– Claro, es…
La voz de Jessie se extinguió, y desapareció su aplomo.
– El padre de Dirk -terminó Oates-. El senador George Pitt, de California. Sin su respaldo y el beneplácito de la AMSN sobre cuestiones de medio ambiente, me parece difícil que consiga los derechos de sondeo.
– Parece -dijo irónicamente Fawcett- que la opción de su compañía ha dejado de existir.
Treinta minutos más tarde, Pitt metió el Daimler en su plaza de aparcamiento delante del alto edificio encristalado donde se hallaba la sede de la AMSN. Firmó en el registro de seguridad y tomó el ascensor hasta la décima planta. Cuando se abrieron las puertas, salió a un vasto laberinto electrónico, que comprendía la red de comunicaciones y de información de la agencia de la Marina.
Hiram Yaeger miró desde detrás de una mesa en forma de herradura, cuya superficie quedaba oculta debajo de un revoltijo de «hardware» de ordenador, y sonrió.
– Hola, Dirk. ¿Vestido de etiqueta, y no tienes adonde ir?
– La anfitriona decidió que era una persona non grata y me echó a la calle.
– ¿La conozco?
Ahora rué Pitt quien sonrió. Miró a Yaeger. El mago de los ordenadores era un vivo recuerdo de los días hippies de principios de los setenta. Llevaba los cabellos rubios largos y atados en cola de caballo, y la barba de enmarañados rizos sin recortar. Su uniforme de trabajo y de juego era una chaqueta Levi's y unos pantalones remetidos en toscas botas de cowboy.
– No puedo imaginarme a Jessie LeBaron y tú moviéndoos en los mismos círculos sociales -dijo Pitt.
Yaeger lanzó un grave silbido.
– ¿Te echó a patadas un matón de Jessie LeBaron? Hombre, eres una especie de héroe de los oprimidos.
– ¿Estás de humor para una excavación?
– ¿Sobre ella?
– Sobre él.
– ¿Su marido? ¿El que desapareció?
– Raymond LeBaron.
– ¿Otra operación al margen de lo habitual?
– Llámalo como quieras.
– Dirk -dijo Yaeger, mirando por encima de sus anticuadas gafas-, eres un bastardo entremetido, pero te aprecio. Me contrataron para construir una red de informática de primera clase y llenar un archivo sobre ciencia e historia marítimas, pero cada vez que me descuido compareces tú, queriendo que emplee mis creaciones para propósitos oscuros. ¿Por qué lo aguanto? Te diré la razón. La ratería fluye más de prisa por mis venas que por las tuyas. Y ahora dime, ¿tengo que cavar muy hondo?
– Hasta su pasado más remoto. De dónde vino. Cuál fue la base económica de su imperio.
– Raymond LeBaron era muy reservado en lo tocante a su vida privada. Debió borrar las pistas.
– Lo comprendo, pero no será la primera vez que sacas un esqueleto del armario.
Yaeger asintió reflexivamente con la cabeza.
– Sí, la familia Bougainville de navieros, hace unos meses. Una linda travesura, si quieres llamarlo así.
– Otra cosa.
– Dime cuál.
– Un barco llamado Cyclops. ¿Podrías averiguar su historia?
– Desde luego. ¿Algo más?
– Creo que esto será suficiente -respondió Pitt.
Yaeger le miró fijamente.
– ¿De qué se trata esta vez, viejo amigo? No puedo creer que vayas detrás de los LeBaron porque te echaron de una fiesta de sociedad. Fíjate en mí; me han echado de los lugares más sórdidos de la ciudad. Y lo acepto.
Pitt se echó a reír.
– No se trata de ninguna venganza. Simple curiosidad. Jessie LeBaron dijo algo que me chocó sobre la desaparición de su marido.
– Lo leí en el Washington Post. Había un párrafo que te mencionaba como el héroe del día, por haber salvado el dirigible de LeBaron con tu truco de la cuerda y la palmera. Entonces, ¿cuál es el problema?
– Ella afirmó que su marido no estaba entre los muertos que encontré en la cabina de mandos.
Yaeger guardó un momento de silencio, con expresión perpleja.
– No tiene sentido -dijo-. Si el viejo LeBaron se elevó en aquella bolsa de gas, lo lógico es que estuviese todavía en ella cuando reapareció.
– No, según su desconsolada esposa.
– ¿Crees que persigue algún objetivo, financiero o por cuestión de algún seguro?
– Tal vez sí, tal vez no. Pero existe la posibilidad de que se pida a la AMSN que contribuya a la investigación, ya que el misterio se produjo sobre el mar.
– Y nosotros estaremos ya en la primera base.
– Algo así.
– ¿Y qué tiene que ver el Cyclops con esto?
– Ella me dijo que LeBaron lo estaba buscando cuando desapareció.
Yaeger se levantó de su silla.
– Está bien, pongamos manos a la obra. Mientras yo trazo un programa de investigación, estudia tú lo que tenemos sobre el barco en nuestros archivos.
Condujo a Pitt a un pequeño salón de proyecciones, con un gran monitor montado en la pared del fondo, y le hizo señas para que se sentase detrás de una consola donde había un teclado de ordenador. Después se inclinó sobre Pitt y pulsó una serie de teclas.
– Instalamos un nuevo sistema la semana pasada. La terminal está conectada con un sintetizador de voces.
– ¿Un ordenador parlante? -dijo Pitt.
– Sí, puede asimilar más de diez mil órdenes verbales, dar la respuesta adecuada y, en realidad, seguir una conversación. La voz suena un poco extraña, parecida a la de Hal, el ordenador gigante de la película 2001. Pero uno se acostumbra a ello. Le llamamos «Esperanza».
– ¿«Esperanza»?
– Sí, porque esperamos que nos dé las respuestas adecuadas.
– Es curioso.
– Si necesitas ayuda, estaré en la terminal principal. No tienes más que descolgar el teléfono y marcar cuatro-siete.
Pitt miró la pantalla. Era de un gris azulado. Tomó cautelosamente un micrófono y habló por él.
– Esperanza, me llamo Dirk. ¿Estás dispuesta a realizar una búsqueda para mí?
Se sintió como un idiota. Aquello era como hablar a un árbol y esperar que respondiese.
– Hola, Dirk -respondió una voz vagamente femenina que sonó como si saliese de una armónica-. Estoy a su disposición.
Pitt respiró hondo y se lanzó de cabeza.
– Esperanza, quisiera que me hablases de un barco llamado Cyclops.
Hubo una pausa de cinco segundos; después, dijo el ordenador:
– Tendrá que concretar más. Mis discos de memoria contienen datos referentes a cinco barcos diferentes llamados Cyclops.
– Es el único que llevaba un tesoro a bordo.
– Lo siento, pero no consta ningún tesoro en sus manifiestos.
¿Lo siento? Pitt todavía no podía creer que estaba conversando con una máquina.
– Si puedo hacer una breve digresión, Esperanza, te diré que eres un ordenador muy inteligente y muy simpático.
– Gracias por el cumplido, Dirk. Por si le interesa, también puedo producir efectos de sonido, imitar anímales, cantar, aunque no demasiado bien, y pronunciar «supercalifragilísticoexpialidoso», aunque no he sido programada para dar su definición exacta. ¿Quiere que la pronuncie al revés?
Pitt se echó a reír.
– Otro día. Volviendo al Cyclops, el que me interesa se hundió probablemente en el Caribe.
– Esto reduce el número a dos. Un pequeño vapor que encalló en Montego Bay, Jamaica, el 5 de mayo de 1968, y un carbonero de la Marina de los Estados Unidos, que se perdió sin dejar rastro, entre el 5 y el 10 de marzo de 1918.
Raymond LeBaron no hubiese volado en busca de un barco encallado, sólo veinte años atrás, en un puerto de mucho tráfico, razonó Pitt. Entonces recordó el carbonero de la Marina. Su pérdida fue considerada como uno de los grandes misterios del mítico Triángulo de las Bermudas.
– Hablemos del barco carbonero -dijo Pitt.
– Si quiere que imprima los datos para usted, Dirk, pulse el botón de control de su teclado y las letras PT. También, si observa la pantalla, puedo proyectar todas las fotos disponibles.
Pitt siguió las instrucciones y la máquina empezó a funcionar. Fiel a su palabra, Esperanza proyectó una imagen del Cyclops anclado en un puerto anónimo.
Aunque el casco era estrecho, con su anticuada proa recta y su popa en graciosa curva de copa de champaña, su superestructura tenía el aspecto de un juego de construcción de un niño que se hubiese vuelto loco. Un laberinto de grúas, unidas por una telaraña de cables y sujetas con altos soportes, se alzaba en mitad de la cubierta como un bosque muerto. Una larga camareta se alzaba en la parte de popa del barco, sobre la sala de máquinas, rematado el techo por dos chimeneas gemelas y varios altos ventiladores. En la parte de proa, la caseta del timón se levantaba sobre la cubierta como un tocador de cuatro patas, perforada por una hilera de ojos de buey y abierta por debajo. Dos altos mástiles con un travesaño surgían de un puente que habría podido pasar por una meta de rugby. En conjunto, parecía un barco tosco, un patito feo que no había llegado a convertirse en cisne.
También había en él algo misterioso. Al principio, Pitt no pudo dar con ello, pero después lo comprendió de pronto: extrañamente, no se veía ningún tripulante sobre cubierta. Era como si el barco hubiese sido abandonado.
Pitt se volvió y observó la impresión de los datos de la nave:
Botadura: 7 mayo 1910 por William Cramp amp; Sons Shipbuilders, Filadelfia.
Tonelaje: 19.360 de desplazamiento. Eslora: 180 metros (en realidad más largo que los buques de guerra de su tiempo). Manga: 20 metros. Calado: 9 metros 30 centímetros.
Velocidad: 15 nudos (3 nudos más veloz que los barcos Liberty de la Segunda Guerra Mundial). Armamento: Cuatro cañones de 4 pulgadas. Tripulación: 246. Capitán: G. W. Worley, Servicio Auxiliar Naval.
Pitt observó que Worley había sido capitán del Cyclops desde que entró en servicio hasta que desapareció. Se retrepó en su silla, reflexionando mientras estudiaba la imagen del barco.
– ¿Tienes otras fotografías de él? -preguntó a Esperanza.
– Tres desde el mismo ángulo, una de la popa y cuatro de la tripulación.
– Echemos un vistazo a la tripulación.
La pantalla se oscureció un momento y pronto apareció la imagen de un hombre, de pie junto a la barandilla de un barco y asiendo de la mano a una niña pequeña.
– El capitán Worley con su hija -explicó Esperanza.
Era un hombrón de cabellos ralos, bigote recortado y manos grandes, que llevaba traje oscuro, corbata casualmente torcida y zapatos relucientes, y miraba fijamente a la cámara que congeló su imagen setenta y cinco años atrás. La niña que estaba a su lado era rubia, llevaba un vestido hasta las rodillas y un sombrerito, y sujetaba lo que parecía ser una muñeca muy rígida y en forma de botella.