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Se echó el pelo hacia atrás y contestó.

– ¿Dígame?

Era el ayudante de dirección del hotel, un hombre que se ahogaba en un vaso de agua. Empezó a hablar tan deprisa, y de forma tan inconexa, que apenas podía comprender sus palabras.

– Tranquilízate, Vincent. No te entiendo…

Sin embargo, segundos más tarde comprendió lo que decía. El asesino de Blancanieves había actuado de nuevo.

– Tranquilízate, Vincent -insistió-. Y por Dios, no hables con la prensa. Bajaré de inmediato y llamaré al abogado del hotel.

Colgó el teléfono y buscó su agenda en la mesita de noche, sin dejar de pensar en las estrategias a seguir. El hotel no podía permitirse otro escándalo relacionado con un delito. La semana anterior habían atracado a dos clientes a la puerta del Saint Charles; dos meses atrás habían disparado a un hombre a una manzana de allí, y la desafortunada víctima se había presentado en el vestíbulo del hotel, donde cayó muerto. La histeria se había apoderado de la ciudad, y sabía que en este caso la noticia daría la vuelta a todo el país aunque sólo fuera porque el hotel estaba involucrado de forma indirecta.

Debía hacer algo para evitarlo. De lo contrario, el porcentaje de ocupación bajaría aún más.

Cuando encontró los números de teléfono se puso en contacto con el relaciones públicas y con el abogado. Acto seguido, corrió a la ducha.

Media hora más tarde salió para el hotel, arreglada y completamente serena. Daba la imagen de una mujer profesional, elegante e inalterable. A simple vista nadie habría imaginado que se había levantado y vestido a toda prisa; nadie habría sospechado la angustia que la devoraba por dentro.

Respiró profundamente. Sabía que no iba a ser fácil. Necesitaría actuar con sumo cuidado.

Santos. Su nombre y su imagen asaltaron su pensamiento y su corazón. Gracias al periódico, sabía que Santos era el detective asignado al caso. En los dos meses transcurridos desde el asesinato de la catedral había sido el centro de los ataques del alcalde y de los medios de comunicación. Lo había visto en televisión un par de veces y se había odiado a sí misma por la manera en que lo había observado, recordando, memorizando cada centímetro de su piel.

Se había convertido en un hombre muy atractivo, muy masculino, de aspecto duro. Pero Glory ya no creía ser el tipo de mujer que se sentía atraída por alguien como él. Había aprendido la lección. Se enorgullecía de poder controlar sus emociones y sus deseos. Pero cada vez que lo veía sentía un profundo estremecimiento. En realidad resultaba imposible olvidar el pasado. En realidad, resultaba imposible controlar las emociones más allá de cierto punto.

El aparcacoches abrió la portezuela del vehículo. Su inquietud era evidente.

– Señorita Saint Germaine, ¿ya lo sabe? Pete la encontró, y la policía…

– Sí, ya lo sé, Jim -sonrió débilmente-. Pero todo saldrá bien. Haz tu trabajo, y si alguien hace preguntas envíamelo a mí. ¿De acuerdo?

El joven le devolvió la sonrisa.

– La policía ya me ha preguntado todo tipo de cosas. Lo hicieron de tal modo que cualquiera habría pensado que yo era el sospechoso.

– ¿De verdad? ¿Qué preguntaron?

– Quién entró y salió del hotel anoche, si vi algo inusual… Ya sabe, ese tipo de cosas. Después insistieron en saber lo que había hecho. No creerán que soy el culpable, ¿verdad, señorita Saint Germaine?

– No, no -le dio una palmadita en el hombro-. Son preguntas de rutina. No te preocupes. Yo me ocuparé de todo. ¿Dónde está Pete?

– Con la policía. Por lo que he oído, lo están sometiendo a un interrogatorio.

– ¿Han llegado los periodistas?

– Aún no.

– Menos mal. Cuando lleguen avísame de inmediato. Si estoy haciendo algo, interrúmpeme. No quiero que entren en el hotel, ¿está claro?

– Desde luego, señorita. La avisaré en cuanto lleguen.

– Has hecho un buen trabajo, Jim. Aprecio mucho que hayas sido capaz de actuar con tanta frialdad en un momento como éste.

Glory entró en el hotel. Tal y como esperaba, reinaba el caos. No tardó mucho en descubrir que la policía también había interrogado a varios trabajadores más, incluido el botones, y a dos clientes que habían regresado la noche anterior poco antes de que encontraran los cadáveres.

Vincent corrió hacia ella, casi histérico.

– La policía quiere interrogar a todos los clientes, puerta por puerta. Insisten, y no sé qué hacer.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de todo. De momento, no permitas que molesten a los clientes, Vuelvo en seguida. Por el ruido que se oye la prensa ha debido llegar.

Glory volvió a salir. Las furgonetas de las cadenas de televisión bloqueaban la entrada al vado. En cuanto la vieron, empezaron a bombardearla con todo tipo de preguntas.

– Por favor, pregunten de uno en uno -sonrió-. Intentaré contestar a todas las preguntas. Hoda, puedes empezar tú.

– Es cierto que el asesino de Blancanieves ha actuado de nuevo y que depositó el cuerpo en el hotel Saint Charles? ¿Qué piensa al respecto?

– En primer lugar que preferiría que lo hubiera dejado en algún hotel de la competencia, en Le Meridian o en Windsor Court -contestó, despertando varias carcajadas-. Pero sí, es cierto. No obstante, aún no he hablado con la policía. No sé más que ustedes.

– ¿Dónde encontraron el cuerpo? -preguntó otro periodista-. ¿Cree que el asesino podría ser alguien del hotel?

– En absoluto. Nuestro hotel es absolutamente seguro. Como sabe, el asesino tiene la costumbre de elegir cualquier sitio para abandonar a sus víctimas. Por desgracia, esta vez escogió el garaje del hotel. Pero este desgraciado accidente no tiene nada que ver con el hotel -sonrió-. La última víctima fue encontrada en la catedral, lugar que visité al día siguiente y donde me sentí perfectamente a salvo, por cierto. El autor parece demostrar buen gusto en lo relativo a los edificios que elige. Aunque debo decir que el hotel dispone de un servicio de seguridad mejor que la catedral.

En aquel momento vio que se acercaba el relaciones públicas. Sonrió a los reporteros y dijo:

– Ahora tendrán que disculparme. Tengo que atender varios asuntos urgentes, pero Gordon McKenzie, nuestro relaciones públicas, contestará todas sus preguntas.

Glory charló unos segundos con Gordon antes de regresar al hotel para salvar a Vincent. Llegó justo a tiempo, porque lo encontró acorralado por dos policías que parecían haber elegido una estrategia algo más contundente para convencerlo. Estaba a punto de derrumbarse.

– ¿Puedo ayudarlos, agentes? -preguntó, con una sonrisa-. Soy Glory Saint Germaine, la dueña del hotel. Me temo que su pretensión de interrogar a los clientes llamando puerta por puerta no será posible. Tendrán que encontrar otro modo.

Los agentes se miraron entre sí.

– Tenemos órdenes, señora.

– Bueno, he hablado con mi abogado y dice que no tienen derecho a hacer tal cosa sin mi permiso -sonrió con dulzura exagerada-. ¿Quién está a cargo de todo el operativo?

– El detective Santos -respondió el más joven.

Glory se estremeció.

– ¿Y dónde puedo encontrarlo?

– En el aparcamiento, con la médico forense. Me temo que tendrá que esperarlo aquí.

– Es mi hotel, agente. Iré donde me plazca.

Glory no esperó más. Se dio la vuelta y se dirigió hacia uno de los ascensores.

Una vez en el aparcamiento, observó que habían acordonado todo el piso. Se respiraba cierta tranquilidad en el lugar, en comparación con el ambiente del vestíbulo. Al fondo pudo distinguir a un grupo de personas que observaban algo que se encontraba en el suelo.

Pero pronto descubrió que no se trataba de algo, sino de alguien. Glory se estremeció de nuevo al pensar en la pobre víctima.

– ¿No puede estar aquí! -exclamó uno de los policías.

– Quiero ver al detective Santos.

Se dirigió hacia el agente.

– Lo siento, señorita -dijo el hombre, tomándola del brazo sin demasiada delicadeza-. El detective Santos está ocupado. Tendrá que esperar en el hotel.

Glory se apartó de él.

– Me llamo Glory Saint Germaine. Este es mi hotel, y exijo ver al detective Santos ahora mismo.

– Muy bien, como quiera.

El agente caminó hacia el grupo de policías. Un segundo más tarde, uno de los hombres se dirigió hacia ella. Pero no era un hombre cualquiera. Era Santos.

El corazón de Santos empezó a latir más deprisa. Intentó recordar que era la dueña del hotel, que estaba allí para proteger sus intereses y que debía olvidar sus sentimientos personales.

Santos se detuvo ante ella. Glory escudriñó sus oscuros ojos. Era la primera vez que los veía en diez años, y durante una fracción de segundo sintió que tenía, otra vez, dieciséis años.

– Vaya, ya veo que te has acostumbrado a dar órdenes a diestro y siniestro. ¿Qué puedo hacer por ti? Sea lo que sea, tengo prisa.

Glory prefirió ir directamente al grano.

– No quiero que molestes ni a mis empleados ni a los clientes. Si necesitas algo pídemelo o habla con el abogado del hotel. Nos encargaremos de facilitaros el trabajo.

– ¿De verdad? ¿Estás dispuesta a ponerte a mi servicio?- preguntó, observándola con insolencia.

– No me presiones. Si te atreves a dirigirte a un empleado o a un cliente sin consultarlo antes conmigo, haré que te quiten la placa. ¿Comprendido?

– ¿La placa? ¿De verdad? -preguntó, divertido-. ¿Qué harías? ¿Hablar con el alcalde?

Glory se cruzó de brazos, ruborizada.

– De hecho, nos conocemos bastante bien. Y el gobernador es un viejo amigo de la familia.

– Vaya, vaya. Muy bien, puedes lograr que me echen del cuerpo. Pero hasta entonces haré lo que sea necesario para realizar mi trabajo. Quiero una lista con los nombres de los empleados y de los clientes del hotel, para interrogarlos. Por cierto, si no cooperas conmigo te acusaré por el cargo de obstrucción a la justicia. ¿Comprendido?

– Inténtalo.

– No me tientes -entrecerró los ojos.

Santos se dio la vuelta e hizo ademán de alejarse. Pero lo pensó mejor y la miró de nuevo.

– Glory, te has convertido en la mujer que quería tu madre. Debe estar muy orgullosa de ti.

Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago para Glory. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la compostura. Y cuando estaba a punto de abrir la boca para defenderse, Santos se alejó sin darle ninguna opción.

Capítulo 41

A las nueve de la mañana Glory ya había hablado con todos los periodistas de los antiguos Estados Confederados, O al menos tenía esa impresión. Por si fuera poco se había visto obligada a charlar con dos operadores turísticos para que no anularan las reservas en el hotel Saint Charles. Había convencido al primero y logrado que el segundo prometiera reconsiderar su decisión. Por desgracia no había tenido más remedio que ofrecer descuentos adicionales; descuentos que las castigadas arcas del hotel no podían permitirse.

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