– Está bien, ¿qué quiere de mí?
El sheriff se volvió del timón y le miró fijamente.
– Quiero que me diga lo que ha escrito en su dictamen.
– Lo que he descubierto ha aumentado el enigma.
Una barquita de vela con cuatro adolescentes pasó por delante de su proa; Sweat redujo la marcha y la dejó pasar.
– Dígame lo que es.
– Empecemos al revés; por el final y sigamos hacia atrás. ¿Le parece bien?
– Adelante.
– Esto me sacó de quicio al principio. Sobre todo porque no lo esperaba. Tuve un caso parecido hace quince años. El cadáver de una mujer fue descubierto sentado en el jardín de su casa. Su marido declaró que habían estado bebiendo la noche anterior y que él se había ido a la cama solo, pensando que ella le seguiría. Cuando se despertó por la mañana y la buscó, la encontró sentada donde la había dejado; sólo que ahora estaba muerta. Tenía todo el aspecto de una muerte natural, no había señales de violencia ni rastros de veneno, solamente una cantidad importante de alcohol. Los órganos parecían estar bastante sanos. No había indicios de enfermedades o dolencias anteriores. Para una mujer de cuarenta años, tenía el cuerpo de una joven de veinte. Me puso en un aprieto. Después empezaron a juntarse las piezas del rompecabezas. La lividez cadavérica, decoloración de la piel causada por el efecto de la gravedad sobre la sangre, es generalmente purpúrea. Su lividez era la de un rosa de cereza, cosa que indicaba una muerte por intoxicación de cianuro o de monóxido de carbono o por hipotermia. También descubrí una hemorragia en el páncreas. A través de un proceso de eliminación, descarté las dos primeras hipótesis. El último clavo del ataúd fue el trabajo del marido. La prueba no era exactamente irrebatible, pero fue suficiente para que el juez condenase al marido a cincuenta años de prisión.
– ¿En qué trabajaba el marido? -preguntó Sweat.
– Conducía un camión de una empresa de productos congelados. El plan era perfecto. La atiborró de alcohol hasta que perdió el conocimiento. La metió en el camión, que siempre traía a casa por la noche y los fines de semana; puso en marcha la refrigeración y esperó a que ella se endureciese. Cuando la pobre mujer hubo expirado, volvió a ponerla en la silla del jardín y se fue a la cama.
Sweat le miró sin comprender.
– No me estará diciendo que los cadáveres encontrados en el dirigible eran de hombres que murieron congelados.
– Exactamente eso.
– ¿No estará equivocado?
– En una escala de certidumbre de uno a diez, puedo prometerle un ocho.
– ¿Se da cuenta de cómo suena esto?
– Supongo que a locura.
– ¿Desaparecen tres hombres en el Caribe, a una temperatura de treinta grados, y mueren por congelación? -preguntó Sweat, a nadie en particular-. Nunca conseguiremos probarlo, doctor. No, si no encontramos un camión de productos congelados.
– En todo caso, no tenemos nada en que apoyarnos.
– ¿Qué quiere decir?
– Ha llegado el informe del FBI. La identificación de Jessie LeBaron ha pesado mucho. No es su marido el que está en el depósito de cadáveres. Los otros dos tampoco son Buck Caesar ni Joseph Cavilla.
– Dios mío, ¿y qué más? – gimió Sweat-. ¿Quiénes son?
– Sus huellas dactilares no figuran en los archivos del FBI. Lo más probable es que fuesen extranjeros.
– ¿Encontró algo que pueda dar una pista sobre su identidad?
– Puedo decirle su estatura y su peso. Puedo mostrarle radiografías de sus dientes y de antiguas fracturas de huesos. El estado del hígado sugirió que los tres eran fuertes bebedores. Los pulmones revelaron que eran fumadores, y los dientes y las puntas de los dedos, que fumaban cigarrillos sin filtro. También eran comilones. Su última comida fue de pan moreno y zanahorias. Dos de ellos tenían poco más de treinta años. El otro, cuarenta o algo más. Sus condiciones físicas eran superiores a lo normal. Aparte de esto, puedo decirle muy poco que pueda contribuir a su identificación.
– Ya es algo, para empezar.
– Pero todavía nos enfrentamos con la desaparición de LeBaron y Caesar y Cavilla.
Antes de que Sweat pudiese replicar, una voz femenina sonó ronca en la radio de la barca. Sweat respondió y, siguiendo instrucciones, puso otro canal.
– Disculpe la interrupción -dijo a Rooney-. Acabo de recibir una llamada de urgencia desde tierra.
Rooney asintió con la cabeza, se dirigió al camarote de proa y se sirvió otra copa. Un calor delicioso circuló por su cuerpo. Esperó unos momentos. Cuando volvió a subir a la cubierta y a la caseta del timón, Sweat estaba colgando el teléfono y tenía el rostro enrojecido por la cólera.
– ¡Malditos bastardos! -silbó.
– ¿Cuál es el problema?
– Se los han llevado -dijo Sweat, golpeando el timón con el puño-. Los malditos federales entraron en el depósito y se llevaron los cadáveres del dirigible.
– Pero hay que seguir el procedimiento legal -protestó Rooney.
– Seis hombres de paisano y dos agentes federales se presentaron con los papeles necesarios, metieron los cadáveres en tres cajas de aluminio llenas de hielo y se los llevaron en un helicóptero de la Marina de los Estados Unidos.
– ¿Cuándo ha sido esto?
– Hace menos de diez minutos. Harry Victor, el principal investigador del caso, dice que también desvalijaron la mesa de su oficina en Homicidios, cuando estaba en el retrete, y se llevaron lo que quisieron de su archivo.
– ¿Y mi dictamen de autopsia?
– Se lo llevaron también.
La ginebra había puesto a Rooney en un estado eufórico.
– Bueno, tómeselo bien. Les han sacado del atolladero, a usted y al departamento.
La cólera de Sweat se fue aplacando lentamente.
– No puedo negar que me han hecho un favor, pero son sus métodos los que me joden.
– Hay un pequeño consuelo -murmuró Rooney. Empezaba a costarle mantenerse en pie-. El Tío Sam no se lo ha llevado todo.
– ¿Como qué?
– Omití algo en mi dictamen. Un resultado de laboratorio que se prestaba demasiado a controversias para consignarlo por escrito, que era demasiado estrafalario para mencionarlo como no fuese en una casa solitaria.
– ¿De qué está hablando? -preguntó Sweat.
– De la causa de la muerte.
– Dijo usted hipotermia.
– Cierto, pero me dejé la parte mejor. Mire, olvidé consignar la fecha de la muerte.
El lenguaje de Rooney empezaba a ser estropajoso.
– Sólo pudo producirse dentro de los últimos días.
– ¡Oh, no! A esos pobres hombres se les congelaron las tripas hace mucho tiempo.
– ¿Cuánto?
– Hace uno o dos años.
El sheriff Sweat se quedó mirando fijamente a Rooney, con incredulidad. Pero el forense siguió sonriendo, como una hiena. Y todavía sonreía cuando se dobló sobre la borda y vomitó.
La casa de Dirk Pitt no estaba en una calle de un barrio elegante ni en un alto edificio con vistas a las enmarañadas copas de los árboles de Washington. No tenía jardín ni vecinos con niños llorones y perros ladradores. Su casa no era una casa, sino un viejo hangar situado junto al Aeropuerto Internacional de la capital.
Desde fuera, parecía desierto. El edificio estaba rodeado de hierbajos y sus paredes eran de hierro ondulado, deterioradas por la acción del tiempo y sin pintar. El único indicio que sugería remotamente la posibilidad de algún ocupante era una hilera de ventanas debajo del borde del techo abovedado. Aunque estaban sucias y cubiertas de polvo, ninguna estaba rota, como suelen estarlo las de un almacén abandonado.
Pitt dio las gracias al empleado del aeropuerto que le había traído en coche desde la zona terminal. Mirando a su alrededor, para asegurarse de no ser observado, sacó un pequeño transmisor del bolsillo de su chaqueta y dio una serie de órdenes que desconectaron los sistemas de alarma y abrieron una puerta lateral que parecía no haber girado sobre sus goznes en treinta años.
Entró y pisó un suelo liso de hormigón en el que había casi tres docenas de resplandecientes automóviles clásicos, un aeroplano antiguo y un vagón de ferrocarril de principios de siglo. Se detuvo y contempló amorosamente el chasis de un Talbot-Lago francés deportivo que estaba en una fase temprana de reconstrucción. El coche había sido casi totalmente destruido en una explosión, y él estaba resuelto a restaurar los retorcidos restos y darles su anterior belleza y su antigua elegancia.
Subió la maleta y la bolsa de mano por la escalera de caracol de su apartamento, instalado contra la pared del fondo del hangar. Su reloj marcaba las dos y cuarto de la tarde, pero, corporal y mentalmente, tenía la impresión de que era cerca de la medianoche. Después de deshacer su equipaje, decidió pasar un par de horas trabajando en el Talbot-Lago y tomar una ducha después. Se había puesto ya el mono cuando un fuerte timbrazo resonó en el hangar. Sacó un teléfono inalámbrico de un bolsillo.
– Diga.
– El señor Pitt, por favor -dijo una voz femenina.
– Yo mismo.
– Un momento.
Después de esperar casi dos minutos, Pitt cortó la comunicación y empezó a reconstruir el delco del Talbot. Pasaron otros cinco minutos antes de que volviese a sonar el timbre. Abrió la comunicación y no dijo nada.
– ¿Está todavía ahí, señor? -preguntó la misma voz.
– Sí -respondió Pitt con indiferencia, sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja mientras seguía trabajando con las manos.
– Soy Sandra Cabot, la secretaria personal de la señora Jessie LeBaron. ¿Estoy hablando con Dirk Pitt?
A Pitt le disgustaban las personas que no podían hacer personalmente sus llamadas telefónicas.
– Así es.
– La señora LeBaron desea entrevistarse con usted. ¿Puede venir a verla a las cuatro?
– Se está pasando, ¿no?
– ¿Cómo dice?
– Lo siento, señorita Cabot, pero tengo que cuidar a un coche enfermo. Tal vez si la señora LeBaron pasara por mi casa, podríamos hablar.
– Temo que esto no es posible. Celebra un cóctel formal a una hora más avanzada de la tarde, y asistirá el Secretario de Estado. No puede salir de aquí.
– Entonces, será otro día.
Hubo un helado silencio; después, se oyó la voz de la señorita Cabot:
– No lo entiende.
– Tiene razón, no lo entiendo.
– ¿No le dice nada el nombre LeBaron?
– No más que Shagnasty, Quagmire o Smith -mintió maliciosamente Pitt.
Ella pareció desconcertada durante un momento.