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De cerca, era un sujeto corpulento y bronceado, con una fina red de arrugas alrededor de los ojos y la boca. Su sonrisa había perdido dos dientes de arriba y la mayoría de los que aún quedaban proyectaban destellos dorados. Su mano era de una fuerza prodigiosa, seca y áspera como la de un labriego.

– Bartholomew Rossi -dijo con voz profunda, sin dejar de reír-. Ma numesc Velior Georgescu. Es un placeer conocerlee. ¿En qué puedo ayudarlee?

Por un momento, me sentí transportado a nuestra excursión a pie del año anterior. Podría haber sido uno de aquellos habitantes de las tierras altas curtidos por la intemperie a los que siempre estábamos pidiendo que nos orientaran, sólo que con pelo oscuro en lugar de claro.

– ¿Habla inglés? -pregunté como un idiota.

– Un poquiito -dijo el señor Georgescu-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve la oportunidad de practicarlo, pero ya volverá a mi lengua.

Hablaba de manera fluida y culta, arrastrando un poco la erre.

– Perdón -me apresuré a decir-. Tengo entendido que tiene un interés especial por Vlad III y me gustaría mucho hablar con usted. Soy historiador de la Universidad de Oxford.

Asintió.

– Me alegra saber de su interés. ¿Ha venido desde tan lejos sólo para ver su tumba?

– Bien, había confiado…

– Ah, confiado, confiado -dijo el señor Georgescu, y me dio una palmada en el hombro que no dejó de ser cordial-. Pues tendré que aplacar un poco sus esperanzas, muchacho.

– El corazón me dio un vuelco. ¿Era posible que también ese hombre creyera que Vlad no estaba enterrado aquí? Decidí esperar y escuchar con atención antes de hacer más preguntas. Me estaba estudiando con aire inquisitivo, y sonrió de nuevo-. Venga, vamos a dar una paseíto.

Dio a sus ayudantes rápidas instrucciones, que al parecer eran una invitación a dejar de trabajar, porque sacudieron sus manos y se dejaron caer bajo un árbol. Apoyó su pala contra un muro medio excavado y me llamó por señas. Por mi parte, informé al barquero y

al taxista de que se habían hecho cargo de mí y di unas monedas al barquero. Se tocó el sombrero y desapareció, mientras que el taxista se sentó contra las ruinas y sacó una petaca del bolsillo.

– Muy bien. Primero daremos la vuelta al exterior. -El señor Georgescu agitó una ancha mano ante él-. ¿Conoce la historia de esta isla? ¿Un poco? Aquí había una iglesia en el siglo catorce, y el monasterio fue construido un poquito después; también en ese siglo. La primera iglesia era de madera y la segunda de piedra, pero la iglesia de piedra se hundió en el lago en 1453. Notable, ¿no le parece? Drácula llegó al poder en Valaquia por segunda vez en 1456, y tenía sus propias ideas. Creo que le gustó este monasterio porque una isla es fácil de proteger. Siempre estaba buscando sitios que pudiera fortificar contra los turcos.

Éste es bueno, ¿no le parece?

Le di la razón y procuré no mirarle. Su inglés era tan fascinante que me costaba

concentrarme en lo que decía, pero su último comentario había obrado efecto. Bastaba una sola mirada alrededor para imaginar a unos pocos monjes defendiendo esa fortaleza de los invasores. Velior Georgescu también miró en torno a él con aire de aprobación.

– Por tanto, Vlad convirtió el monasterio existentee en una fortaleza. Construyó murallas fortificadas a su alrededor y una prisión y una cámara de tortuuras. También un túnel para escapar y un puente hasta la orilla. Era un chico listo, Vlad. Hace mucho tiempo que el puente no existe, por supuesto, y yo estoy excavando el resto. Donde estamos trabajando ahora estaba la prisión. Ya hemos encontrado varios esqueletos.

Me dedicó una amplia sonrisa y sus dientes centellearon al sol.

– ¿Así que ésta es la iglesia de Vlad?

Señalé el encantador edificio cercano, con sus elevadas cúpulas y los árboles oscuros que acariciaban sus muros.

– No, temo que no -dijo Georgescu-. Los turcos quemaron en parte el monasterio en 1462, cuando Radu, el hermano de Vlad, un títere otomano, ocupaba el troono de Valaquia.

Y justo después de enterrar a Vlad aquí, una terrible tormenta sepultó la iglesia en el lago.

– ¿Estaba Vlad enterrado aquí?, me moría de ganas de preguntar, pero mantuve la boca cerrada-. Los campesinos debieron de pensar que era un castigo de Dios por sus pecados.

La iglesia fue reconstruida en 1517. Tardaron tres años, y ya ve los resultados. Los muros exteriores del monasterio son una restauración de sólo treinta años de antigüedad.

Habíamos llegado al borde de la iglesia y palmeó la mampostería, como si acariciara el lomo de su caballo favorito. De pronto, un hombre apareció por la esquina de la iglesia y se dirigió hacia nosotros, un anciano encorvado de barba blanca con hábito negro y sombrero de largas alas que caían sobre sus hombros. Caminaba con la ayuda de un bastón y se ceñía el hábito con una estrecha cuerda, de la que colgaba un llavero. De una cadena que rodeaba su cuello pendía una cruz antigua muy hermosa, del tipo que había visto en las cúpulas de

las iglesias.

Me quedé tan sorprendido por su aparición que casi me caí. Soy incapaz de describir el efecto que obró en mí, sólo puedo decir que fue como si Georgescu hubiera conjurado un fantasma. No obstante, el arqueólogo avanzó sonriente hacia el monje y se inclinó sobre su mano sarmentosa, en la que brillaba un anillo de oro que Georgescu besó con respeto. Daba la impresión de que el anciano también le apreciaba, porque apoyó los dedos sobre la cabeza del hombre un momento y le dirigió una pálida sonrisa, de tan pocos dientes como la de Georgescu. Capté mi nombre en las presentaciones y me incliné hacia el monje con la mayor gracia posible, aunque no logré decidirme a besar el anillo.

– Él es el abaad -me explicó Georgescu-. Es el último de este lugar; y con él sólo viven tres monjes ahora. Ha estado aquí desde que era joven y conoce la isla mucho mejor que cualquiera. Le da la bienvenida y su bendición. Si quiere hacerle alguna pregunta, dice, intentará contestarla.

Me incliné para dar las gracias y el anciano siguió andando con parsimonia. Pocos minutos después le vi sentarse en el borde del muro derrumbado que había detrás de nosotros, como un cuervo que descansara bajo el sol del atardecer.

– ¿Viven aquí todo el año? -pregunté a Georgescu. -Oh, sí. Están aquí los inviernos más difíciles -asintió mi guía-. Les oirá cantar la misa si no se marcha demasiado proonto. -Le aseguré que no me perdería semejante experiencia-. Bien, vamos a la iglesia.

Nos encaminamos a las puertas principales de madera, grandes y talladas, y entramos en un mundo que yo desconocía, muy diferente del de nuestras capillas anglicanas.

Hacía frío dentro, y antes de que pudiera ver algo en la impenetrable oscuridad del interior, percibí el olor de una especia ahumada en el aire y sentí una corriente húmeda elevarse de las piedras, como si respiraran. Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, sólo distinguí tenues destellos de latón y llamas de velas. La luz del día apenas se filtraba por las gruesas vidrieras de colores oscuros. No había bancos ni sillas, aparte de algunos asientos altos de madera distribuidos a lo largo de una pared. Cerca de la entrada había un lampadario, cuyas velas goteaban profusamente y proyectaban un olor a cera quemada. Algunas estaban encajadas en una corona de latón situada en la parte superior y otras en un recipiente con arena que rodeaba la base.

– Los monjes las encienden cada día, y de vez en cuando también lo hacen algunos visitantes -explicó Georgescu-. Las que están alrededur de la parte de arriba son para los vivos y las que hay alrededur de la base son por las almas de los muertos. Arden hasta que se apagan soolas.

Al llegar al centro de la iglesia señaló hacia arriba y vi una cara difuminada que flotaba sobre nosotros, en el extremo de la cúpula.

– ¿Está familiarizado con nuestras iglesias bizantinas? -preguntó Georgescu-. Cristo siempre está en el centro, mirando hacia abajo. Este candelabru -una gran corona colgaba del centro del pecho de Cristo, ocupando el espacio principal de la iglesia, pero sus velas se habían quemado- también es muy típico.

Nos acercamos al altar. De pronto me sentí como un invasor, pero no había ningún monje a la vista y Georgescu avanzó con la seguridad de un propietario. En el altar colgaban telas bordadas, y delante había alfombras y esteras de lana tejidas con motivos populares, que yo habría pensado turcas de no saber la verdad. La parte superior del altar estaba decorada con varios objetos muy adornados, entre ellos un crucifijo esmaltado y un icono de la Virgen y el Niño con marco de oro. Detrás se alzaba una pared de santos de ojos tristes y ángeles

todavía más tristes, y en medio había un par de puertas de oro colado, revestidas de cortinas de terciopelo púrpura, que conducían a un lugar oculto y misterioso.

Distinguí todo esto con dificultad, debido a la penumbra, pero la belleza sombría de la escena me conmovió. Me volví hacia Georgescu.

– ¿Vlad venía a rezar aquí? Me refiero a la iglesia antigua.

– Oh, desde luegu. -El arqueólogo lanzó una risita-. Era un asesino devoto. Construyó muchas iglesias y otros monasterios, para asegurarse de que mucha gente rezaría por su salvación. Éste era uno de sus lugares favoritos, y era muy amigo de los monjes de aquí. No sé qué pensaban de sus fechorías, pero estaban muy contentos de su apoyo al monasterio.

Además, los protegía de los turcos. Pero los tesoros que ve aquí fueron traídos de otras iglesias. Los campesinos robaron todos los objetos de valor en el siglo pasado, cuando cerraron la iglesia. Mire aquí Esto es lo que quería enseñarle.

Se acuclilló y alzó las alfombras que había delante del altar. Vi una larga piedra

rectangular, lisa y sin adornos, pero no cabía duda de que indicaba la existencia de una tumba. Mi corazón empezó a martillear en el pecho.

– ¿La tumba de Vlad?

– Sí, según la leyenda. Algunos de mis colegas y yo excavamos aquí hace un par de años y encontramos un agujero vacío. Contenía sólo unos cuantos huesos de animales.

Contuve la respiración.

– ¿Él no estaba dentro?

– De ninguna manera. -Los dientes de Georgescu destellaron como el latón y el oro que nos rodeaba-. La documentación escrita dice que fue enterrado aquí, delante del altar, y que la nueva iglesia fue construida sobre los mismos cimientos de la vieja, para que no profanaran su tumba. Ya puede suponer la decepción que tuvimos cuando no le encontramos.

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