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El único problema era que la pieza del rompecabezas correspondiente a Raymond LeBaron no se acoplaba.

Dada su experiencia en la búsqueda de barcos naufragados, Pitt estaba convencido de que LeBaron había realizado cien veces el mismo ejercicio, aunque fijándose más en las corrientes, y conocido las condiciones atmosféricas en el día del naufragio y la velocidad proyectada del carbonero de la Marina. Pero la conclusión era siempre la misma. El Cyclops debió de hundirse en medio del canal bajo 260 brazas de agua o sea a más de 1.460 metros. Una profundidad demasiado grande para que el barco fuera visible, salvo para los peces.

Pitt se retrepó en su silla y contempló fijamente las marcas en la carta. A menos que LeBaron hubiese conseguido una información que nadie más conocía, ¿qué estaba buscando? Ciertamente, no el Cyclops, y ciertamente, no desde un dirigible. Una exploración desde la superficie o desde un submarino habría sido más adecuada.

Además, la primera zona de exploración estaba solamente a veinte millas de Cuba. Un lugar muy incómodo para volar en una lenta bolsa de gas. Las lanchas cañoneras de Castro habrían levantado la veda ante una presa tan fácil.

Estaba sentado, sumido en sus reflexiones, mordisqueando cereales y buscando en el plan de Raymond LeBaron algún detalle que se le hubiese escapado, cuando sonó el intercomunicador sobre su mesa. Apretó un botón:

– ¿Sí?

– Sandecker. ¿Puede venir a mi despacho?

– Dentro de cinco minutos, almirante.

– Procure que sean dos.

El almirante James Sandecker era el director de la Agencia Marítima y Submarina Nacional. De poco menos de sesenta años, era un hombre de baja estatura, cuerpo delgado y enjuto, pero duro como el acero. Los cabellos lisos y la barba eran de un rojo fuerte. Fanático de la buena forma física, seguía un régimen estricto de ejercicio. Su carrera naval se distinguía más por la tenacidad y la eficacia que por la táctica de combate. Y aunque no era popular en los círculos sociales de Washington, los políticos le respetaban por su integridad y sus facultades de organizador.

El almirante saludó a Pitt cuando éste entró en su despacho con un breve asentimiento con la cabeza, y después señaló a una mujer que estaba sentada en un sillón de cuero al otro lado de la habitación.

– Dirk, creo que ya conoce a la señora Jessie LeBaron.

Ella levantó la mirada y sonrió, pero era una sonrisa zalamera. Pitt se inclinó ligeramente y le estrechó la mano.

– Lo siento -dijo con indiferencia-, pero preferiría olvidar cómo conocí a la señora LeBaron.

Sandecker frunció el entrecejo.

– ¿Hay algo que yo ignore?

– Fue culpa mía -dijo Jessie, mirando a Pitt a los ojos verdes y gélidos-. Fui muy descortés con el señor Pitt la noche pasada., Espero que acepte mis disculpas y olvide mis malos modales.

– No tiene que ser tan ceremoniosa, señora LeBaron. Como somos viejos conocidos no me dará un berrinche si me llama Dirk. En cuanto a perdonarla, ¿cuánto va a costarme?

– Mi intención era contratar sus servicios -respondió ella, haciendo caso omiso de la pulla.

Pitt dirigió a Sandecker una mirada de perplejidad.

– Es extraño, pues tenía la rara impresión de que yo trabajaba para la AMSN.

– El almirante Sandecker ha tenido la amabilidad de acceder a darle unos días libres; siempre, desde luego, que usted acepte -dijo ella.

– ¿Para hacer qué?

– Buscar a mi marido.

– No hay trato.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Tengo otros planes.

– No quiere trabajar para mí porque soy una mujer. ¿Es eso?

– El sexo no influye para nada en mi decisión. Digamos que no quiero trabajar para alguien a quien no puedo respetar.

Se hizo un silencio embarazoso. Pitt miró al almirante. Éste tenía los labios torcidos en una mueca, pero sus ojos centelleaban ostensiblemente. El viejo bastardo la está gozando, pensó Pitt.

– Me ha juzgado mal, Dirk.

Jessie se había puesto colorada y parecía confusa, pero sus ojos eran duros como el cristal.

– Por favor -dijo Sandecker, levantando ambas manos-. Firmemos una tregua. Sugiero que los dos se reúnan una tarde y discutan el asunto durante la cena.

Pitt y Jessie se miraron largamente. Después, la boca de Pitt se distendió en una amplia y contagiosa sonrisa.

– Por mi parte, de acuerdo, siempre que pague yo la cena.

Jessie tuvo que sonreír también, a su pesar.

– Permítame que tenga un poco de amor propio. ¿Pagamos a medias?

– Está bien.

– Ahora podemos ir al grano -dijo Sandecker, en su tono práctico-. Antes de que entrase usted, Dirk, estábamos discutiendo teorías sobre la desaparición del señor LeBaron.

Pitt miró a Jessie.

– ¿No tiene usted la menor duda de que los cadáveres que se encontraron en el dirigible no eran los del señor LeBaron y sus acompañantes?

Jessie sacudió la cabeza.

– No.

– Yo les vi. Era difícil identificarlos.

– El cadáver que estaba en el depósito era más musculoso que Raymond -explicó Jessie-. También llevaba un reloj de pulsera Cartier de imitación. Una de esas copias baratas que fabrican en Taiwán. Yo había regalado a mi marido un costoso reloj auténtico en nuestro primer aniversario de boda.

– Yo he hecho unas cuantas llamadas por mi cuenta -añadió Sandecker-. El forense de Miami confirmó el juicio de Jessie. Las características físicas de los cadáveres no coincidían con las de los tres hombres que tripulaban el Prosperteer.

Pitt miró de Sandecker a Jessie LeBaron, dándose cuenta de que se estaba metiendo en algo que habría querido evitar: los embrollos sentimentales que complicaban cualquier proyecto que dependiese de una sólida investigación, un montaje práctico y una organización perfecta.

– Los cuerpos y la ropa cambiados -dijo Pitt-. Joyas auténticas sustituidas por otras falsas. ¿Se ha formado alguna idea sobre los motivos, señora LeBaron?

– No sé qué pensar.

– ¿Sabía que, entre el tiempo en que desapareció el dirigible y el de su reaparición en Key Biscayne, hubo que volver a hinchar con helio las bolsas de gas?

Ella abrió el bolso, sacó un Kleenex y se enjugó deliciosamente la nariz, para hacer algo con las manos.

– Cuando la policía devolvió el Prosperteer, el jefe del personal de tierra de mi marido lo inspeccionó minuciosamente. Tengo su informe, si quiere verlo. Es usted muy perspicaz. Descubrió que las bolsas de gas habían sido rellenadas. Pero no con helio, sino con hidrógeno.

Pitt la miró, sorprendido.

– ¿Con hidrógeno? Éste no ha sido empleado en los dirigibles desde que se incendió el Hindenburg.

– No se preocupe -dijo Sandecker-. Las bolsas de gas del Prosperteer han sido nuevamente llenadas de helio.

– ¿Adonde quiere ir a parar? -preguntó cautelosamente Pitt.

Sandecker le dirigió una dura mirada.

– Tengo entendido que quiere ir en busca del Cyclops.

– No es ningún secreto -respondió Pitt.

– Tendría que hacerlo cuando dispusiera de tiempo y sin personal ni equipo de la AMSN. El Congreso me despellejaría si se enterasen de que he autorizado la busca de un tesoro con fondos del Gobierno.

– Lo sé.

– ¿Quiere prestar oídos a otra proposición?

– Le escucho.

– No quiero andarme con rodeos para decirle que me prestará un gran servicio si considera confidencial esta conversación. Si sale a la luz, soy hombre al agua, pero esto es mi problema, ¿no es cierto?

– Si usted lo dice, sí.

– Usted había sido designado para dirigir una exploración del fondo del mar de Bering, cerca de las Aleutianas, el mes próximo. Haré que le substituya Jack Harris, que está trabajando en minas en aguas profundas. Para evitar preguntas o investigaciones ulteriores o jaleos burocráticos, cortaremos sus relaciones con la AMSN. A partir de ahora, estará de permiso hasta que encuentre a Raymond LeBaron.

– Hasta que encuentre a Raymond LeBaron -repitió sarcásticamente Pitt-. Un bonito regalo. La pista se ha enfriado en dos semanas y se enfría más a cada hora que pasa. No tenemos motivos, ni indicios, ni clave alguna para saber por qué desapareció, quién le hizo desaparecer, y cómo. Imposible es decir poco.

– ¿Quiere al menos intentarlo? -preguntó Sandecker.

Pitt contempló el entablado de teca del suelo del despacho del almirante, viendo un mar tropical a dos mil millas de distancia. Le disgustaba intervenir en un enigma sin poder intuir al menos una solución aproximada. Sabía que Sandecker estaba convencido de que aceptaría el desafío. Perseguir una cosa desconocida más allá del horizonte era un señuelo que Pitt nunca podía resistir.

– Si me encargo de esto, necesitaré el mejor equipo científico de la AMSN y una embarcación exploradora de primera clase. Recursos y una influencia política que me respalde. Y apoyo militar en caso de conflicto.

– Tengo las manos atadas, Dirk. No puedo ofrecerle nada.

– ¿Qué?

– Ya se lo he dicho. La situación exige que la búsqueda se realice con todo el secreto que sea posible. Tendrá que hacerla sin apoyo de la AMSN.

– ¿Pero sabe usted lo que está diciendo? -preguntó Pitt-.¿Espera que yo, un hombre trabajando solo, logre lo que la mitad de la Marina, la Fuerza Aérea y la Guardia Costera no han podido conseguir? ¡Caray! Fueron incapaces de encontrar una aeronave de cincuenta metros de longitud, hasta que se presentó por sí sola. ¿Qué se presume que voy a emplear yo? ¿Una canoa y una varita de zahorí?

– La idea -explicó pacientemente Sandecker- es que siga la última ruta conocida de LeBaron en el Prosperteer.

Pitt se dejó caer despacio en el sofá del despacho.

– Es el plan más descabellado que he oído en mi vida -dijo, con incredulidad. Se volvió a Jessie-. ¿Está usted de acuerdo con esto?

– Yo haré todo lo que sea necesario para encontrar a mi marido -dijo serenamente ella.

– Es una majadería -dijo gravemente Pitt. Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, cruzando y descruzando las manos-. ¿Y por qué tanto secreto? Su marido era un hombre importante, una celebridad, confidente de los ricos y famosos, íntimamente relacionado con altos funcionarios del Gobierno, un gurú financiero para los ejecutivos de las grandes corporaciones. En nombre de Dios, ¿por qué soy yo el único hombre del país que puede ir en su busca?

– Dirk -dijo suavemente Sandecker-, el imperio financiero de Raymond LeBaron afecta a cientos de miles de personas. Precisamente ahora, está en una situación ambigua, porque él figura todavía en la lista de desaparecidos. No puede demostrarse que esté vivo ni que esté muerto. El Gobierno ha suspendido la búsqueda, porque se han gastado más de cinco millones de dólares en equipos militares de rescate, sin que se haya averiguado nada, sin que se haya encontrado un indicio de dónde pudo desaparecer. Los congresistas atentos al presupuesto rugirán pidiendo cabelleras si se gasta más dinero del Gobierno en otro esfuerzo inútil.

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