– No necesito que me cosan la herida. Además, prometió que no llamaría a nadie.
– Lo sé, y siento haberlo dicho. Pero preferiría romper mi promesa a dejar que murieras -declaró-. Eres demasiado joven para morir.
– ¿Qué está diciendo? -preguntó, asustado.
– Tutéame. Me llamo Lily Pierron. Pero durante los próximos minutos, llámame tía Lily.
– No me quedaré lo suficiente como para que pueda llamar a alguien.
Víctor intentó levantarse, pero la pierna le dolía tanto que tuvo que sentarse de nuevo. Poco tiempo después, sonó el timbre de la puerta. Había llegado el médico.
– No abras, por favor… Lily.
– Lo siento. No puedo hacer otra cosa. Pero te aseguro que después lo agradecerás.
– Ya. Ambos sabemos lo que valen tus promesas.
Lily hizo caso omiso de su ironía.
– Tengo que saber cómo te llamas.
– Vete al infierno.
– Debes decírmelo. Si queremos que el médico crea que eres mi sobrino tendré que llamarte por tu nombre. Y sinceramente, «Vete al infierno» no me parece un nombre muy bonito.
– Todd -mintió, sin mirarla a los ojos-. Todd Smith.
– Muy bien -asintió-. Vuelvo enseguida, Todd Smith. Y espero que seas tan inteligente como para seguir aquí.
En cuanto salió de la cocina, Santos se levantó. Pero de inmediato supo que no podría huir a ninguna parte. No sólo estaba herido, sino que no llevaba pantalones.
– Maldita sea -dijo.
No tenía otro remedio que confiar en ella o marcharse corriendo con una toalla de baño a la cintura. Intentó tranquilizarse un poco y volvió a sentarse de nuevo, pero su corazón latía a toda velocidad. Cerró los ojos. Estaba seguro de que en cualquier momento aparecería la policía para devolverlo a Nueva Orleans.
Y sin embargo, a pesar de todos sus temores, supo que Lily no iba a denunciarlo. Había algo en ella que lo empujaba a confiar. Algo en sus cálidos ojos.
En cualquier caso, estaba atrapado.
Un segundo más tarde apareció su «tía» Lily, acompañada por un hombre de cierta edad. No había mentido. El hombre no llevaba más arma que un maletín de médico.
Siguió el juego y se hizo pasar por su sobrino, aunque de todas formas el médico no hizo pregunta alguna que no fuera profesional.
Veinte minutos más tarde, supo que viviría.
– Tienes unos cuantos arañazos y por la mañana te dolerá todo el cuerpo, pero has tenido suerte.
Recomendó a Lily que lo vigilara durante seis horas, que lo despertara cada dos si se dormía y que lo llamara de inmediato si surgía alguna complicación. Acto seguido se marchó. Lily lo acompañó a la puerta. Obviamente debía ser cierto que aquel hombre compartía muchos secretos con su benefactora.
Poco después, Lily regresó a la cocina,
– ¿Prefieres dormir en el sofá o en una de las habitaciones de arriba?
– En el sofá.
– Muy bien. Si necesitas que te ayude a caminar, o a…
– No, puedo hacerlo yo solo.
– Claro.
Sin más palabras, se alejó de él. Al cabo de un rato Víctor la siguió. La encontró en la biblioteca, esperando.
– Si esperas que me disculpe, pierdes el tiempo -frunció el ceño.
– ¿He pedido alguna disculpa? -preguntó ella-. A fin de cuentas, soy yo quien te las debo. En fin, espero que el sofá sea cómodo.
– Si ya habías decidido que dormiría aquí, ¿por qué lo has preguntado?
– No había planeado tal cosa. Simplemente sabía que preferirías el sofá. De todas formas, te di la oportunidad de elegir.
– ¿De verdad? -preguntó-. ¿Y cómo podías saberlo?
– Porque está más cerca de la salida, claro está.
Había acertado de lleno, y eso lo irritó.
– ¿Qué hay con respecto al anciano? ¿Es tu novio o algo así?
Lily hizo caso omiso de sus preguntas.
– Smith… Un apellido bastante común, ¿no es cierto?
– ¿Es que no me crees?
– Yo no he dicho eso.
– No es necesario que lo digas -observó, mientras contemplaba la habitación-. Es un poco barroca, ¿no?
– Sirve para el propósito que quería. Si tienes frío puedo darte otra manta. Vendré a verte cada dos horas, de modo que no te asustes si entro.
Santos decidió aplicar una estrategia que había aprendido viviendo con tantas familias de «alquiler». Quiso irritarla para que lo dejara en paz.
– ¿Vives sola, Lily? -preguntó con sarcasmo.
– Sí, Todd, vivo sola.
Aquello lo confundió. Esperaba que mintiera. Esperaba ver miedo en sus ojos, o desconfianza. Pero no fue así. Había contestado con sinceridad, y su actitud hizo que se sintiera culpable.
– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Es que vas a asesinarme mientras duermo? ¿O a robarme?
– Eso no lo podrás saber.
Lily rió, entre divertida y desesperada.
– No me importa el dinero, Todd, así que no me molestaría que me robaras. Y en cuanto a asesinarme.., bueno, de todas formas no tengo ninguna razón para vivir.
Acto seguido se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Antes de cerrar, añadió:
– Hagamos un trato, Todd. No espero nada de ti, de modo que no esperes nada de mí. No hagas preguntas y yo no las haré. Y si Todd Smith no es tu verdadero nombre, tampoco me importa.
El olor de la panceta lo despertó. De inmediato recordó todo lo sucedido la noche anterior y sintió miedo al pensar lo que podía haber sucedido si no hubiera conseguido escapar de su agresor, si Lily no se hubiera detenido a auxiliarlo, si el coche hubiera ido más deprisa o si su benefactora hubiera llamado a la policía. Intentó olvidarlo. Tenía que seguir adelante. No podía permitirse el lujo de vivir en el pasado. Debía concentrarse en el futuro; al menos por el momento estaba a salvo.
Se sentó y gimió. Tal y como había dicho el médico, le dolía todo el cuerpo. Se sentía como si lo hubiera atropellado un camión, en lugar de un Mercedes.
Cuando quiso levantarse vio que Lily había lavado y planchado los vaqueros. Junto a ellos descansaba una camisa limpia, y justo encima había una cajita blanca y un par de billetes.
Al verlo, recordó que había dejado su bolsa en el coche del individuo que intentó atacarlo.
No había pensado en ello hasta entonces, y se sintió derrotado. Casi toda su ropa y todo su dinero se encontraba en aquella bolsa. Ahora no tenía nada salvo seis míseros dólares.
Pero por fortuna no había perdido los pendientes de su madre.
Se levantó y se vistió tan deprisa como pudo. El olor de la comida lo llevó a la cocina. La boca se le hacía agua. No en vano había pasado mucho tiempo desde la última vez que había probado bocado.
Lily estaba friendo la panceta. Al verlo, sonrió.
– Ya veo que sigues aquí.
Los acontecimientos de la noche anterior habían impedido que Santos la observara con detenimiento. Pero ahora, a la luz del día, se sorprendió. A pesar de su edad era de una belleza impresionante.
– Cierto. Además, sigues viva y tu vajilla de plata continúa donde la tengas guardada.
Lily rió.
– Sabía que no me matarías.
– ¿Y cómo lo sabías?
– Supongo que por experiencia. Soy bastante perceptiva con la gente. Toma un plato. El desayuno está preparado. Supuse que tendrías hambre, así que también he preparado unas pastas.
– No es necesario que me alimentes.
– ¿No? Bien al contrario, yo creo que es lo mínimo que puedo hacer por ti. A fin de cuentas te atropellé.
Santos estaba cansado de que todo el mundo sintiera lástima de él, de que todos actuaran como si le debieran algo. Y no quería deber favores a nadie. De manera que fue sincero y se lo dijo.
– Muy bien. Si quieres, puedes pagar por la comida -dijo ella.
– ¿Pagar? ¿Por la comida?
– Por supuesto. No esperaba que lo hicieras, pero si es tu deseo…
– ¿Cuánto es? -preguntó, irritado.
– No lo sé, unos dólares. ¿Cuánto cuesta un desayuno en un bar?
Santos se encogió de hombros.
– Si lo prefieres, puedes trabajar para ganarte la comida. Hay que hacer algunos arreglos en el garaje y otras cosas sin importancia en la casa -declaró, mientras servía la comida en su plato-. Tú verás. Ah, y si decides quedarte unos días para recobrar fuerzas, te pagaré algo extra si me arreglas el techo del salón.
Santos miró el plato de comida, hambriento. Debía quedarse. Odiaba la idea, pero no tenía más remedio. Sin dinero, sin ropa, y sin ningún lugar al que ir, no podía rechazar el ofrecimiento de Lily. Lily Pierron era un verdadero ángel. Y eso lo sacaba de quicio.
– Bueno, me quedaré un par de días -declaró, orgulloso-. Pero después me marcharé.
Santos se quedó. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas, en meses. Ahora, tres meses después de que Lily lo atropellara, estaba sentado en la escalera del porche, preguntándose cómo había podido pasar. No había planeado quedarse tanto tiempo. Sólo tenía intención de permanecer en la casa unos días para recobrar fuerzas y ahorrar dinero.
Se inclinó y recogió un trocito de suela que obviamente se habría desprendido de algún zapato. No comprendía qué ganaba Lily con todo aquello. No creía que no pudiera encontrar a otra persona que le arreglara la casa, y ni siquiera creía que pudiera importarle.
Debía tener alguna razón distinta. La experiencia le decía que todo el mundo actuaba por interés. Sin embargo, no había descubierto, aún, lo que quería de él.
Frunció el ceño. A juzgar por la mansión y por el coche debía ser una mujer rica, y también sabía que los ricos no se preocupaban nunca por los pobres, salvo para hacerlos criados o para limpiar sus conciencias. No obstante, lo había tratado con todo respeto. No esperaba que trabajara por obligación. Bien al contrario, pagaba muy bien. Le daba todo tipo de libertades, no lo presionaba con preguntas y no lo angustiaba con un falso sentimiento de comprensión y solidaridad.
Resultaba evidente que Lily necesitaba compañía. Se sentía muy sola, y a pesar de las distancias que había entre ellos sospechaba que lo comprendía. Aquella mujer le agradaba, aunque se empeñara en negarlo y en repetirse una y otra vez que era como todos los demás. De hecho, se odiaba por haber aceptado su ayuda durante tanto tiempo.
Había llegado el momento de que se marchara.
Lily apareció en aquel instante. Siempre caminaba en silencio. Santos se había acostumbrado a que apareciera de repente, como salida de la nada. Era toda una dama. No podía decirse que estuviera en paz consigo, pero tampoco lo contrario. Parecía resignada a su existencia.