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De vuelta a nuestra casa de Amsterdam, mi padre se mostraba anormalmente ocupado y silencioso, y yo esperaba inquieta que apareciera alguna oportunidad de preguntarle por el profesor Rossi. La señora Clay cenaba con nosotros todas las noches en el comedor de paneles oscuros, y aunque nos servía del aparador y era como un miembro más de la familia, yo intuía que mi padre no quería seguir contándome su historia delante de ella. Si iba a buscarle a la biblioteca, se apresuraba a preguntarme cómo me había ido el día, o pedía ver mis deberes Investigué en secreto los estantes de su biblioteca, poco después de regresar de Emona, pero los libros y papeles ya habían desaparecido de su sitio. Si era la noche libre de la señora Clay, sugería que fuéramos al cine, o me llevaba a tomar café y pastas al ruidoso local que había al otro lado del canal. Habría llegado a pensar que me evitaba, de no ser porque a veces, cuando me sentaba a leer a su lado, en busca del momento apropiado para hacerle preguntas, me acariciaba el pelo con una tristeza abstraída en su rostro. En aquellos momentos era yo quien no podía decidirse a sacar a colación la historia.

Cuando mi padre fue al sur de nuevo, me llevó con él. Sólo tenía una reunión, y de cariz informal, de modo que el largo viaje casi no merecía la pena, pero quería que viera el paisaje. Esta vez fuimos en tren mucho más lejos de Emona, y después tomamos un autobús hasta nuestro destino. A mi padre le gustaban los transportes públicos, siempre que podía utilizarlos. Ahora, cuando viajo, suelo pensar en él y cambio el coche de alquiler por el metro.

– Ya verás que Ragusa no es un lugar para ir en coche -dijo, mientras nos aferrábamos a la barra metálica que había tras el asiento del conductor-. Si te sientas en los asientos de más adelante, nunca te marearás.

Apreté la barra hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

Daba la impresión de que volábamos entre las altas columnas de roca gris pálido que hacían las veces de montañas en esta nueva región.

– ¡Santo Dios! -exclamó mi padre después de un horrible salto al doblar una curva cerrada. Los demás pasajeros parecían de lo más tranquilos. Al otro lado del pasillo, una anciana vestida de negro hacía ganchillo, la cara enmarcada por el fleco de su pañoleta, que bailaba cuando el autobús traqueteaba-. Fíjate bien -dijo mi padre-. Vas a ver una de las vistas más espectaculares de esta costa.

Miré obediente por la ventanilla, fastidiada por recibir tantas instrucciones, pero sin perder detalle de las montañas y las aldeas de piedra que las coronaban. Justo antes del ocaso me vi recompensada por la visión de una mujer parada en la cuneta, tal vez a la espera de un autobús que fuera en dirección contraria. Era alta, vestida con una falda larga y pesada, coronada por un fabuloso tocado que semejaba una mariposa de organdí. Estaba sola entre las rocas, bañada por el sol poniente, y a su lado, en el suelo, había una cesta. Habría pensado que era una estatua, de no ser porque volvió su magnífica cabeza cuando pasamos.

Su rostro era un óvalo pálido, pero estaba demasiado lejos de mí para distinguir su expresión. Cuando la describí a mi padre, dijo que debía llevar la indumentaria tradicional de esta parte de Dalmacia.

– ¿Una toca grande, con alas a cada lado? Las he visto en fotos. Podría decirse que esa mujer es una especie de fantasma. Debe vivir en un pueblo muy pequeño. Supongo que ahora la mayoría de jóvenes irán en tejanos.

Yo tenía la cara pegada a la ventanilla. No aparecieron más fantasmas, pero no me perdí ni una sola perspectiva del milagro: Ragusa, muy abajo, una ciudad de marfil con un mar fundido iluminado por el sol, tejados más rojos que el cielo nocturno en el interior del imponente recinto medieval. La ciudad estaba aposentada sobre una amplia península redondeada, y sus murallas parecían inexpugnables a las tempestades y las invasiones, un gigante a orillas del Adriático. Al mismo tiempo, desde la imponente altura de la carretera, poseía una apariencia diminuta, como algo tallado a mano a escala y colocado en la base de las montañas.

La calle principal de Ragusa, cuando llegamos un par de horas más tarde, tenía el suelo de mármol, pulido por siglos de suelas de zapatos, así como salpicaduras de luz procedentes de las tiendas y palacios circundantes, de modo que relucía como la superficie de un gran canal. En el extremo de la calle que daba al puerto, a salvo en el corazón antiguo de la ciudad, nos derrumbamos en las sillas de un café y yo volví la cara hacia el viento, que olía a las olas que rompían y (algo extraño para mí, dado lo avanzado de la estación) a naranjas maduras. El mar y el cielo estaban casi oscuros. Barcos de pesca bailaban sobre una extensión de agua más embravecida al final del puerto. El viento me traía sonidos y perfumes marinos, y una suavidad nueva.

– Sí, el sur -dijo mi padre satisfecho, provisto de un vaso de whisky y un plato de sardinas sobre tostadas-. Pongamos que tienes tu barco amarrado aquí y hace una noche clara para navegar. Podrías guiarte por las estrellas e ir directamente a Venecia, a la costa de Albania o al Egeo.

– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Venecia?

Revolví mi té y la brisa se llevó el humo hacia el mar.

– Oh, una semana o más, supongo, en un barco medieval. -Me sonrió, relajado un momento-. Marco Polo nació en esta costa, y los venecianos la invadían con frecuencia.

En este momento estamos sentados en una especie de puerta al mundo.

– ¿Cuándo viniste aquí antes?

Sólo estaba empezando a creer en la vida anterior de mi padre, en su existencia previa a mí.

– He venido varias veces. Unas cuatro o cinco. La primera fue hace años, cuando aún estudiaba. El director de mi tesis me recomendó que visitara Ragusa desde Italia, sólo para ver esta maravilla, cuando yo estudiaba… Ya te dije que estudié italiano un verano en Florencia.

– Te refieres al profesor Rossi.

– Sí.

Mi padre me miró fijamente, y luego desvió la vista hacia su whisky.

Siguió un breve silencio, roto por el toldo del café, que aleteaba sobre nosotros debido a aquella brisa cálida impropia de la estación. Desde el interior del bar-restaurante llegaba una mezcla de voces de turistas, porcelana al ser depositada sobre las mesas, un saxo y un piano. Desde más allá se oía el chapoteo de los barcos en el puerto a oscuras. Mi padre habló por fin.

– Debería contarte algo más sobre él.

No me miró, pero creí percibir cierta ironía en su voz.

– Me gustaría -dije con cautela.

Bebió su whisky.

– Eres tozuda con lo de las historias, ¿eh?

Tú sí que eres tozudo, quise decir, pero me contuve. Me interesaba la historia más que discutir.

Mi padre suspiró.

– De acuerdo. Te contaré algo más sobre él mañana, a la luz del día, cuando no esté tan cansado y tengamos un poco de tiempo para pasear por las murallas. -Señaló con el vaso las almenas blanco-grisáceas iluminadas que se alzaban sobre el hotel-. Será un momento mejor para contar historias. Especialmente esa historia.

A media mañana estábamos sentados a treinta metros sobre el oleaje, que se estrellaba y lanzaba espuma alrededor de las gigantescas raíces de la ciudad. El cielo de noviembre era tan brillante como el de un día de verano. Mi padre se puso sus gafas de sol, consultó su reloj, dobló el folleto que hablaba de la arquitectura rojiza de abajo y dejó que un grupo de turistas alemanes se alejara hasta perderse de vista. Miré hacia el mar, al otro lado de una isla boscosa, hacia el lejano horizonte azul. De esa dirección habían llegado los barcos venecianos, trayendo guerra o comercio, con sus banderas rojas y doradas tremolando sin descanso bajo el mismo arco de cielo centelleante. Mientras esperaba a que mi padre hablara, sentí un estremecimiento de aprensión muy poco docto. Tal vez esos barcos que imaginaba en el horizonte no eran sólo parte de una exhibición abigarrada. ¿Por qué le costaba tanto a mi padre empezar?

4

Como ya te he dicho -empezó mi padre, después de carraspear una o dos veces-, el profesor Rossi era un gran estudioso y un verdadero amigo. No me gustaría que pensaras algo diferente. Sé que lo que dije antes de él puede llevarte a pensar que está… loco. Recordarás que me explicó algo muy difícil de creer, y yo me quedé asombrado, hasta llegué a dudar de él, aunque vi sinceridad y aceptación en su cara. Cuando terminó de hablar, me miró con aquellos ojos acerados. -¿Qué demonios quieres decir? Debí de tartamudear.

– Lo repito -dijo Rossi tajantemente-. Descubrí en Estambul que Drácula sigue viviendo entre nosotros. O, al menos, vivía entonces. Le miré con ojos desorbitados.

– Sé que pensarás que estoy loco -prosiguió, más calmado-. Te aseguro que cualquier persona que husmea en la historia mucho tiempo puede volverse loca. -Suspiró-. En Estambul hay un depósito de materiales muy poco conocido, fundado por el sultán Mehmet II, quien conquistó la ciudad a los bizantinos en 1453. Este archivo se reduce a fragmentos dispersos reunidos con posterioridad por los turcos, a medida que iban siendo expulsados de los límites de su imperio. No obstante, también contiene documentos de finales del siglo quince, y entre ellos encontré algunos mapas que, en teoría, indicaban el emplazamiento de la Tumba Impía del mataturcos, quien supuse que sería Vlad Drácula. De hecho, había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región cada vez en mayor detalle. No reconocí nada en dichos mapas, ni los relacioné con ninguna zona que yo conociera. Casi todos los nombres estaban en árabe, y databan de finales del siglo quince, según los bibliotecarios del archivo. -Dio unos golpecitos sobre el extraño volumen, que como ya te dije se parecía mucho al mío-. La información que había en el centro del tercer mapa estaba en un dialecto eslavo muy antiguo. Sólo un erudito ayudado por muchos especialistas en lingüística habría podido descifrarlo. Hice lo que pude, pero fue un trabajo incierto.

En ese momento, Rossi meneó la cabeza, como si todavía lamentara sus limitaciones. -El esfuerzo que invertí en este descubrimiento me alejó de manera irracional de mi investigación oficial de aquel verano sobre el comercio en la antigua Creta, pero creo que había perdido un poco la razón, sentado en aquella calurosa y pegajosa biblioteca de Estambul. Recuerdo que podía ver los minaretes de Santa Sofía a través de las mugrientas ventanas. Trabajaba con las pistas sobre la versión turca del reino de Vlad sobre el escritorio, consultando mis diccionarios, tomando numerosas notas y copiando los mapas a mano.

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