– Diecisiete. Pero olvidas la manzana. También encontraron una junto a la cama de mi madre.
– Una simple coincidencia. Tendría hambre.
– Tal vez, pero… Tengo un presentimiento, Jackson. ¿Te acuerdas del presentimiento que tuve en el caso Ledet? Fue poco antes de que cazáramos a aquel canalla.
Jackson asintió mientras empezaba a comer su ensalada.
– Lo recuerdo.
Santos probó su lasaña de verduras. No estaba mala.
– Pues es algo parecido. Y te aseguro que se trata de un presentimiento muy fuerte.
– Tus ansias por capturarlo te confunden.
– Puede ser… No, no es así.
– Santos…
– Escúchame. Los dos sabemos que un asesino en serie no suele actuar tantas veces seguidas en tan poco tiempo. Mata poco a poco y a medida que lo hace mejora su estilo. También sabemos que suelen tener la costumbre de viajar por el país, matando y cambiando de domicilio. A veces lo hacen durante años.
– Pero diecisiete años me parecen demasiados.
– Henry Lee Lucas actuó durante trece años. John Wayne Gacy, durante diez. Hay montones de precedentes.
– Creo que no estás siendo objetivo.
– ¿Eso crees?
– Sí.
– Piérdete.
– Y tú también.
Los dos hombres se miraron y rompieron a reír.
Durante el resto de la cena charlaron sobre los casos, sobre la familia de Jackson y sobre la salud de Lily. Santos no volvió a sacar el tema del asesino de Blancanieves, aunque no dejó de pensar en ello.
Cuando terminaron de comer, se levantaron. Jackson hizo un gesto hacia el pasillo y dijo:
– Voy al servicio.
– Te espero en la salida.
Santos caminaba hacia la puerta cuando oyó que alguien lo llamaba.
Se dio la vuelta. Tras él se encontraba una mujer medianamente atractiva, delgada y de pelo castaño, claro. Trabajaba en el restaurante. Recordó haberla visto al entrar, pero no la había reconocido.
– ¿Santos? ¿Eres tú?
– Sí, soy yo -le devolvió la sonrisa-. Siento mucho no reconocerte…
– Soy Liz. Liz Sweeney.
Santos tardó un segundo en recordar. Y cuando lo hizo movió la cabeza como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
– ¿Liz Sweeney? ¡Cuánto has crecido! -rió.
– Tú también. Me alegro de verte.
Santos sonrió de nuevo y estrechó su mano. De inmediato le gustó la mujer en la que se había convertido.
– ¿Qué tal estás?
– Bien. Trabajo aquí. Es mi restaurante.
– ¿De verdad? Es impresionante. Me alegro por ti -dijo, sin soltar su mano.
Liz se aclaró la garganta.
– Ver a hombres en el local ha resultado toda una experiencia. Me temo que mi clientela suele estar reducida al ámbito de las mujeres. Espero que te haya gustado la comida.
– Oh, sí, desde luego.
Jackson apareció en aquel momento e intervino en la conversación.
– Tendrías que incluir carne en el menú para este tipo -dijo, extendiendo una mano para estrechársela-. Soy Andrew Jackson, un viejo amigo de Víctor.
– No le hagas caso -protestó Santos-. Le gusta decir que es un viejo amigo, pero sólo es mi compañero, el detective Andrew Jackson. Jackson, te presento a Liz Sweeney. Una vieja amiga.
– ¿De verdad? ¿Una vieja amiga? Vaya, encantado de conocerte.
– Lo mismo digo.
– ¿Desde cuándo os conocéis?
Santos miró a Liz antes de contestar.
– Estuve saliendo con una antigua amiga suya. Por cierto, ¿qué tal está Glory?
La expresión de Liz se endureció.
– No lo sé. No la he visto en muchos años. Santos observó la animosidad de su gesto. Una beligerancia similar a la que él mismo sentía y que hizo que se sintiera extraño.
Liz se aclaró la garganta, incómoda.
– Así que sois compañeros… Ya veo que lo conseguiste, Santos. Siempre quisiste ser policía. Tu sueño se ha hecho realidad.
– Vaya sueño, amigo -bromeó Jackson-. Mucho trabajo, poco dinero y ningún respeto. Eso es pegarse la buena vida.
Santos hizo caso omiso.
– Sí, lo conseguí. Aquí tienes al superpolicía Víctor Santos, detective de la brigada de homicidios a tu servicio.
Hablaron durante unos minutos más antes de que Jackson los interrumpiera.
– Tengo que volver a casa -sonrió a Liz-. Me alegro de conocerte. Espero que volvamos a vernos en algún momento. Y lo mismo te digo a ti, detective.
Santos tosió, comprendiendo el mensaje.
– Mmm, supongo que será mejor que me vaya. Me ha encantado verte. Ya veo que te van bien las cosas.
Liz se despidió, se dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Santos se unió a Jackson en la salida, pero una vez allí se detuvo y volvió la mirada hacia atrás. Liz había hecho lo mismo, y sus miradas se encontraron.
– Espera un momento, Jackson. Vuelvo enseguida. Santos avanzó hacia Liz, sin quitarle la vista de encima.
– ¿Te gustaría salir a cenar alguna noche? -preguntó.
– ¿Contigo?
– Sí, claro. Por desgracia, Jackson ya tiene pareja. -Liz rió.
– Por supuesto que me gustaría. Cuando quieras.
Santos sonrió, encantado con su respuesta y con su evidente confianza en sí misma.
– ¿Qué te parece esta noche?
– Perfecto, pero tendrá que ser tarde. Hoy salgo a las nueve.
– Muy bien, en tal caso te veré a las nueve, Liz.
Aquella noche, después de la cita, Santos regresó a la casa que compartía con Lily. Sonrió para sus adentros pensando en Liz y en su beso de buenas noches. Y su sonrisa se hizo aún mayor cuando recordó con cuánta pasión se había entregado a su abrazo. De haberlo pretendido, habrían hecho el amor.
Cerró la puerta. A medida que avanzaba por la casa iba apagando las luces. Liz le gustaba. Se sentía cómodo con ella; le gustaba su conversación y sus besos eran nuevos y excitantes. La deseaba, pero había decidido esperar por culpa del pasado, por culpa de Glory. Aquella noche había pensado en ella todo el tiempo, y no le agradaba. Era como un desagradable fantasma del pasado que se interponía en sus relaciones. Sabía que si hubiera intentado hacer el amor con Liz no habría funcionado. Y no quería estropear su relación; al menos, tan pronto.
Sabía que más tarde o más temprano se convertirían en amantes. Pero no antes de que fuera capaz de mirarla sin recordar a Glory.
La luz del dormitorio de Lily estaba encendida, aunque dudó que se encontrara despierta a tan altas horas de la madrugada. En cualquier caso, se detuvo al llegar a su puerta y echó un vistazo al interior de la habitación. Se había quedado dormida mientras leía, algo que no le sorprendió demasiado. No era la primera vez que sucedía.
Mientras la observaba lo dominó una profunda tristeza. Los últimos años se habían portado bastante mal con Lily. Su salud había empeorado, y no tenía demasiada energía ni demasiados motivos para vivir.
Sabía que su arrepentimiento y su sentimiento de culpa la estaban destrozando. Echaba de menos a su hija y a su nieta. No hacía otra cosa que buscar en las revistas del corazón en busca de algún artículo sobre ellas, costumbre que irritaba a Santos. Cuando encontraba alguna referencia, la recortaba y la guardaba en una carpeta. Víctor odiaba sacarla a comer o a cenar para que se divirtiera un poco, porque cada vez que veía a una familia de apariencia más o menos feliz se le caía el mundo al suelo.
De repente, su tristeza se transformó en odio. Odiaba a Hope por lo que le había hecho. La odiaba por su crueldad, por su estupidez, por sus prejuicios. Como odiaba a Glory por lo que le había hecho a él. Ni la madre ni la hija llegaban a la suela de sus zapatos. Y desde luego, mucho menos a las suelas de Lily.
Entró en la habitación, retiró de sus manos el libro e intentó colocar un almohadón detrás de su cabeza. Pero la mujer despertó y abrió los ojos.
– ¿Santos?
– Sí, Lily, soy yo.
– Ya veo que he vuelto a quedarme dormida.
– A este paso no conseguirás terminar el libro.
– Hacerse vieja es algo terrible. ¿Qué hora es?
– Más de la una.
– ¿Qué tal en tu cita?
– Bien. Muy bien.
Lily dio un golpecito en la superficie de la cama para que se sentara en el borde.
– Cuéntamelo todo.
Santos sonrió y se sentó, dispuesto a soportar otro de sus interrogatorios.
– Es una chica encantadora e inteligente. Tiene un pequeño restaurante en el barrio francés.
– ¿Es atractiva?
– Mucho. De hecho, se trata de alguien que conozco desde hace mucho tiempo.
– Me alegro. ¿Volverás a verla?
– Sí, definitivamente.
– Bien. Trabajas demasiado, y necesitas a alguien.
– Te tengo a ti.
– Estoy vieja y enferma -negó con la cabeza-. Necesitas una compañera.
– Ya tengo un compañero -sonrió-. Jackson.
– Me refería a una joven, y lo sabes -protestó-. Quiero que seas feliz, no deseo que estés solo. Estar solo no es natural.
– No te preocupes por mí, Lily. Soy feliz.
Santos se inclinó sobre ella y la besó en la frente.
– ¿Seguro, Santos? ¿Eres feliz?
Santos comprendió muy bien la pregunta. Lily no había olvidado que una vez, mucho tiempo atrás, había creído descubrir a la mujer de su vida. Víctor sabía que su benefactora se sentía culpable indirecta de su desgracia.
– Sí, soy muy feliz -declaró, mientras la tapaba con la manta-. Ahora, duérmete. De lo contrario, mañana no te despertarás a tiempo de salir a dar tu paseo matinal.
– ¿Santos?
– ¿Sí?
– He oído que ese hombre ha matado a otra chica. Lo siento.
– Yo también. Pero lo detendremos. Es una simple cuestión de tiempo.
– Sé que lo harás -murmuró, ya medio dormida-. Confío plenamente en ti.
Lily cerró los ojos y Santos permaneció unos segundos en el umbral de la puerta, observándola con afecto. Seguía viviendo con ella porque sabía que lo necesitaba y porque se sentía mejor a su lado.
Pero sabía que más tarde o más temprano la perdería, por muchas atenciones que le proporcionara. Ya no era joven, y estaba enferma. Debía prepararse para lo peor, pero no sabía cómo hacerlo. No podía imaginar la existencia sin Lily. No podía imaginarse, de nuevo, solo.
La emoción lo embargó. Sabía que no conseguiría dormir, que sería ridículo intentarlo. Decidió pasar un rato por la comisaría para ver si se había averiguado algo nuevo sobre la última víctima. Obviamente, había pasado algún detalle por alto.
El sonido del teléfono despertó a Glory de su profundo y oscuro sueño. Se sentó en la cama, respirando con pesadez.