– ¿Qué piensas de esto? -preguntó al fin el presidente. Hagen se encogió de hombros y siguió leyendo. -Sería un magnífico argumento para un serial televisado. Fondos que no se saben de dónde vienen, un velo de secreto impenetrable, actividades encubiertas en gran escala, una base lunar desconocida. El material que habría entusiasmado a H. G. Wells.
– ¿Te imaginas que es una broma pesada?
– Digamos que quiero creer que lo es. ¿Qué contribuyente entusiasta no lo creería? Hace que nuestro servicio de información parezca compuesto de mutantes sordos y ciegos. Pero si es una broma, ¿cuál es el motivo?
– Salvo que sea un gran plan para estafar al Gobierno, no se me ocurre ninguno.
– Deja que acabe de leer. Esta última parte está escrita a mano.
– Es lo que recuerdo de lo que se dijo en el campo de golf. Disculpa las patas de mosca, pero es que nunca aprendí a escribir a máquina.
Hagen le dirigió una mirada interrogadora.
– ¿No has hablado de esto a nadie, ni siquiera a tu consejo de seguridad?
– Tal vez soy paranoico, pero ese tal Joe pasó a través del cordón de mi Servicio Secreto como entra una zorra en un gallinero. Y afirmó que miembros del «círculo privado» están muy bien situados en la NASA y en el Pentágono. Es lógico pensar que se han infiltrado también en las agencias de información y en el personal de la Casa Blanca.
Hagen estudió el informe del presidente sobre la reunión en el campo de golf, retrocediendo en ocasiones para comprobar lo referente a la Jersey Colony. Por último, levantó su cuerpo de la bicicleta, se sentó en un banco y miró al presidente.
– Esta ampliación de un hombre sentado a tu lado en un carrito de golf, ¿es de una fotografía de Joe?
– Sí. Cuando volvíamos a la casa del club, vi a un reportero del Washington Post que había estado fotografiando mi juego con una lente telescópica. Le pedí que me hiciese el favor de enviarme una ampliación a la Casa Blanca, para poder regalarla con mi autógrafo al caddy
– Buena idea. -Hagen estudió atentamente la fotografía y después la dejó a un lado-. ¿Qué quieres que haga, Vince?
– Averigua los nombres del «círculo privado».
– ¿Nada más? ¿Ninguna información o prueba sobre el proyecto de Jersey Colony?
– Cuando sepa quiénes son -dijo el presidente, con voz fría-, serán detenidos e interrogados. Entonces sabré hasta dónde llegan sus tentáculos.
– Si quieres saber mi opinión, te diré que daría una medalla a cada uno de esos tipos.
– Tal vez lo haga -respondió el presidente, con una fría sonrisa-. Pero no sin antes impedir que emprendan una sangrienta batalla por la posesión de la Luna.
– Por consiguiente, esto representa una situación esencialmente peliaguda. No puedes confiar en nadie y me contratas para que sea tu agente secreto privado en el campo.
– Sí.
– ¿Qué plazo me das?
– La nave espacial rusa tiene que aterrizar en la Luna dentro de nueve días. Tengo que aprovechar todas las horas de que disponga para evitar una lucha entre sus cosmonautas y nuestros colonos lunares que podría derivar en un conflicto espacial que nadie podría detener. Hay que convencer al «círculo privado» de que se retire. Tengo que tenerlos bajo control, Ira, al menos veinticuatro horas antes de que los rusos alunicen.
– Ocho días no son muchos para encontrar a nueve hombres.
El presidente encogió los hombros en ademán de resignación.
– Sé que no será fácil.
– Un certificado diciendo que soy tu cuñado no será suficiente para que pueda sortear las barreras legales y burocráticas. Necesitaré una buena cobertura.
– Lo dejo en tus manos. Una habilitación Alfa Dos debería abrirte la mayoría de las puertas.
– No está mal -dijo Hagen-. El vicepresidente sólo tiene una Tres.
– Te daré el número de una línea de teléfono secreta. Infórmame de día o de noche. ¿Comprendido?
– Comprendido.
– ¿Alguna pregunta?
– Raymond LeBaron, ¿está vivo o muerto?
– No se sabe. Su esposa se negó a identificar como suyo el cadáver encontrado en el dirigible. Hizo bien. Entonces pedí al director del FBI, Sam Emmett, que se hiciese cargo de los restos que se hallaban en Dade County, Florida. Ahora están siendo examinados en el Walter Reed Army Hospital.
– ¿Puedo ver el dictamen del forense del condado?
El presidente sacudió la cabeza con admiración.
– Nunca se te escapa nada, ¿verdad, Ira?
– Evidentemente, tiene que existir.
– Cuidaré de que recibas una copia.
– Y los resultados del laboratorio del Walter Reed.
– También eso.
Hagen guardó los documentos en la cartera, pero no la foto del campo de golf. Estudió las imágenes quizá por cuarta vez.
– Desde luego, te das cuenta de que es posible que Raymond LeBaron no sea encontrado jamás.
– He considerado esta posibilidad.
– Nueve pequeños indios. Y después ocho… y después siete.
– ¿Siete?
Hagen puso la foto delante de los ojos del presidente.
– ¿No lo reconoces?
– Francamente, no. Pero él dijo que nos habíamos conocido hace muchos años.
– De nuestro equipo de béisbol del Instituto. Tú jugabas de primera base. Yo jugaba en la izquierda, y Leonard Hudson, de catcher.
– ¡Hudson! -exclamó el presidente con incredulidad-. ¿Joe es Leo Hudson? Pero Leo era un muchacho gordo. Pesaba al menos cien kilos.
– Se volvió loco por las cuestiones de salud. Perdió treinta kilos y se hizo corredor de maratón. Tú nunca apreciaste mucho a tus compañeros de clase. Yo todavía les sigo la pista. ¿No te acuerdas? Leo era el cerebro del Instituto. Ganó toda clase de premios por sus proyectos científicos. Más tarde se graduó con honores en Stanford y llegó a ser director del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden, en Oregón. Inventó cohetes y sistemas espaciales antes de que nadie más trabajase en este campo.
– Tráele, Ira. Hudson es la clave para llegar a los otros.
– Necesitaré una pala.
– ¿Quieres decir que está enterrado?
– Muerto y enterrado.
– ¿Cuándo?
– En 1965. Un avión ligero se estrelló en el río Columbia.
– Entonces, ¿quién es Joe?
– Leonard Hudson.
– Pero tú dijiste…
– Su cuerpo no fue encontrado nunca. Muy conveniente, ¿en?
– Simuló su muerte -dijo el presidente, sorprendido por la revelación-. El hijo de perra simuló su muerte para poder desaparecer y dedicarse al proyecto de Jersey Colony
– Una brillante idea, si lo pensamos bien. Nadie ante quien responder. Ninguna posibilidad de ser relacionado con un programa clandestino. Representar el personaje que más le conviniera. Una persona no existente puede conseguir mucho más que el contribuyente común, cuyo nombre, señas y malos hábitos están registrados en mil ordenadores.
Se hizo un silencio; después, el presidente dijo gravemente:
– Encuéntralo, Ira. Encuentra a Leonard Hudson y tráemelo antes de que se desencadenen todas las fuerzas del infierno.
El secretario de Estado Douglas Oates examinó a través de sus gafas de lectura la última hoja de una carta de treinta páginas. Estudió atentamente la estructura de cada párrafo, tratando de leer entre líneas. Por fin levantó la cabeza y miró al subsecretario, Victor Wykoff.
– Me parece auténtica.
– Nuestros expertos sobre la materia creen lo mismo -dijo Wykoff-. La semántica, la prolijidad incoherente, las frases sin conexión, todo sigue la pauta acostumbrada.
– No se puede negar que parece de Fidel -dijo pausadamente Oates-. Sin embargo, el tono de la carta me preocupa. Casi da la impresión de una súplica.
– No lo creo. Parece más bien que está tratando de hacer hincapié en el máximo secreto, en un tono saludablemente apremiante.
– Las consecuencias de su proposición son asombrosas.
– Mi personal le ha estudiado desde todos los puntos de vista -dijo Wykoff-. Castro no tiene nada que ganar con gastarnos una broma pesada.
– Ha dicho que empleó un procedimiento muy tortuoso para hacer llegar el documento a nuestras manos.
Wykoff asintió con la cabeza.
– Aunque parezca una locura, los dos correos que lo entregaron en nuestra oficina de Miami afirman que pasaron de Cuba a los Estados Unidos a bordo de un dirigible.
Las montañas desnudas y las sombrías crestas de los cráteres de la Luna se aparecieron a Anastas Rykov cuando miró a través de las lentes gemelas de un estereoscopio. Ante los ojos del geofísico soviético, el desolado paisaje lunar se desarrolló en tres dimensiones y vivido color. Tomados desde una altura de cincuenta kilómetros, los detalles eran sorprendentemente claros. Piedrecitas solitarias de menos de una pulgada se distinguían perfectamente.
Rykov yacía boca abajo sobre una colchoneta, estudiando el montaje fotográfico que se desarrollaba lentamente en el estereoscopio en dos anchas cintas. El proceso era parecido al de un director de cine realizando una película, aunque más cómodo. Tenía la mano apoyada en una pequeña unidad de control que podía detener las cintas y ampliar la zona que quisiera estudiar.
Las imágenes habían sido recibidas de aparatos perfeccionados de una nave espacial rusa que había circunnavegado la Luna. Dispositivos parecidos a espejos reflejaban la superficie lunar en un prisma que la descomponía en longitudes de onda espectrales en 263 diferentes tonos de gris: a partir del negro en 263 hasta el blanco en cero. Después, el ordenador de la nave espacial los convertía en una serie de elementos fotográficos en una cinta de alta densidad. Después de recibir los datos de la nave espacial en órbita, se imprimía la imagen en blanco y negro sobre un negativo, por medio de un láser, y se filtraba con longitudes de onda azul, roja y verde. Entonces se acentuaba el color por ordenador en dos hojas continuas de papel fotográfico que se superponía para la interpretación estereoscópica.
Rykov se levantó las gafas y se frotó los ojos enrojecidos. Consultó su reloj de pulsera. Faltaban tres minutos para medianoche. Había estado analizando los picachos y los valles de la Luna durante nueve días y nueve noches, sólo dormitando un poco de vez en cuando. Volvió a calarse las gafas y se pasó ambas manos por la espesa mata de grasientos cabellos negros, dándose tristemente cuenta de que no se había bañado ni cambiado de ropa desde el comienzo del proyecto.