se mueve muy deprisa. Yo diría que tiene una fecha tope muy próxima.
Eriksen miró fijamente su taza de café.
– La misión lunar soviética tiene previsto el alunizaje para dentro de cinco días. Ésta tiene que ser su fecha tope.
– Creo que puedes tener razón.
Eriksen le miró a los ojos.
– ¿Te das cuenta de que el poder que está detrás de ese intruso sólo puede ser el del presidente? -dijo a media voz.
Hudson asintió despacio con la cabeza.
– Cerré los ojos a esta posibilidad -dijo, con voz remota-. Quería creer que respaldaría la seguridad de Jersey Colony contra la penetración rusa.
– Según lo que me dijiste de vuestra conversación, no estaba dispuesto a permitir una batalla en la Luna entre nuestros hombres y los cosmonautas soviéticos. Ni le gustaría nada saber que Steinmetz ha destruido ya tres naves espaciales de los soviéticos.
– Lo que me preocupa -dijo Hudson- es que, si aceptamos la interferencia del presidente, ¿por qué, contando con tantos medios, tiene que enviar a un hombre solo?
– Porque, cuando vio que Jersey Colony era una realidad, se dio cuenta de que nuestros partidarios siguen todos sus movimientos, y presumió, con razón, que pondríamos muchos obstáculos en nuestra pista para desviarle de ella. El presidente es listo. Contrató a un lobo solitario que se ha infiltrado dentro de nuestras murallas antes de que nos hayamos dado cuenta de lo que sucedía.