Hacía dos meses que eran amantes, desde su tercera cita. Liz había estado enamorada de Santos desde siempre, y no había sido capaz de resistirse al deseo.
Se dijo que Víctor necesitaba tiempo. Poco a poco llegaría a comprender que estaban hechos el uno para el otro.
Si Glory no volvía a interponerse.
Apretó la cara contra sus rodillas e intentó recordar la reacción de Santos cuando supo que tenía que visitar el hotel Saint Charles, dos noches atrás. Intentó recordar cada palabra que intercambiaron, cada uno de sus gestos. Santos había recibido una llamada de la comisaría para informarle del asesinato. El teléfono no la había despertado. Sencillamente había notado que su amante ya no se encontraba en la cama.
Cuando abrió los ojos vio que se estaba abrochando los pantalones. Parecía enfadado.
– ¿Santos? ¿Qué ocurre?
– Tengo que marcharme -contestó, mientras se sentaba en la cama para ponerse los zapatos-. Han encontrado otro cuerpo.
– ¿Se trata del asesino de Blancanieves?
– El mismo.
Liz acarició uno de sus muslos.
– Lo siento.
– Yo también.
Santos abrió la boca como para decir algo más, pero no lo hizo. Se levantó, y se puso la cartuchera.
– Iré a prepararte un café.
– No tengo tiempo. Sigue durmiendo.
– ¿Piensas volver? -preguntó, adormilada, mientras se tumbaba de nuevo.
– Pasaré más tarde por el restaurante.
Liz asintió con un nudo en la garganta. Lo amaba tanto que cuando se marchaba sentía un profundo dolor.
– Espera, Santos. Esta vez… ¿dónde han encontrado el cuerpo?
Su amante dudó durante unos segundos, como si no quisiera decírselo, como si quisiera ocultarle alguna terrible verdad. En aquel momento, Liz supo que aún sentía algo por Glory.
Y ahora, dos días más tarde, se levantó de la cama porque se sentía demasiado inquieta. Si no hacía algo, si permanecía desocupada, se volvería loca.
Decidió ir al restaurante aunque había pensado dejar que Darryl, su ayudante, abriera. Santos pasaría más tarde por allí, y cuando viera sus ojos sabría que todo iba a salir bien.
Estaba segura.
Mucho más tranquila, se dirigió a la ducha.
Casi eran las tres en punto cuando Santos pasó por El jardín de las delicias terrenales. Para entonces Liz estaba bastante deprimida. No había dejado de pensar durante todo el día y su inseguridad la estaba destrozando.
Deseaba que la amara. Pero recordaba muy bien la pasión que lo había unido a Glory.
Santos entró y la abrazó.
– Hola. Eres toda una alegría para los ojos.
Liz se apartó un poco.
– ¿De verdad?
– No lo habría dicho si no fuera cierto.
– Claro que no. El señor perfecto no podría faltar nunca a sus elevados valores morales.
Liz estaba tan enfadada que temblaba. Estaba enfadada con él, con Glory y consigo misma por no ser capaz de controlar sus emociones.
– ¿Qué sucede? -preguntó él.
– Nada -respondió con fingida indiferencia-. Me alegra que sacaras tiempo de tu apretada agenda para venir a yerme.
– Así que es eso -entrecerró los ojos-. Estoy trabajando en un caso, y ya sabes lo que significa.
– Pero este caso es distinto, ¿verdad? -se cruzó de brazos.
Liz se arrepintió de haber insinuado algo así. Estaba celosa, y no podía soportar un comportamiento tan ajeno a ella. Además, Santos no era hombre que aceptara imposiciones de ninguna clase. Necesitaba sentirse libre, tener cierto espacio.
– Mira, Liz, he pasado despierto la mayor parte de la noche. Estoy cansado, enfadado y tengo hambre. De modo que di lo que quieras decir, porque no estoy de humor para insinuaciones indirectas y jueguecitos.
– La viste, ¿no es cierto?
– Sí, vi a la reina del Saint Charles, y puedo asegurarte que no me divertí demasiado.
– ¿Estás seguro? -preguntó.
Liz se sentía completamente idiota. Santos avanzó y acarició su cara.
– No sigas, por favor. Olvídate del pasado. Sólo importamos nosotros y el presente.
– Me gustaría hacerlo, pero no puedo. No dejo de recordar la relación que os unía. Y sé cómo es ella. Egoísta y manipuladora. Ni siquiera se lo pensó dos veces cuando… La odio. Me robó mi futuro y ni siquiera le importó. De no haber sido por ella, quién sabe qué habría podido ser.
– Bueno, tienes tu propio negocio. Las cosas no te fueron tan mal. ¿No te gusta lo que haces, Liz?
– Sí, me gusta. Pero tenía tantos sueños… -confesó, entre lágrimas-. Quería hacer algo importante con mi vida, quería convertirme en científico o cirujano. Iba a inventar algo que cambiara las vidas de las personas. Tal vez, hasta del mundo.
– En cierto modo lo has logrado. Consigues que la gente esté sana con el restaurante.
– No se trata de eso. Se trata de que a Glory no le importó destrozar mi existencia, O al menos, no le importó nada comparado con su propio y supuesto sufrimiento. Sólo es capaz de pensar en sí misma. Pensé que era mi amiga. Habría hecho cualquier cosa por ella, y en mi ingenuidad creía que era algo recíproco. Ella misma lo dijo. Pero mintió. ¿Comprendes por qué no confío en ella?
– Lo comprendo. A mí también me traicionó, pero no se trata de que confíes en ella, sino de que confíes en mí. Ya no me interesa esa mujer. Lo que nos unió ha muerto. Ni siquiera es la misma persona.
– Pero tus recuerdos…
– Son todos malos -la miró con intensidad-. No se interpondrá entre nosotros. No será ella quien impida que te ame.
– Quieres decir que serás tú…
– Lo siento, Liz, no quería decir eso.
– Claro que querías -se apartó de él-. Tengo que volver al trabajo.
– No nos peleemos. No dejes que se interponga entre nosotros. Tenemos algo muy bonito, algo hermoso. No debemos permitir que se pierda.
– Yo no quiero que se pierda. No quiero perderte.
Santos se inclinó sobre ella para besarla.
– Ahora tengo que marcharme.
– Quédate a comer algo -sonrió-. He añadido ternera al menú, sólo por ti.
– Me gustaría, pero no puedo.
– ¿Te veré más tarde?
– Lo intentaré.
Liz supo que poco a poco se apartaba de ella porque se sentía atrapado. Lo podía ver en sus ojos, en la mueca de su boca. Se maldijo por su inseguridad y maldijo a Glory por haber destrozado el corazón de Santos años atrás.
– Llámame para decírmelo.
– Lo haré.
Santos la besó de nuevo y se marchó.
Liz lo observó. Tenía la impresión de que lo había perdido. Pero intentó convencerse de que no era cierto y regresó al trabajo.
Santos y Jackson estaban sentados el uno frente al otro en el escritorio de madera, cubierto de documentos, tazas de café y archivos de toda clase. A su alrededor se alzaba el caos habitual de la brigada de homicidios. Llevaban tanto tiempo trabajando juntos que ya no lo notaban.
Santos limpió el centro del escritorio y sacó las fotografías de las seis víctimas del asesino de Blancanieves. Acto seguido, dio la instantánea de la última víctima a su compañero.
– Ya han hecho la autopsia.
Jackson observó la imagen.
– ¿Y qué hemos sacado en claro?
Santos le dio dos fotografías más en las que se apreciaban rasguños y hematomas.
– En primer lugar, que se resistió. Debió darse cuenta de lo que iba a suceder.
– ¿Y la manzana?
– Las dos últimas chicas no la mordieron voluntariamente. El asesino hizo los mordiscos después de que murieran.
– Encantador.
– Estoy seguro de que a nuestro hombre tampoco le habrá gustado. Como no le habrá gustado que la última víctima se resistiera. Quiere chicas perfectas, angelicales y solteras. Chicas sin compromiso. Pero elige prostitutas.
– Porque cree que así las limpia de un supuesto pecado.
– En efecto. Porque cree que las purifica.
– Así que tenemos a un maníaco religioso -observó Jackson.
– Sí, lo que no impide que sea necrófilo. No lo comprendo. No encaja.
– Puede que se crea Dios. Las marca con la señal de la cruz.
– Y la manzana no es otra cosa que la fruta prohibida del paraíso terrenal -añadió Santos.
– Exacto.
Santos se levantó, frustrado e inquieto. Necesitaba hacer algo o se volvería loco.
– Tiene cierta lógica -dijo-. Aunque sea la lógica de un demente. El muy cerdo está convencido de que matándolas las limpia de pecado y les hace un favor. Y hasta se permite el macabro juego de la metáfora bíblica. Pero hay algo extraño en todo ello. ¿Dónde están los posibles restos de semen? ¿Dónde está la prueba biológica de su necrofilia?
– Insinúas que las penetra con algún objeto? -preguntó Jackson.
– Puede ser -entrecerró los ojos-. Hasta cabría la posibilidad de que nuestro hombre fuera… una mujer.
Jackson lo miró sorprendido durante unos segundos.
– No puede ser. No, no puede ser.
– Es una posibilidad.
– Sí, pero ahora mismo cualquier cosa es una posibilidad.
Jackson tenía razón. No tenían nada, salvo cadáveres. Seis, para ser exactos.
Santos se pasó una mano por el pelo.
– Las chicas están muy asustadas. Saben cómo actúa. Y si empieza a tener problemas para conseguir víctimas se marchará a otra parte.
– Y no lo atraparemos.
– Tenemos que apretarlo. Está aquí mismo, bajo nuestras narices. Estoy seguro de que se trata de alguien que visita regularmente el barrio francés, o que vive en él. Alguien a quien las chicas conocen. Alguien en quien confían. De lo contrario habríamos descubierto más pruebas de resistencia física en las anteriores víctimas.
– Vamos a echar otro vistazo a los crucifijos.
Santos abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una cajita que estaba llena de crucifijos. Todos del tipo utilizado por el asesino para grabar a fuego la señal. Todos, comprados en el barrio francés.
En una ciudad tan religiosa y reaccionaria como Nueva Orleans no era extraño que la fe y el concepto de pecado ocuparan un ámbito tan importante en la vida de las personas. Todo el mundo tenía crucifijos. Se vendían como recuerdo para los turistas, y no resultaba demasiado difícil encontrarlos impresos incluso en las tazas de los bares.
Santos eligió uno y dijo:
– Lo encontré el otro día en la esquina de Royal y Saint Peter. Este otro es de una tienda del Cabildo, y aquél de una tienda de vudú de la calle Bourbon. Pero no hay testigos, ni pistas.
– ¿Y qué hay de aquel chico de la catedral? No estoy seguro de que su coartada me convenciera.