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Târgoviste es una bonita ciudad, de carácter todavía medieval, y cuenta al menos con esta buena posada, donde el viajero puede lavarse la cara con agua transparente. Nos hallamos ahora en el corazón de Valaquia, en un país escarpado entre montañas y llanuras. Vlad Drácula gobernó Valaquia varias veces durante las décadas de 1450 y 1460. Târgoviste era su capital, y esta tarde fuimos a pasear por las ruinas de su palacio. Georgescu me indicó las diferentes cámaras y describió su uso probable. Drácula no nació aquí, sino en Transilvania, en una ciudad llamada Sighisoara. No tendré tiempo de verla, pero Georgescu ha estado aquí varias veces y me dijo que la casa en la que vivió el padre de Drácula, el lugar donde nació Vlad, todavía sigue en pie.

El más notable de los muchos monumentos notables que hemos visto hoy, mientras explorábamos las viejas calles y ruinas, fue la atalaya de Drácula o, mejor dicho, una hermosa restauración llevada a cabo en el siglo XIX. Georgescu, como buen arqueólogo, arruga su nariz rumanoescocesa ante estas restauraciones y explica que en este caso las almenas que rodean la parte superior no son correctas. Pero ¿qué se puede esperar cuando los historiadores empiezan a utilizar su imaginación?, me preguntó con sarcasmo. Tanto si la restauración es fiel como si no, lo que Georgescu me contó sobre la torre me provocó escalofríos. Vlad Drácula no sólo la utilizaba como puesto de observación en aquella era de frecuentes invasiones otomanas, sino como punto privilegiado desde el que contemplar los empalamientos que se llevaban a cabo en el patio de abajo. Cenamos en una pequeña taberna cerca del centro de la ciudad. Desde allí se veían las murallas exteriores del palacio en ruinas, y mientras comíamos pan y guisado, Georgescu me dijo que Târgoviste era el lugar más indicado desde el que iniciar el viaje a la fortaleza de Drácula erigida en la montaña.

– La segunda vez que ocupó el trono de Valaquia, en 1456 -explicó-, decidió construir un castillo sobre el Arges, al que poder escapar de las invasiones de las llanuras. Las montañas situadas entre Târgoviste y Transilvania, y las zonas más agrestes de Transilvania, siempre han sido para los habitantes de Valaquia un lugar donde poder escapar.

Partió un pedazo de pan y lo mojó en el guiso sonriente.

– Drácula sabía que ya existían en aquellas alturas un par de fortalezas en ruinas, que databan como mínimu del siglo once, dominando el río. Decidió reconstruir una de ellas, el antiguo castillo de Arges. Necesitaba mano de obra barata. ¿No se reducen estas cosas a contar con una buena ayuda? En consecuencia, con su acostumbrado buen corazón, invitó a todos sus boyardos, sus terratenientes, a una pequeña celebración de Pascua. Acudieron con sus mejores atavíos al gran patio de Târgoviste y él los recibió con grandes cantidades de comida y bebida. Después mató a los que consideraba más problemáticos y trasladó al resto, así como a sus esposas e hijos, a cincuenta kilómetros de distancia, a las montañas, para que reconstruyeran el castillo de Arges.

Georgescu buscó otro pedazo de pan por la mesa.

– Bien, es más complicado que todo eso, en realidad. La historia de Rumania siempre lo es. Mircea, el hermanu mayor de Drácula, había sido asesinado años antes en Târgoviste por sus enemigos políticos. Cuando Drácula llegó al poder, ordenó exhumar el ataúd de su hermanu y descubrió que el pobre hombre había sido enterrado vivo. Fue cuando envió su invitación de Pascua, y de esta manera consiguió vengar a su hermanu, así como mano de obra barata para construir su castillo en la montaña. Tenía hornos para cocer ladrillos cerca de la fortaleza, y los que sobrevivieron al viaje fueron obligados a trabajar día y noche, cargando ladrillos y construyendo muros y torres. Las viejas canciones de esta región dicen que las hermosas prendas de los boyardos se convirtieron en harapos antes de que terminaran. -Georgescu dejó su plato limpio como una patena-. He observado que Drácula era un individuo tan práctico como desagradable.

De modo que mañana, amigo mío, seguiremos el camino de aquellos desgraciados nobles, pero en carro, mientras que ellos subieron la montaña a pie.

Es extraordinario ver a los campesinos pasear con sus trajes tradicionales entre la indumentaria más moderna de la gente de ciudad. Los hombres llevan camisas blancas con chalecos oscuros y enormes zapatillas de piel anudadas hasta la rodilla con tiras de cuero, como pastores romanos resucitados. Las mujeres, casi todas morenas como los hombres, y con frecuencia muy guapas, visten pesadas faldas y blusas, con un chaleco ceñido sobre todo lo demás, y sus ropas están bordadas con trabajados dibujos. Parece gente vital, que ríe y grita mientras regatea en el mercado, el cual visité ayer por la mañana en cuanto llegué. Imposible encontrar una forma de enviar esto, de modo que por ahora lo guardaré en mi bolsa.

Sinceramente tuyo,

Bartholomew

Querido amigo:

Con gran placer por mi parte, hemos conseguido llegar a un pueblo situado a orillas del Arges, a un día de distancia entre montañas de pendientes míticas, en el carro del agricultor al que pagué con generosidad. Como resultado, me duelen todos los huesos, pero estoy eufórico. Este lugar me parece prodigioso, como salido de un cuento de Grimm, irreal, ojalá pudieras verlo sólo una hora, para sentir la inmensa distancia que lo separa de la Europa occidental. Las casitas, algunas pobres y destartaladas, aunque la mayoría con un aire alegre, tienen aleros bajos y grandes chimeneas, rematadas con los gigantescos nidos de las

cigüeñas que veranean aquí.

Paseé con Georgescu esta tarde y descubrí que una plaza del centro del pueblo es su lugar de reunión, con un pozo para los habitantes y un gran abrevadero para el ganado, que atraviesa la población dos veces al día. Bajo un árbol maltrecho se encuentra la taberna, un lugar ruidoso donde tuve que pagar una ronda tras otra de pecaminoso aguardiente a los clientes. Piensa en esto mientras estás sentado en el Golden Wolf con tu pinta de cerveza.

Hay incluso uno o dos hombres entre ellos con los cuales me puedo comunicar un poco.

Algunos se acuerdan de Georgescu de su última vivita, hará seis años, y le han saludado con grandes palmadas en la espalda cuando entró esta tarde, aunque otros parecen evitarle.

Georgescu dice que hará falta un día para subir y bajar de la fortaleza, y nadie quiere guiarnos. Hablan de lobos, osos y, por supuesto, de vampiros. Pricolici, los llaman en su idioma. He aprendido algunas palabras en rumano, y mi francés, italiano y latín me prestan grandes servicios mientras intento hacerme entender. Esta noche, mientras interrogábamos a varios bebedores canosos, casi todo el pueblo apareció para examinarnos sin la menor discreción: amas de casa, labriegos, multitudes de niños descalzos y jovencitas, bellezas de ojos oscuros. En un momento dado, me vi rodeado de aldeanos que fingían ir a sacar agua, barrer escalones o consultar con el tabernero, de modo que me puse a reír a carcajadas y todos me miraron fijamente.

Mañana más. Me encantaría estar hablando una hora contigo, ¡y en mi propio idioma!

Tuyo con devoción,

Rossi

Querido amigo:

Hemos ido y vuelto de la fortaleza de Vlad, ante mi solemne admiración. Ahora sé por qué la quería ver. Ha convertido en realidad, en vida, al menos hasta cierto punto, la aterradora figura que busco en su muerte (o pronto empezaré a buscar, como sea, donde sea, si mis mapas me sirven de algo). Intentaré explicarte nuestra excursión, pues deseo tanto que puedas imaginarla como documentarla.

Al amanecer nos pusimos en marcha en la carreta de un joven agricultor, el cual parece ser un sujeto próspero, hijo de un cliente habitual de la taberna. Por lo visto, su padre le ha dado órdenes de ser nuestro guía, y el encargo no le ha hecho mucha gracia. Cuando subimos a la carreta, con las primeras luces del alba en la plaza, señaló las montañas varias veces, meneó la cabeza y dijo: «¿Poenari? ¿Poenari?» Por fin pareció resignarse a la tarea encomendada y azuzó a sus caballos, dos grandes máquinas de color bayo dispensadas aquel día de trabajar en los campos.

El hombre era un personaje de aspecto formidable, alto y de anchas espaldas bajo su blusa y el chaleco de lana, y con el sombrero nos pasaba sus dos buenas cabezas. Esto convertía su timidez respecto a la excursión en algo cómico para nosotros, aunque no debería reírme de los temores de estos campesinos después de lo que vi en Estambul (que te contaré en persona, como ya te he dicho). Georgescu intentó entablar conversación con él durante nuestra travesía del bosque, pero siguió al mando de la riendas en un silencio desesperado (pensé yo), como un prisionero conducido al tajo. De vez en cuando introducía la mano dentro de la camisa, como si guardara alguna especie de amuleto protector. Lo deduje de la tira de cuero que colgaba alrededor de su cuello, y tuve que resistir a la tentación de pedirle que me lo enseñara. Sentí pena por el hombre y lamenté el mal trago que estaba pasando por nuestra culpa, contrario a todos los tabúes de su cultura, por lo que decidí darle una propina al final del viaje.

Teníamos la intención de pernoctar en el castillo aquella noche, con el fin de concedernos tiempo suficiente para examinar todo y tratar de hablar con los campesinos que vivieran cerca del lugar, y con este propósito el padre de nuestro guía nos había proporcionado esteras y mantas, y su madre nos había dado una provisión de pan, queso y manzanas, liados en un aúllo en la parte posterior del carro. Cuando entramos en el bosque, sentí un escalofrío muy poco académico. Recordé al héroe de Bram Stoker cuando se interna en los bosques de Transilvania (una versión ficticia de los auténticos, en cualquier caso) en diligencia, y casi deseé haber ido de noche, para poder distinguir yo también hogueras misteriosas en los bosques y oír el aullido de los lobos. Era una pena, pensé, que Georgescu no hubiera leído nunca el libro, y decidí que le enviaría un ejemplar desde Inglaterra, si algún día regresaba a tan tedioso lugar. Después recordé mi encuentro en Estambul, y eso templó mis ánimos.

Atravesamos con parsimonia el bosque, porque la carretera estaba sembrada de surcos y baches y porque empezó a trepar a la montaña casi enseguida. Estos bosques son muy profundos, oscuros incluso en el mediodía más radiante, con el frío tétrico del interior de una iglesia. Cuando los cruzas, te ves rodeado por completo de árboles, y por un silencio palpitante. Desde el carro no se ve nada en kilómetros a la redonda, excepto troncos de árboles y maleza, una espesa mezcla de abetos y diversas especies de madera dura. La altura de muchos árboles es tremenda, y sus copas ocultan el cielo. Es como avanzar entre las columnas de una catedral inmensa, pero oscura, una catedral encantada donde esperas captar vislumbres de la Virgen Negra o santos mártires en cada nicho. Observé al menos una docena de especies arbóreas diferentes, entre ellas altísimos castaños y robles de un tipo que nunca había visto.

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