Glory esperó junto al armarito que compartía con Liz. Por tercera vez, comprobó la hora y frunció el ceño. Eran las doce y veinte y su amiga no había llegado. Ya había pasado tres veces por allí, con la esperanza de encontrarla. Sabía que se pasaba la vida haciendo encargos para las profesoras, pero no era propio de ella que se perdiera la comida.
Liz siempre había sido muy puntual. En general, era Glory la que llegaba tarde.
En aquel momento reconoció a una chica que estaba en una de las clases de Liz y se apresuró a detenerla.
– Pam, ¡espera!
– Hola, Glory ¿qué tal estás?
– ¿Has visto a Liz?
– A Liz Sweeney? No ha venido a clase.
Glory le dio las gracias y se alejó. Estaba segura de que había sucedido algo. Pensó que su madre las habría descubierto, pero acto seguido desechó la idea. En su inocencia, creía que en tal caso ella habría sido la primera en saberlo. No Liz.
Seguramente estaría enferma. O alguno de sus hermanos y hermanas lo estaba y se había quedado en casa para ayudar a su madre.
Se dirigió a la secretaría. Preguntaría por ella. De ese modo, si estaba enferma, podría llamar por teléfono para interesarse por su salud.
La secretaria estaba detrás del escritorio, dando buena cuenta de un yogur.
– Hola, señora Anderson.
– Hola, Glory. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Estoy buscando a Liz Sweeney. ¿La ha visto?
La mujer se ruborizó.
– No, desde esta mañana.
– ¿Es que ha enfermado, o algo así?
– Bueno, yo no creo que…
En aquel instante, se abrió la puerta del despacho de la directora.
– Joyce, ¿podrías traerme…? Ah, hola, Glory -dijo la monja-. ¿Qué podemos hacer por ti?
– Hola, hermana -la saludó, apretando los libros contra su pecho-. Estoy buscando a Liz Sweeney. ¿Está enferma?
– ¿Se supone que tendrías que estar comiendo?
– Sí, pero…
– Te sugiero que vayas a comer. Esto no es asunto tuyo.
– ¿Qué quiere decir? ¿Dónde está Liz? ¿Se encuentra bien? ¿Por qué no está en clase?
– En fin, supongo que lo sabrás todo más tarde o más temprano. Elizabeth Sweeney no volverá a la academia. Ahora, sugiero que…
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Por qué no? No lo comprendo.
– Como acabo de decir, no es asunto tuyo. Y ahora, si no vuelves a la cafetería no tendré más remedio que llamar a tu madre.
La habían expulsado, y Glory no sabía por qué. No había hecho nada malo, salvo ayudarla.
Con el corazón en un puño se dio la vuelta y salió de la secretaría. Pero en lugar de dirigirse a la cafetería corrió a la salida. La hermana Marguerite la llamó, pero Glory no dudó. Tenía que ver a Liz. Tenía que asegurarse de que su amiga estaba bien. Tenía que averiguar lo sucedido.
Sólo podía ser una cosa. Su madre.
Abrió la portezuela del coche, entró y arrancó. Miró hacia atrás, esperando que todo un ejército de monjas la siguiera, pero el aparcamiento estaba vacío.
Sabía muy bien lo que aquella beca significaba para su amiga. Liz debía estar destrozada.
Apretó los dedos sobre el volante, casi histérica, perdida, sola. Sin respetar el límite de velocidad, se plantó ante la casa de su amiga en un tiempo récord. Sólo había estado en el interior del edificio dos veces. Generalmente la recogía en la esquina. No le caía demasiado bien al padre de Liz, y no se molestaba en ocultarlo. Pero el desagrado era recíproco, de modo que a Glory no le importaba demasiado.
Bajó del coche, corrió hacia la casa y entró. La familia de Liz vivía en la cuarta planta. Mientras se aproximaba a la puerta, pudo escuchar una fuerte discusión. Eran las voces de los padres de su amiga. Oyó que alguien lloraba, oyó su nombre, y el de Liz. Sin pensarlo, llamó a la puerta.
La discusión se detuvo y Liz abrió la puerta.
– Soy yo -susurró Glory.
Las dos jóvenes se abrazaron. Cuando se apartaron, Glory escudriñó la deprimida expresión de Liz. Había estado llorando, y su mejilla izquierda estaba enrojecida. Su padre le había dado una buena bofetada.
– Al ver que no aparecías me dirigí a la secretaría, y la directora dijo que te habían expulsado. No pude creerlo. ¿Qué ha sucedido?
– Fue horrible -declaró Liz, que empezó a llorar de nuevo-. ¿Qué voy a hacer? No había visto a mi padre tan enfadado en toda mi vida. Y mi madre está al borde de un ataque de nervios. No quiero regresar al colegio en el que estudiaba antes, Glory.
– ¿Cómo han podido echarte? -preguntó, también entre lágrimas-. Tienes las mejores notas del curso.
– ¿No lo imaginas?
– No. La directora dijo que no era asunto mío.
– ¿Que no era asunto tuyo? -rió con amargura-. Ha sido tu madre. Tu madre. Me llamaron en mitad de una clase para que fuera al despacho de la directora. Y se encontraba allí.
– ¿Mi madre?
– Fue horrible, horrible. Lo sabía todo.
Glory miró a su amiga con sorpresa. Sintió que el mundo se le venía encima.
– Lo sabe todo. Todo sobre Santos, sobre el baile, sobre mí. Y no sólo sobre aquella noche, sino sobre otras muchas. Por eso me expulsaron. La hermana Marguerite quiso darme otra oportunidad, pero tu madre no se lo permitió. ¿Me has oído? Ha sido culpa de tu madre. Ella me ha expulsado.
– ¿Qué dijo? ¿Qué dijo sobre Santos? -preguntó, desesperada.
– ¿Sobre Santos? -preguntó, en un tono extraño.
– Sí. ¿Dijo algo sobre él? ¿Dijo lo que pensaba hacer con nosotros? ¿Cómo sabía su nombre?
– No lo sé. Yo intenté defenderlo. Le dije que os amabais, pero no hizo caso. Lo insultó, y también me insultó a mí. Me llamó mentirosa y…
– Tengo tanto miedo, Liz… Va a destrozarnos. Hará lo que pueda para que no volvamos a vernos. Me dijo que si me descubría me enviaría lejos.
– ¿De qué estás hablando? Dijiste que no haría nada contra mí. Pero lo ha hecho. Dijiste que no me haría daño. Intenté advertírtelo, pero no hiciste caso.
Glory parpadeó, intentando comprender lo que su amiga decía.
– ¿Qué?
– Dijiste que yo no pagaría los platos rotos, pero no ha sido así, Glory. Hasta me culpó de que te acostaras con él. Intenté convencerla de que yo no lo sabía, pero no me escuchó.
– Oh, Dios mío… ¿También sabe eso? ¿También lo sabe? -preguntó, incapaz de pensar.
– Supuse que lo sabía por lo que estaba diciendo. Pensé que lo sabía.
– ¿Es que se lo contaste? ¿Cómo has podido?
– ¿Que cómo he podido? -preguntó, irritada-. Tú no estabas allí. ¡Tú no sabes cómo fue! Ni siquiera puedes imaginar lo que me hicieron.
– Lo único que sé es que yo nunca te habría traicionado. Nunca.
– ¡Oh, muchas gracias! Tú no sabes nada de nada. Me han expulsado, ¿comprendes? He perdido la beca. ¡Y tú sólo te preocupas por tu precioso novio!
– ¡Eso no es cierto! Me preocupo por ti, Liz. Eres mi mejor amiga. Pero no conoces a mi madre, y no sabes de lo que es capaz. No sabes lo que podría llegar a hacer.
– ¿Ah, no? Ha conseguido que me expulsen por el pecado de ser tu amiga. Fuiste tú quien se portó mal, pero fue a mí a quien llamaron al despacho de la directora. Y no sólo no te han castigado, sino que se limitaron a decirte que no era asunto tuyo. Mi padre tenía razón con relación a los ricos. ¡Te odio!
Liz quiso echarla, pero Glory la agarró del brazo con la intención de detenerla.
– No digas eso, Liz, por favor. Tienes que comprenderlo.
– Lo comprendo muy bien. No fuiste nunca mi amiga. Me utilizaste.
– No, no es cierto. ¿Es que no te das cuenta? Fue ella. Lo ha hecho otra vez. Destruye todo lo que me importa. Te destruye a ti e intentará destruir a Santos. Por eso me negaba a decírselo. Por eso temía que…
– ¡No puedo creerlo! ¡Sigues hablando sobre ti, sólo sobre ti! -exclamó Liz, apretando los puños-. Eres como Bebe, como Missy, como todas las demás. Una niña mimada, una bruja egoísta que sólo se preocupa por sí misma. No te importa nada, ni nadie. Fui una estúpida al pensar que eras mi amiga.
Glory se abrazó a sí misma, angustiada.
– Soy tu amiga, Liz. Debes creerme.
– Tú no conoces el significado de la palabra amistad. Me utilizaste. Resultaba muy conveniente. Fui tan estúpida como para…
Liz no terminó la frase. Llevó a Glory a la salida y una vez allí dijo:
– Lo he perdido todo. He perdido la oportunidad de estudiar en una universidad importante, la oportunidad de salir de este mundo. ¿Tienes idea de cómo son los institutos públicos de este país? Oh, no, claro que no. ¿Cómo podrías, maldita niña rica?
– Por favor, Liz -rogó Glory entre lágrimas-. No me hagas esto. Eres mi mejor amiga.
– Y tú fuiste la mía. Adiós, Glory.
Tal y como había sugerido Hope Saint Germaine, Santos fue directamente a ver a Lily. Le contó todo lo sucedido, todo sobre el amor que sentía por Glory, todo sobre su repugnante madre y sobre los insultos que había vertido sobre ella. Compartió su furia y finalmente no tuvo más remedio que hacer ciertas preguntas.
Lily se dejó caer en un sillón, pálida.
Santos se sentó a su lado y preguntó con suavidad, tomándola de la mano:
– ¿Quién es esa mujer?
Lily tardó unos segundos en contestar. Sus ojos brillaban con una profunda angustia.
– Hope es… mi hija.
Santos entrecerró los ojos y la observó con intensidad. Sólo ahora, después de conocer la verdad, advertía el parecido. Un parecido oscurecido no sólo por la edad, sino por algo mucho más profundo que el aspecto físico. Eran tan distintas como la crueldad en relación con la bondad, como la oscuridad comparada con la luz.
Al pensarlo, se estremeció. Pensó lo que Lily le había contado sobre su ingrata hija, que la había abandonado sin escrúpulo alguno. Algo que podía imaginar, perfectamente, en la madre de Glory.
Por increíble que pudiera parecer, se había enamorado de la nieta de Lily. No le extrañó haberse enamorado tan deprisa de Glory. Tenía muchas cosas en común con su abuela.
– ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no confiaste en mí?
– Daría mi vida por ti, Víctor, pero no podía decírtelo. Lo prometí. Ella no quería que nadie lo supiera.
– No quería que nadie supiera que eres su madre -repitió Santos, con repugnancia-. ¿Es que no ves nada malo en eso? ¿Es que no te enerva?
– No lo comprendes. Tú… Ha conseguido una nueva vida. Una vida limpia, lejos del legado de las Pierron. Se ha liberado de nuestro estigma.