Caminábamos sobre la nieve.
Louise tomaría la instantánea que quería de sus padres.
Aún no era demasiado tarde para hacer la fotografía que le faltaba.
El sol se ocultaba en el horizonte.
En un cercado vimos un ring de boxeo completamente cubierto de nieve. Se diría que lo habían dejado allí provisionalmente, en medio de tanta blancura. Dos bancos de madera desvencijados, que un día habrían podido servir en alguna iglesia o en un cine, yacían medio sepultados por la nieve.
– Boxeamos en primavera y en verano -dijo ella-. Solemos inaugurar la temporada a mediados de mayo. Entonces nos pesamos en la vieja báscula de una lechería.
– ¿Boxeamos? ¿Quieres decir que tú también boxeas?
– ¿Por qué no había de hacerlo?
– ¿Y contra quiénes boxeas?
– Mis amigos. La gente de por aquí, gente que ha elegido vivir como quiere. Leif, que vive con su anciana madre, la cual regentaba la más célebre destilería clandestina del lugar. Amandus, que es violinista y tiene unos puños fuertes.
– Pero, no se puede ser boxeador y tocar el violín, ¿no?
– Pregúntale a Amandus. Pregúntales a los demás.
Nunca supe quiénes eran los demás. Siguió subiendo el empinado sendero en dirección a un cobertizo que quedaba al otro lado del ring de boxeo. Mientras la observaba por detrás, me dije que su cuerpo me recordaba al de Harriet. Pero ¿qué aspecto habría tenido mi hija cuando era una niña? ¿O de adolescente? Avanzaba clavando los pies en la nieve mientras intentaba retroceder en el tiempo. Louise había nacido en 1967. Su adolescencia coincidió con los años de más éxito en mi carrera profesional. Sentí la cuchillada de un súbito acceso de cólera originado en lo más hondo de mi ser. ¿Por qué no me habría dicho nada Harriet?
Louise señaló unas huellas en la nieve y me dijo que eran de un glotón. Abrió la puerta del cobertizo. En el suelo había un candil que encendió y colgó del techo. Fue como entrar en un anticuado local de entrenamiento de boxeo o de lucha libre. Había en el suelo pesas y barras y del techo colgaba un saco de arena; y sobre un banco se veían algunas cuerdas y guantes de color rojo y negro perfectamente ordenados.
– Si estuviésemos en primavera, te habría propuesto un par de rondas -aseguró Louise-. Me cuesta encontrar un modo mejor de conocer a un padre al que no he visto nunca. En más de un sentido.
– Jamás, en toda mi vida, me he puesto un par de guantes de boxeo.
– Pero me imagino que te habrás visto envuelto en alguna pelea, ¿no?
– Cuando tenía trece o catorce años. Pero aquello fue más o menos como las peleas en el patio del colegio.
Louise se colocó junto al saco de arena y lo empujó con el hombro, de modo que empezó a oscilar lentamente. La luz del candil bañaba su rostro. Aún me parecía estar viendo a Harriet.
– Estoy nerviosa -confesó de pronto-. ¿Tienes más hijos?
Negué sin decir palabra.
– ¿Ninguno más?
– Ninguno en absoluto. ¿Y tú?
– No, ninguno.
El saco de arena seguía balanceándose.
– Yo estoy tan desconcertada como tú -dijo-. A veces, cuando pensaba que, pese a todo, yo también debía tener un padre, me ponía fuera de mí. Creo que por eso aprendí a boxear, para poder vencerlo el día en que surgiese de entre los muertos y, tras abatirlo, poder contar no hasta diez sino eternamente, como castigo por haberme abandonado.
La luz del candil daba también sobre las paredes agrietadas. Le conté cómo vi aparecer a Harriet de repente, en medio de la banquisa, le hablé de la laguna y del rodeo que me había propuesto.
– ¿No mencionó nada de mí?
– Sólo hablaba de la laguna. Después me dijo que quería que conociese a su hija.
– En realidad, debería haberla echado de aquí. Nos ha engañado tanto a ti como a mí. Pero claro, no puedes despachar a alguien que está tan enfermo.
Posó la mano sobre el saco de arena, para detener el balanceo.
– ¿Es cierto que morirá pronto? Tú eres médico. Debes de saber si dice o no la verdad.
– Está muy enferma. Pero no sé cuándo morirá. Eso no lo sabe nadie.
– No quiero que muera en mi casa -declaró Louise antes de soplar para apagar el candil.
Nos quedamos totalmente a oscuras. Nuestros dedos se rozaron. Y me agarró la mano. Era una mujer fuerte.
– Me alegro de que hayas venido -aseguró-. En realidad, creo que siempre supuse que habías desaparecido de forma transitoria.
– Yo nunca pensé que tendría una niña.
– No una niña, sino una mujer adulta ya casi en la madurez.
Cuando salimos del cobertizo, la vi caminar delante de mí como una silueta. Las estrellas del firmamento parecían cercanas, y centelleaban.
– En las noches de Norrland nunca reina la oscuridad absoluta -comentó-. En las ciudades ya no se ven estrellas. Por eso vivo aquí. Cuando vivía en la ciudad, añoraba la oscuridad y el silencio, pero, sobre todo, echaba de menos la luz de las estrellas. No comprendo cómo es posible que nadie, en este país, se haya dado cuenta de que poseemos fantásticos recursos naturales que están a la espera de que los explotemos. ¿Quién vende el silencio, como se venden los bosques o los metales?
Yo comprendía a qué se refería. El silencio, el cielo estrellado, tal vez también la soledad, eran ya apenas accesibles para la mayoría de las personas. Y pensé que mi hija tal vez se parecía a mí, después de todo.
– Tengo la intención de crear una empresa -me dijo-. Con mis compañeros de boxeo como socios. Empezaremos a vender estas noches silenciosas y estrelladas. Un día seremos ricos, estoy convencida.
– ¿Quiénes son tus amigos?
– A escasos kilómetros de aquí hay un pueblo abandonado. Un día, en la década de los setenta, perdió a su último habitante. Las casas estaban desiertas, nadie las quería ni como casas de veraneo. Pero Giaconelli, un italiano, viejo fabricante de zapatos, llegó hasta allí en su viaje hacia el silencio. Ahora está instalado en una de las casas y fabrica dos pares de zapatos al año. A primeros de mayo de cada año, un helicóptero aterriza en la plantación que hay en la parte posterior de su casa. En él viaja un hombre que viene de París para recoger los zapatos, le paga por su trabajo y le deja el pedido de los zapatos que Giaconelli debe fabricar el año siguiente. Un viejo cantante de rock vive en la tienda de ultramarinos de Sparrman, que cerró hace ya muchos años. Se llamaba Röda Björn, grabó dos singles amarillos y competía con Rock-Ragge y Rock-Olga para ver quién se constituía en soberano del reino del rock sueco. Tenía el cabello completamente rojo y grabó una versión divina de Peggy Sue. Pero cuando celebramos la fiesta de San Juan y ponemos la mesa en el ring de boxeo, todos le pedimos que cante The Great Pretender.
Yo recordaba perfectamente aquella canción que cantaron por primera vez The Platters. Harriet y yo la habíamos bailado. Y, si me esforzaba lo suficiente, podía recordar incluso toda la letra.
Röda Björn y sus singles amarillos, en cambio, me eran desconocidos.
– Parece que en esta zona viven muchos personajes curiosos.
– Están por todas partes, pero nadie los ve, porque son viejos. Vivimos en una época en que la gente mayor debe ser transparente como el vidrio. Simplemente, no debemos notar que existen. También tú te volverás transparente. Mi madre ya lo es.
Ambos callamos. En la distancia se atisbaba la luz de la caravana.
– A veces siento deseos de tumbarme aquí en la nieve y acostarme en el saco de dormir -dijo Louise-. Cuando hay luna llena, su luz azulada me produce la sensación de hallarme en un desierto. También allí hace frío por las noches.
– Yo nunca he estado en el desierto. A menos que las arenas movedizas de Skagen se cuenten como tal.
– Un día lo haré, me acostaré aquí fuera. Me arriesgaré a no despertar nunca más. No sólo tenemos cantantes de rock, sino también intérpretes de jazz. Cuando me vea aquí tendida, ellos tocarán un lento canto de dolor.
Yo la seguía por la nieve. En algún lugar, a lo lejos, un ave nocturna lanzó un chillido. Las estrellas se apagaban para, al parecer, volver a encenderse. Yo intentaba comprender lo que mi hija acababa de contarme.
Resultó una noche singular.
En la caravana, Louise preparaba la comida mientras Harriet y yo nos apretujábamos en la minúscula cama. Cuando le dije que debíamos pensar dónde pasaríamos la noche, Louise aseguró que cabríamos los tres en su cama. Yo tenía intención de protestar, pero no me atreví. Después, Louise sacó una garrafa de un vino muy fuerte con sabor a grosella. Harriet contribuyó con una de las botellas de aguardiente que aún le quedaban. Louise nos sirvió un guiso que, según ella, contenía carne de alce y algunas de las verduras que uno de sus amigos cultivaba en un invernadero que, aseguraba, también le servía de vivienda. Se llamaba Olof, dormía entre los pepinos y era uno de sus contrincantes en el ring cuando llegaba la primavera.
No tardamos en estar ebrios los tres, aunque Harriet más que ninguno. De vez en cuando daba una cabezada.
Louise tenía una forma curiosa de chasquear los dientes cuando apuraba un vaso. Yo intentaba no marearme, pero no lo logré.
En una conversación cada vez más desquiciada y desgarradora empecé a intuir algo de la historia común de Louise y Harriet. Siempre habían mantenido el contacto, discutían a menudo y no estaban de acuerdo en casi nada. Pero también se amaban. De modo que me encontraba con una familia gobernada por mucha ira, pero también unida por unos lazos de intenso amor.
Durante un buen rato, nuestra conversación trató principalmente de perros. No de los que andaban con correa, sino de los perros salvajes que poblaban las llanuras africanas. Mi hija decía que le recordaban a sus amigos del bosque, una jauría de perros africanos que meneaban sus rabos saludando a la jauría de boxeadores de Norrland. Le conté que yo tenía un perro cuya mezcla de razas resultaba difícil de determinar. Cuando Louise supo que el perro corría suelto por la isla de mis abuelos, asintió complacida. También mi viejo gato despertó su interés.
Harriet terminó durmiéndose por el cansancio, el aguardiente y el vino de grosella. Louise la cubrió amorosamente con una manta.
– Siempre ha roncado. Cuando yo era niña, fingía que no era ella, sino mi padre, quien venía roncando como una sombra a darme las buenas noches. ¿Tú roncas?
– Sí.
– ¡Menos mal! ¡Un brindis por mi padre!