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Segunda parte. El bosque

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Mi hija no tiene ningún pozo.

Claro que la caravana no disponía de agua canalizada. Pero tampoco vi una sola bomba en el jardín. Para obtener agua debía recorrer el sendero que discurría pendiente abajo, a través de un soto, hasta llegar a una granja abandonada cuyas ventanas mostraban el interior vacío y en cuya chimenea se posaban cuervos vigilantes. Allí había una bomba oxidada que le proporcionaba el agua. Mientras yo accionaba la manivela arriba y abajo, el hierro oxidado chirriaba doliente.

Los cuervos no se inmutaron.

Eso fue lo primero que me pidió mi hija. Que fuese a buscarle dos cubos de agua. Me alegro de que no dijese nada más. Podía haber empezado a gritarme que me largase o haber sufrido un injustificado ataque de alegría al haber conocido por fin a su padre. Pero lo único que hizo fue pedirme que fuese a buscarle agua. Tomé los cubos y recorrí el sendero nevado. Me pregunté si ella iría a buscar agua con los tacones y el albornoz. Pero ante todo me preguntaba qué era lo que había sucedido tiempo atrás y por qué no me habían dicho nada.

La granja abandonada estaba a unos doscientos metros. Cuando Harriet me explicó que la mujer que apareció del interior de la caravana era mi hija, comprendí enseguida que decía la verdad. Harriet no sabía mentir. Empecé a buscar en mi memoria el instante en que fue engendrada. Lo más lógico, pensé mientras hundía mis pies en la nieve, era que Harriet hubiese descubierto su estado cuando yo ya me había marchado. Es decir, que la concepción debió de producirse aproximadamente un mes antes de que nos separásemos.

Intenté recordar.

El bosque callaba. Me sentía como si estuviese caminando de puntillas sobre la nieve, como un duende surgido de un viejo cuento. Nunca hicimos el amor en otro sitio que no fuera su sofá cama. De modo que allí concebimos a mi hija. Cuando me marché y Harriet se quedó esperándome en vano, aún no lo sabía. Cuando lo supo, yo ya no estaba.

Bombeé para sacar el agua. Después dejé los cubos y entré en la casa abandonada. La puerta de la entrada estaba destrozada y, cuando la empujé con el pie, se soltó de una de las bisagras.

Recorrí las habitaciones, que olían a moho y a madera podrida. Cuanto allí quedaba parecía los restos de barcos naufragados. Bajo el papel pintado hecho jirones de las paredes sobresalían viejos periódicos. Del diario Ljusnan, del 12 de marzo de 1969. «Se produjo un accidente de coche en…» Faltaba lo demás. «La señora Mattsson muestra en esta fotografía uno de sus últimos sombreros, creado con todo esmero…» La fotografía estaba rasgada y sólo se veía el rostro de la señora Mattsson y una mano, pero ningún sombrero. En el dormitorio se veían los restos de una cama de matrimonio, destrozada, como si la hubiesen roto con un hacha. Alguien, en un acceso de ira, la había hecho trizas para que nadie pudiese usarla nunca más.

Intenté imaginarme a las personas que habían vivido allí y que un día rompieron con aquel lugar y se marcharon para no volver jamás. Pero sus rostros miraban hacia otro lado. Las casas abandonadas son como los expositores de un museo que se hubieran quedado vacíos. Volví a salir pensando que, de forma por completo inesperada, me encontraba con que tenía una hija en los bosques al sur de Hudiksvall. Una hija que debía de tener treinta y siete años y que vivía en una caravana. Una mujer que apareció en la nieve con un albornoz rosa y zapatos de tacón.

Desde luego, algo sí que sabía.

Harriet no la había preparado para mi visita. Claro que ella sabía que tenía un padre, pero no que fuera yo. De modo que no era yo el único sorprendido. Harriet había conseguido asombrarnos a los dos.

Tomé los cubos y emprendí el camino de regreso. ¿Por qué viviría mi hija en una caravana en medio del bosque? ¿Quién era? En el momento de estrecharnos la mano, no me atreví a mirarla a los ojos. Un fuerte olor a perfume me azotó en la cara. Y tenía la mano sudorosa.

Dejé los cubos y estiré los brazos.

– Louise -dije en voz alta, como para mí mismo-. Tengo una hija que se llama Louise.

Aquellas palabras me dejaron mudo, un tanto asustado, pero también de buen humor. Harriet había llegado cruzando el hielo en el hidrocóptero de Jansson y me traía novedades sobre la vida, no sólo sobre la muerte que no tardaría en llevársela a ella.

Llevé los cubos hasta la caravana y llamé a la puerta. Me abrió Louise. Aún llevaba los zapatos de tacón, pero había sustituido el albornoz por unos pantalones y un jersey. Tenía muy buen tipo. Y eso me turbó.

La caravana no era muy amplia. Harriet estaba sentada detrás de una pequeña mesa que había junto a la ventana. Me sonrió. Y yo le devolví la sonrisa. El ambiente estaba caldeado. Louise estaba preparando café.

Tenía una voz hermosa, como su madre. Si el hielo podía cantar, también mi hija podía.

Eché una ojeada a mi alrededor. Varios ramilletes de rosas secas colgaban del techo y también había una estantería llena de papeles y cartas y, sobre un taburete, una vieja máquina de escribir. Tenía una radio, pero no vi ningún televisor. Empecé a preocuparme por el tipo de vida que en realidad llevaría. Parecía similar a la mía.

«Así has venido a mí», me dije. «Lo más inesperado que jamás me ha sucedido».

Louise colocó el termo y las tazas de plástico sobre la mesa. Yo me senté en la cama, junto a Harriet. Louise se quedó de pie, mirándome.

– Me alegro de no llorar -dijo-. Pero me alegro más aún de que no te hayas puesto histérico jurando y perjurando lo contento que estás ante la noticia.

– Lo más probable es que no haya comprendido aún del todo. Además, nunca me altero tanto como para perder el control.

– ¿Acaso no crees que sea verdad?

Pensé en los viejos documentos y protocolos que contenían los relatos, siempre parecidos, de los jóvenes que juraban no ser ellos los padres.

– Estoy convencido de que es verdad.

– ¿Te sientes triste por no haberme conocido antes, por verme entrar en tu vida tan tarde?

– Estoy bastante hecho a la tristeza -respondí-. Lo que más siento ahora es admiración. Hasta hace una hora, no tenía hijos. Y jamás pensé que me ocurriría.

– ¿A qué te dedicas?

Miré a Harriet. Estaba claro que jamás le había dicho nada a Louise sobre quién era su padre, ni siquiera que era médico. Me indignó. ¿Qué le había contado de mí? ¿Que su padre fue alguien que pasaba por allí?

– Soy médico. O al menos lo era.

Louise me observó con la taza en la mano. Vi que llevaba anillos en todos los dedos de la mano. Incluso en el pulgar.

– ¿Qué clase de médico?

– Cirujano.

Hizo una mueca. Pensé en la reacción de mi padre el día en que, a la edad de quince años, le revelé cuál sería mi elección profesional.

– ¿Puedes extender recetas?

– Ya no. Estoy jubilado.

– Una lástima.

Louise dejó la taza y se puso un gorro de lana en la cabeza.

– Aquí se hace pis detrás de la caravana. Luego le echas nieve encima. Si tienes que hacer algo de más envergadura, utiliza la letrina que hay junto a la leñera.

Desapareció por la puerta haciendo equilibrio sobre sus tacones. Yo me volví hacia Harriet.

– ¿Por qué no me lo habías dicho? ¡Es una vergüenza!

– ¡No me hables a mí de vergüenzas! No sabía cómo ibas a reaccionar.

– Habría sido más fácil si me hubieras preparado.

– No me atrevía. ¿Y si me dejabas en el arcén e interrumpías el viaje? ¿Cómo iba yo a saber que querías tener hijos?

Harriet tenía razón. ¿Cómo iba a saber cuál sería mi reacción? Tenía todos los motivos imaginables para desconfiar de mí.

– ¿Por qué vive así? ¿De qué vive?

– Ella ha elegido vivir así. Y no sé de qué vive.

– Pero, algo sabrás, ¿no?

– Bueno, escribe cartas.

– Ya, pero de eso no se puede vivir, ¿verdad?

– Al parecer, es posible.

De repente caí en la cuenta de que las paredes de la caravana eran muy delgadas y de que mi hija tal vez estuviese con la oreja pegada, escuchando. Tal vez hubiese heredado mi vicio de escuchar a escondidas.

Bajé la voz y seguí en un susurro.

– ¿Por qué se viste así? ¿Por qué lleva tacones?

– Mi hija…

– ¡Nuestra hija!

– Nuestra hija siempre ha sido una persona muy especial. Ya cuando tenía cinco años, yo estaba convencida de que sabía lo que quería hacer con su vida y de que yo nunca la entendería.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Siempre quiso vivir sin preocuparse excesivamente de lo que pensaban o dejaban de pensar los demás. Por ejemplo, de sus zapatos. Son muy caros. De Ajello, fabricados en Milán. No es normal que la gente se atreva a vivir de ese modo.

Se abrió la puerta y la hija de ambos entró en la caravana.

– Tengo que descansar -dijo Harriet-. Estoy agotada.

– Tú siempre has estado agotada -replicó Louise.

– Pero no siempre he estado moribunda.

Por un instante se las oyó gruñir como dos gatas. Un gruñido no del todo amable, pero tampoco malvado. En cualquier caso, ninguna de las dos parecía sorprendida. Comprendí que, para Louise, no era ningún secreto el que Harriet estuviese muriéndose.

Me levanté para que ella pudiese tumbarse en la estrecha cama. Louise se calzó un par de botas.

– Salgamos un rato. Necesito hacer algo de ejercicio. Además, supongo que los dos estamos algo conmocionados.

Había un sendero que a fuerza de pasar se había abierto en dirección a la granja abandonada. Discurría ante una vieja despensa y nos condujo hasta un espeso bosquecillo de abetos. Louise caminaba deprisa y me costaba seguirla. De repente, se detuvo y se dio la vuelta.

– Creía que mi padre había desaparecido en América. Un padre llamado Henry, que adoraba las abejas y que dedicó su vida a investigar sobre ellas. Durante todos estos años transcurridos, jamás me envió ni siquiera un tarro de miel. Yo creí que habías muerto. Pero resulta que no estás muerto. Y he podido conocerte. Cuando volvamos a la caravana, os haré una fotografía a Harriet y a ti. Tengo montones de fotos de Harriet, sola o conmigo. Pero quiero tener una de mi padre y de mi madre antes de que sea demasiado tarde.

Continuamos sendero arriba.

Pensé que, en el fondo, Harriet le había dicho la verdad. O al menos toda la verdad que podía decir sin mentir. Yo me había marchado a América y, en efecto, de joven me interesé por las abejas. Además era innegable que, ciertamente, no estaba muerto.

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