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Por la mañana tenía que acudir a una reunión. Estaba cansado de la larga noche, pero después de clase bebí dos tazas de café y reanudé mis investigaciones. El libro continuaba en el mismo sitio, abierto para mostrar el gran dragón remolineante. Después de mi breve sueño y el desayuno a base de café, me produjo un sobresalto, como decían en las novelas antiguas. Volví a examinar el libro, esta vez con más detenimiento. No cabía duda de que la imagen era una xilografía, tal vez un dibujo medieval, un excelente ejemplo de diseño de libros. Pensé que podría sacar un buen precio por él, y que tal vez sería de valor personal para algún estudioso, pues parecía evidente que no era un libro de biblioteca. Pero debido a mi estado de ánimo, no me gustó su aspecto. Cerré el libro con cierta impaciencia, y me senté a escribir sobre gremios mercantiles hasta bien entrada la tarde. Cuando salía de la biblioteca, me paré ante la mesa de recepción y entregué el volumen, tras explicar lo sucedido. Uno de los bibliotecarios prometió que lo colocaría en el armario de objetos perdidos.

A la mañana siguiente, cuando subí a las ocho a mi cubículo para trabajar un poco más en mi capítulo, el libro se hallaba de nuevo sobre mi escritorio, abierto por su única y cruel ilustración. Esta vez sentí irritación y pensé que el bibliotecario me había entendido mal.

Guardé al punto el libro en mi estantería y me pasé todo el día sin echarle ni un solo vistazo. Al caer la tarde tenía una cita con el director de mi tesis, de modo que recogí mois papeles para revisarlos con él, saqué el libro extraño y lo añadí a la pila. Lo hice guiad por un impulso. No era mi intención quedármelo, pero al profesor Rossi le gustaban los misterios históricos, y pensé que podría divertirle. Cabía la posibilidad de que lo identificara, gracias a sus vastos conocimientos sobre historia de Europa.

Tenía la costumbre de reunirme con Rossi cuando terminaba su clase de la tarde, y me gustaba colarme en el aula antes de que finalizara, para verle en acción. Este semestre estaba dando un curso sobre el Mediterráneo antiguo, y ya había pillado el final de varias clases, cada una brillante y teatral, cada una imbuida de su gran don para la oratoria.

Avancé con sigilo hasta un asiento del fondo, a tiempo de oírle concluir una disertación sobre la restauración del palacio de Minos en Creta, llevada a cabo por sir Arthur Evans. El aula estaba poco iluminada, un enorme auditorio gótico con capacidad para quinientos alumnos. El silencio era digno de una catedral. No se movía ni un alma. Todos los ojos estaban clavados en la pulcra silueta de la parte delantera.

Rossi estaba de pie sobre un estrado iluminado. A veces paseaba de un lado a otro, exploraba ideas en voz alta como si reflexionara para sí en la intimidad de su estudio. Otras veces se paraba de repente, dirigía a sus alumnos una mirada intensa, un gesto elocuente, una sorprendente declaración. Hacía caso omiso del estrado, desdeñaba los micrófonos y jamás utilizaba notas, aunque de vez en cuando pasaba diapositivas, mientras daba golpecitos en la enorme pantalla con una vara para apoyar sus ideas. A veces se entusiasmaba hasta el punto de levantar ambos brazos y atravesar a grandes zancadas el estrado. Corría la leyenda de que, en una ocasión, había caído al suelo embelesado por el florecimiento de la democracia griega, y después se había levantado sin perder la continuidad de su discurso. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad.

Hoy se le veía pensativo, y paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda.

– Sir Arthur Evans, por favor no lo olviden, restauró en parte el palacio del rey Minos en Knossos a partir de lo que encontró allí, y en parte siguiendo los dictados de su imaginación, su visión de la civilización minoica. -Alzó la vista hacia la bóveda-. La documentación era escasa, y casi todo eran misterios. En lugar de ceñirse a una precisión limitada, utilizó su imaginación para crear un estilo de palacio global… y erróneo. ¿Se equivocó por hacer esto?

Hizo una pausa, con una expresión casi melancólica mientras miraba por encima del mar de cabezas desgreñadas, pelos revueltos, cortes al cero, las a propósito desaseadas chaquetas y serias caras masculinas (recuerda que en esa época sólo los chicos iban a universidades como ésa, aunque tú, querida hija, es muy probable que puedas ir a donde te dé la gana).

Quinientos pares de ojos le miraron.

– Dejaré que reflexionen sobre esa pregunta.

Rossi sonrió, dio media vuelta con brusquedad y abandonó la escena.

Todo el mundo respiró hondo. Los estudiantes se pusieron a hablar y a reír, recogiendo sus cosas. Por lo general, Rossi iba a sentarse al borde del estrado al acabar la clase, y algunos de sus discípulos más ávidos se abalanzaban hacia él para acosarle a preguntas, que él contestaba con seriedad y buen humor hasta que el último estudiante se marchaba, y después yo iba a su encuentro.

– ¡Paul, amigo mío! Vamos a poner los pies en alto y hablar en holandés.

Me dio unas palmadas afectuosas en el hombro y salimos juntos.

El despacho de Rossi siempre me divertía porque desafiaba la convención del estudio del profesor loco: libros colocados ordenadamente en los estantes, una pequeña cafetera muy moderna junto a la ventana que alimentaba su vicio, su escritorio siempre adornado con plantas a las que nunca faltaba agua, y él siempre iba vestido de manera impecable con pantalones de tweed, camisa inmaculada y corbata. Su rostro era de impoluto molde inglés, de facciones afiladas e intensos ojos azules. En una ocasión me había contado que de su padre, un toscano que emigró a Sussex, sólo había heredado el gusto por la buena comida.

Mirar la cara de Rossi era ver un mundo tan definido y ordenado como el cambio de guardia en el palacio de Buckingham.

Su mente era algo muy distinto. Incluso después de cuarenta años de estricto

autoaprendizaje, rebosaba de reliquias del pasado, hervía con los misterios por resolver. Su producción enciclopédica le había ganado desde hacía mucho tiempo alabanzas en un mundo editorial mucho más amplio que el de las publicaciones académicas. En cuanto terminaba una obra iniciaba otra, a menudo un cambio brusco de dirección. Como resultado, estudiantes procedentes de una miríada de disciplinas iban en su busca, y yo me consideraba afortunado por haber logrado que me asesorara. También era el amigo más amable y afectuoso que he tenido nunca.

– Bien -dijo, al tiempo que enchufaba la cafetera y me indicaba con un gesto que tomara asiento-. ¿Cómo va la obra?

Le informé sobre el trabajo de varias semanas, y sostuvimos una breve discusión acerca del comercio entre Utrecht y Amsterdam a principios del siglo XVII. Sirvió su excelente café en tazas de porcelana y ambos nos estiramos, él detrás del enorme escritorio. Una agradable penumbra bañaba la habitación incluso a esa hora, más tarde cada noche ahora que la primavera estaba avanzando. Después recordé mi pieza de anticuario.

– Te he traído una curiosidad, Ross. Alguien se dejó por error un objeto bastante morboso en mi cubículo, y al cabo de dos días no me importó tomarlo prestado para que le echaras un vistazo.

– Dámelo. -Dejó sobre la mesa la delicada taza y se inclinó para coger mi libro-. Buena encuadernación. Esta piel podría ser incluso una especie de vitela gruesa. Y un lomo repujado.

Algo relacionado con el lomo del libro le hizo fruncir el ceño.

– Ábrelo -sugerí.

No pude comprender el leve desfallecimiento de mi corazón cuando esperé a que repitiera mi propia experiencia con el libro casi en blanco. Se abrió bajo sus manos expertas en el centro exacto. Yo no podía ver lo que él veía detrás de su escritorio, pero vi cómo lo miraba. Su rostro se tornó serio de repente, un rostro petrificado, que yo no conocía. Pasó las otras páginas, adelante y atrás, pero la seriedad no se convirtió en sorpresa.

– Sí, vacío. -Lo dejó abierto sobre el escritorio-. Todo en blanco.

– ¿No es extraño?

El café se me estaba enfriando en la mano.

– Y muy antiguo. Pero no está en blanco por un defecto de impresión. Lo está para

destacar el adorno del centro.

– Sí. Sí, es como si el ser del medio haya devorado todo cuanto había a su alrededor.

Había empezado con frivolidad, pero terminé con lentitud.

Daba la impresión de que Rossi era incapaz de apartar sus ojos de la imagen central abierta ante él. Por fin, cerró el libro con firmeza y revolvió el café sin beberlo.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Bien, como ya he dicho, alguien lo dejó por accidente en mi cubículo, hace dos días.

Supongo que habría debido llevarlo de inmediato a Libros Raros, pero creo que es posesión personal de alguien, así que no lo hice.

– Ah, sí lo es -dijo Rossi, y me miró fijamente-. Es posesión personal de alguien.

– ¿Sabes de quién?

– Sí. Es tuyo.

– No, me refiero a que sólo lo encontré en mi… -La expresión de su rostro me enmudeció. Parecía diez años más viejo, debido a algún efecto de la luz procedente de la ventana oscura.-. ¿Qué quieres decir con eso de que es mío?

Rossi se levantó poco a poco y se dirigió a una esquina del estudio, detrás del escritorio, subió dos peldaños del taburete de la biblioteca y bajó un volumen pequeño y oscuro. Me miró un momento, como si no se decidiera a ponerlo en mis manos. Después me lo entregó.

– ¿Qué opinas de esto?

El libro era pequeño, cubierto de un terciopelo marrón de aspecto antiguo, como un viejo misal o un libro de horas, sin nada en el lomo o la portada que lo identificara. Tenía un broche color bronce que cedió con un poco de presión. El libro se abrió por la mitad. Allí, desplegado en el centro, estaba mi (digo «mi») dragón, esta vez desbordando los límites de las páginas, con las garras extendidas, el salvaje pico abierto para revelar sus colmillos, con la misma bandera y su única palabra escrita en letra gótica.

– Por supuesto -estaba diciendo Rossi-, he tenido tiempo y lo he identificado. Es un diseño centroeuropeo, impreso alrededor de 1512. De haber existido texto, habría estado compuesto con tipos móviles.

Pasé con lentitud las delicadas hojas. No había títulos en las portadillas. No, ya lo sabía.

– Qué coincidencia más extraña.

– La contratapa está manchada de agua salada, tal vez debido a viajar por el mar Negro. Ni siquiera la Smithsonian pudo decirme lo que presenció en el curso de sus viajes. De hecho, hasta me tomé la molestia de someterlo a un análisis químico. Me costó trescientos dólares averiguar que este objeto estuvo guardado en un entorno muy cargado de polvo de roca en algún momento. Incluso fui a Estambul con la intención de saber algo más sobre sus orígenes. Pero lo más extraño es la forma en que llegó a mis manos este libro.

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