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Anoté todo esto en mi libreta, entre bocado y bocado, aunque no creía que pudiera conducirme a ninguna tumba. Esto me llevó a pensar en una última pregunta, que no me hacía ninguna gracia formular en una oscuridad tan enorme y profunda.

– ¿Es posible que Drácula fuera enterrado aquí, o que su cadáver fuera trasladado hasta este castillo desde Snagov, con el fin de protegerlo de profanaciones?

Georgescu rió.

– No pierde la esperanza, ¿eh? No, nuestro amigo está en Snagov, hágame caso. Esa capilla de ahí tenía una cripta, desde luego. Hay una zona hundida, con un par de peldaños que bajan. La excavé hace años, cuando vine por primera vez. -Me dedicó una amplia sonrisa-. Los aldeanos no me dirigieron la palabra durante semanas. Pero estaba vacía. Ni siquiera había huesos.

Poco después empezó a bostezar de una manera prodigiosa. Acercamos nuestras

provisiones al fuego, nos envolvimos en nuestras mantas de viaje y guardamos silencio. La noche era helada y me alegré de haber llevado mis prendas de más abrigo. Contemplé las estrellas un rato (parecían muy cercanas al oscuro precipicio) y escuché los ronquidos de Georgescu.

Al final debí dormirme también, porque cuando desperté el fuego estaba casi apagado y jirones de nubes cubrían la cumbre de la montaña. Me estremecí, y estaba a punto de levantarme para arrojar más leña al fuego cuando un crujido próximo me heló la sangre en las venas. No estábamos solos en las ruinas, y quienquiera que compartiera el oscuro recinto con nosotros estaba muy cerca. Me puse poco a poco de pie, mientras pensaba en si debía despertar a Georgescu en caso necesario y me preguntaba si llevaría armas en su bolsa zíngara, además de las ollas. Se había hecho un silencio de muerte, pero al cabo de unos segundos la tensión fue excesiva para mí. Introduje una rama de nuestra pila en el fuego, y cuando se prendió tuve una antorcha, que alcé con cautela.

De repente, en las profundidades de la zona de la capilla invadida por la maleza, la luz de mi antorcha captó el brillo rojizo de unos ojos. Mentiría, amigo mío, si dijera que no se me pusieron los pelos de punta. Los ojos se acercaron un poco más, pero no vi si estaban muy alejados del suelo. Me miraron durante un largo momento y experimenté la sensación irracional de que poseían conciencia, de que sabían quién era yo y me estaban tomando la medida. Después, aplastando la maleza, una gran bestia apareció ante mi vista, volviendo la cabeza a un lado y a otro, y luego se alejó en la oscuridad. Era mi lobo de un tamaño asombroso. A la escasa luz vi apenas un momento su espeso pelaje y su enorme cabeza, justo antes de que saliera de las ruinas y se desvaneciera.

Me acosté de nuevo, y decidí no despertar a Georgescu ahora que el peligro parecía haber pasado, pero no pude dormir. Una y otra vez (al menos en mi mente), veía aquellos ojos inteligentes y penetrantes. Supongo que finalmente me hubiera llegado a dormir, pero mientras estaba despierto tomé conciencia de un sonido lejano que parecía ascender hacia nosotros desde la oscuridad del bosque. Al final, demasiado inquieto para seguir acostado, me levanté una vez más y atravesé de puntillas el patio para mirar por encima del muro. La pendiente más abrupta desde el borde del precipicio era la que daba al Arges, como va he dicho, pero a mi izquierda había una zona en que la ladera boscosa era más suave, y oí llegar desde allí el murmullo de muchas voces y un resplandor que bien podía ser de hogueras de campamento. Me pregunté si habría gitanos acampados en aquellos bosques.

Tendría que preguntárselo a Georgescu por la mañana. Como si ese pensamiento le hubiera conjurado, mi nuevo amigo apareció de repente a mi lado, medio dormido.

– ¿Pasa algo?

Miró por encima del muro.

Señalé.

– ¿Podría ser un campamento gitano?

El hombre rió.

– No, no tan lejos de la civilización. -Bostezó, pero sus ojos se veían brillantes y

despiertos a la luz de nuestro fuego agonizante-. De todos modos, es peculiar. Vamos a echar un vistazo.

No me gustó nada la idea, pero unos minutos después nos habíamos puesto las botas y estábamos bajando por el sendero en dirección al sonido. Fue aumentando de intensidad, subiendo y bajando, una siniestra cadencia. No eran lobos, pensé, sino voces de hombres.

Intenté no pisar ninguna rama. En un momento dado, observé que Georgescu introducía una mano en la chaqueta. Iba armado, pensé con satisfacción. Pronto vimos la luz de un fuego que parpadeaba entre los árboles, y el arqueólogo me indicó por señas que me agachara, y después se acuclilló a mi lado entre la maleza.

Habíamos llegado a un claro del bosque, y estaba lleno de hombres. Formaban dos círculos alrededor de una hoguera y cantaban. Uno, al parecer el líder, estaba de pie cerca del fuego,

y siempre que su cántico alcanzaba un crescendo, todos levantaban un brazo para saludarle y apoyaban la otra mano sobre el hombro del individuo de al lado. Sus rostros, de un naranja tétrico a la luz del fuego, estaban tirantes y serios, y sus ojos centelleaban. Llevaban una especie de uniforme, chaqueta oscura sobre camisa verde y corbata negra.

– ¿Qué es esto? -murmuré a Georgescu-. ¿Qué están diciendo?

– «¡Todo por la patria!» -siseó en mi oído-. Guarde silencio o somos hombres muertos.

Creo que es la Legión del Arcángel San Miguel.

– ¿Qué es eso?

Intenté mover los labios el mínimo posible. Habría sido difícil imaginar algo menos angelical que aquellos rostros pétreos y los rígidos brazos extendidos. Georgescu me indicó por señas que nos alejáramos, y regresamos hacia el bosque, pero antes de volvernos observa un movimiento al otro lado del claro, y ante mi creciente estupor vi a un hombre alto de hombros anchos con capa, cuyo pelo oscuro y cara enjuta iluminó un momento el resplandor del fuego. Se hallaba fuera de los círculos de hombres uniformados, con expresión risueña. De hecho, daba la impresión de que estaba riendo. Al cabo de un segundo deja de verle, y pensé que se había deslizado entre los árboles. Después Georgescu tiró de mí para que continuara subiendo el talud.

Cuando volvimos a estar a salvo en las ruinas (cosa rara, ahora me sentía a salvo allí), Georgescu se sentó al lado del fuego y encendió su pipa, como para relajarse.

– Dios santo, hombre -_susurró-. Eso podría haber sido nuestro fin.

– ¿Quiénes son?

Tiró la cerilla al fuego.

– Criminales -replicó-. También se les llama la Guardia de Hierro. Van de pueblo en pueblo por esta parte del país, reclutan jóvenes y los convierten al odio. Odian a los judíos en particular, y quieren limpiar el mundo de ellos. -Dio una feroz calada a su pina-. Los gitanos sabemos que, donde los judíos son asesinados, los gitanos también acaban siendo asesinados. Y mucha más gente, por lo general. Describí la extraña figura que había visto fuera del círculo.

– Oh, sin duda -masculló Georgescu-. Atraen a todo tipo de admiradores extraños. No pasará mucho tiempo sin que todos los pastores de las montañas se unan a ellos.

Tardamos un rato en tranquilizarnos y volver a dormir, pero Georgescu me aseguró que no era probable que la Legión escalara la montaña una vez iniciados sus rituales. Conseguí conciliar un sueño intranquilo, y me alivió ver que el alba llegaba pronto al nido de águilas.

Reinaba el silencio, la niebla era bastante espesa y no soplaba nada de viento. En cuanto hubo suficiente luz, me encaminé con cautela hacia la capilla derruida y examiné las huellas del lobo. Se veían con claridad en la tierra a un lado de la capilla, grandes y pesadas. Lo más extraño es que sólo había pisadas en una dirección, las que se alejaban de la zona de la capilla, surgiendo de las profundidades de la cripta, pero no existía el menor indicio de que el lobo hubiera entrado antes, o tal vez fui incapaz de ver sus huellas en la maleza que crecía detrás de la capilla. Reflexioné sobre esta circunstancia mucho después de haber desayunado, hice unos cuantos dibujos y nos dispusimos a bajar la montaña.

Una vez más, debo parar de momento, pero te envío fervorosos recuerdos desde una tierra muy lejana…

Rossi.

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Querido amigo:

No puedo ni imaginar lo que pensarás de esta correspondencia extraña y unilateral cuando llegue por fin a tus manos, pero me siento impulsado a continuar, aunque sólo sea para tomar notas dirigidas a mí mismo. Ayer por la tarde volvimos al pueblo situado a orillas del Arges desde el que habíamos iniciado nuestro viaje a la fortaleza de Drácula, y Georgescu partió hacia Snagov, con un cordial abrazo y un apretón en mis hombros, y el deseo de que

algún día tal vez nos pondríamos en contacto de nuevo. Ha sido un guía de lo más simpático, y le echaré de menos. En el último momento sentí una punzada de culpabilidad por no haberle contado todo lo que observé en Estambul, pero no pude decidirme a romper mi silencio. De todos modos, tampoco lo habría creído, de modo que me ahorré el trabajo de intentar convencerle. Podía imaginar demasiado bien su risa estentórea, su científico meneo de cabeza, su rechazo de mi imaginación desbordada.

Me animó a acompañarle de vuelta hasta Târgoviste, pero yo ya había decidido quedarme unos días más en esta zona, con el fin de visitar algunas iglesias y monasterios cercanos, y después, quizá, parte de la región que rodeaba la fortaleza de Vlad. Ésa fue la razón que me di, y también a Georgescu, y él me recomendó varios lugares que Drácula debió visitar sin duda en vida. Creo que yo albergaba otro motivo, amigo mío, la sensación de que nunca volvería a este lugar, tan remoto, tan lejos de mis investigaciones habituales, y de una belleza tan inmensa. Una vez decidido a utilizar mis últimos días libres aquí, en lugar de

correr a Grecia antes de tiempo, he estado relajándome un rato en la taberna, con la intención de mejorar mis conocimientos de rumano y tratando con poco éxito de hablar con los ancianos sobre las leyendas de la región. Hoy he paseado por los bosques cercanos al pueblo y me he topado con un rústico santuario que se alzaba solitario bajo un árbol. Estaba construido con piedras antiguas y techo de paja, y pensé que su parte original tal vez se encontraba aquí mucho antes de que las tropas de Drácula cabalgaran por estos parajes. Las flores frescas del interior se acababan de marchitar y la cera que había caído de la vela formaba un pequeño túmulo debajo del crucifijo.

Cuando regresaba hacia el pueblo, me topé con otra visión sorprendente: una joven de la aldea se hallaba inmóvil en mitad de mi camino, vestida de campesina, como una figura histórica. Como no dio señales de moverse, me detuve a hablar con ella, y ante mi asombro me entregó una moneda. Era muy antigua (medieval) y tenía en una cara la figura de un dragón. Aunque sin pruebas, me quedé convencido de que había sido acuñada para la Orden del Dragón. La chica sólo hablaba rumano, por supuesto, pero conseguí averiguar

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