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Turgut asintió con excesiva candidez, y estuve a punto de arrollar a Helen en la escalera. Se agarró a la barandilla para conservar el equilibrio.

– ¡Caramba! -exclamó-. ¿Qué demonios estás haciendo?

Se estaba masajeando el codo, mientras yo intentaba olvidar el contacto de su vestido negro y su firme hombro contra mi brazo.

– Ir a buscarte -contesté-. Lo siento. ¿Te he hecho daño? Estaba un poco preocupado por haberte dejado sola durante tanto rato.

– Estoy bien -dijo más calmada-. Se me han ocurrido algunas ideas. ¿Has visto al profesor Bora?

– Ya ha llegado -le informé-. Ha venido con un amigo.

Helen también reconoció al joven librero, y hablaron de forma bastante vacilante, mientras Turgut llamaba por teléfono al señor Erozan y gritaba en el auricular.

– Ha habido una tormenta -explicó cuando regresó-. Las comunicaciones van mal cuando llueve en esta parte de la ciudad. Mi amigo puede reunirse con nosotros en el archivo enseguida. Parecía enfermo, tal vez resfriado, pero ha dicho que iría enseguida. ¿Le apetece café, madame? Le compraré unos bollos de sésamo por el camino.

Besó la mano de Helen, para mi disgusto, y todos salimos deprisa.

Confiaba en retener a Turgut mientras andábamos para poder contarle en privado la aparición del siniestro bibliotecario de mi universidad. Pensaba que no podía explicarle lo ocurrido delante de un desconocido, sobre todo uno al que Turgut había descrito como poco simpatizante con las cacerías de vampiros. No obstante, Turgut se enfrascó en una profunda conversación con Helen antes de haber recorrido una sola manzana, y yo padecí la doble desdicha de ver que ella le dedicaba su avara sonrisa y de saber que no podía transmitir a nuestro amigo una información fundamental. El señor Aksoy caminaba a mi lado y me miraba de vez en cuando, pero casi siempre parecía tan absorto en sus pensamientos que no tuve ganas de interrumpirle con observaciones sobre la belleza de las calles a aquella hora de la mañana.

Encontramos abierta la puerta exterior de la biblioteca (Turgut dijo sonriente que, como siempre, su amigo había sido puntual) y entramos en silencio. Turgut tuvo la galantería de dejar que Helen nos precediera. El pequeño vestíbulo de entrada, con sus hermosos mosaicos y el libro de registro abierto a la atención de los visitantes, estaba desierto. Turgut abrió la puerta interior a Helen, y ella se había internado lo bastante en el pasillo oscuro y silencioso de la biblioteca, cuando oí su exclamación ahogada y la vi detenerse con tal brusquedad que nuestro amigo casi tropezó con ella. Algo provocó que se me erizara el vello de la nuca antes de saber qué estaba pasando, y después algo muy diferente me impulsó a correr al lado de Helen.

El bibliotecario que nos esperaba se hallaba inmóvil en mitad de la sala, con la cabeza vuelta como ansioso por nuestra llegada. Sin embargo, no era la figura amistosa que esperábamos, ni sostenía la caja que esperábamos volver a examinar, ní una pila de antiguos manuscritos sobre la historia de Estambul. Tenía la cara pálida, como desprovista de vida. Exactamente como desprovista de vida. No era el bibliotecario amigo de Turgut, sino el nuestro, con los ojos brillantes y vivaces, los labios de un rojo anormal, la mirada codiciosa desviada en nuestra dirección. Cuando sus ojos se posaron en mí, sentí una punzada en la mano que él me había retorcido en la biblioteca de la universidad. Estaba ansioso por algo. Aunque hubiera tenido la tranquilidad de espíritu de poder preguntarme por esa ansia (si era de conocimiento o de otra cosa), no habría tenido tiempo de formar el pensamiento. Antes de poder interponerme entre Helen y la figura fantasmal, ella sacó una pistola del bolsillo de la chaqueta y disparó contra él.

35

Más adelante vi actuar a Helen en toda clase de situaciones, incluidas las que conforman la vida cotidiana, y nunca dejó de sorprenderme. Lo que me asombraba de ella a menudo eran las rápidas asociaciones que efectuaba entre un hecho y otro, asociaciones que solían dar lugar a deducciones que yo habría tardado en alcanzar. También me desconcertaban sus extensos conocimientos. Era una caja de sorpresas, y llegué a considerarlas mi manjar diario, una agradable adicción que desarrollé a su capacidad de pillarme desprevenido. Pero nunca me sorprendió más que en aquel momento, en Estambul, cuando disparó sin previo aviso al bibliotecario.

Sin embargo, no tuve tiempo para continuar estupefacto, porque el hombre se tambaleó a un lado y nos lanzó un libro, que pasó rozando mi cabeza. Helen volvió a disparar, mientras avanzaba y apuntaba con una resolución que me dejó sin respiración. Nunca había visto disparar a nadie, salvo en las películas, en las que había visto morir a miles de indios a punta de pistola cuando tenía once años, y después a toda clase de bandidos, ladrones de bancos y villanos, incluidos montones de nazis creados expresamente para ser liquidados por un Hollywood entusiasta en tiempos de guerra. Lo raro de ese tiroteo, ese tiroteo real, fue que, si bien apareció una mancha oscura en la ropa del bibliotecario, un poco más abajo de su esternón, no se llevó una mano agonizante a dicho punto. El segundo disparo rozó su hombro, pues el hombre ya había echado a correr. Luego desapareció entre las estanterías que había al final de la sala.

– ¡Una puerta! -gritó Turgut a mi espalda-. ¡Hay una puerta ahí!

Todos corrimos tras él, tropezando con sillas y esquivando mesas. Selim Aksoy, veloz y ligero como un antílope, fue el primero en llegar a las estanterías y desapareció entre ellas.

Oímos el fragor de una escaramuza y un estrépito, y después una puerta al cerrarse con violencia, y encontrarnos al señor Aksoy poniéndose de pie entre un montón de frágiles manuscritos otomanos, con un bulto púrpura en un costado de la cara. Turgut corrió hacia la puerta y yo le seguí, pero estaba cerrada a cal y canto. Cuando conseguimos abrirla, sólo descubrimos un callejón, desierto salvo por una pila de cajas de madera. Registramos a toda prisa el laberíntico barrio, pero no vimos ni rastro del ser. Turgut interrogó a varios transeúntes, pero nadie había visto a nuestro hombre.

Volvimos a regañadientes al archivo por la puerta trasera y encontramos a Helen apretando un pañuelo contra la mejilla del señor Aksoy. La pistola había desaparecido y los manuscritos estaban apilados de nuevo sobre el estante. Levantó la vista cuando entramos.

– Se desmayó un momento -dijo en voz baja-, pero ahora ya se encuentra bien.

Turgut se arrodilló al lado de su amigo.

– Mi querido Selim, menudo golpe te han dado.

Selim Aksoy forzó una sonrisa.

– Estoy en buenas manos -dijo.

– Ya lo veo -admitió Turgut-. Madame, la felicito por su intentona, pero es inútil tratar de matar a un hombre muerto.

– ¿Cómo lo sabías? -exclamé.

– Oh, lo sé -contestó él con semblante sombrío-. Conozco esa expresión de la cara. Es la expresión de los No Muertos. No hay otra cara igual. La he visto antes.

– Era una bala de plata, por supuesto. -Helen apretó el pañuelo con más firmeza contra la mejilla del señor Aksoy, y apoyó la cabeza del librero contra su hombro-. Pero, como ya visteis, se movió y erré su corazón. Sé que corrí un gran riesgo -me miró un momento, pero fui incapaz de leer sus pensamientos-, pero ya visteis que calculé bien. Esos disparos habrían herido de gravedad a un hombre mortal.

Suspiró y apretó el pañuelo contra la mejilla del herido. Los miré a ambos estupefacto.

– ¿Has llevado encima esa pistola todo el tiempo? -pregunté.

– Oh, sí. -Pasó el brazo de Aksoy sobre su hombro-. Ayúdame a levantarle. -Los dos le izamos (era ligero como un niño) y le pusimos en pie. Sonrió y asintió, pero desechó nuestra ayuda-. Sí, siempre llevo mi pistola encima cuando siento alguna especie de… inquietud. No es tan difícil conseguir una o dos balas de plata.

– Eso es cierto -asintió Turgut.

– Pero ¿dónde aprendiste a disparar así?

Aún estaba asombrado por ese momento en que Helen había sacado el arma y disparado con tanta rapidez.

Ella rió.

– En nuestro país, nuestra educación es tan profunda como estrecha -dijo-. Recibí un premio de nuestra brigada juvenil por mi buena puntería cuando tenía dieciséis años. Me alegra descubrir que no la había olvidado.

De pronto Turgut lanzó una exclamación y se dio una palmada en la frente.

– ¡Mi amigo! -Todos le miramos-. ¡Mi amigo, el señor Erozan! Me había olvidado de él.

Sólo tardamos un segundo en comprender el significado de sus palabras. Selim Aksoy, quien ya parecía recuperado, fue el primero en correr hacia las estanterías donde había sido herido, y los demás nos diseminamos a toda prisa por la larga sala, buscando debajo de las mesas y detrás de las sillas. Durante algunos minutos la búsqueda fue infructuosa. Después oímos que Selim nos llamaba y todos corrimos a su lado. Estaba arrodillado entre las estanterías, al pie de una muy alta que estaba llena de todo tipo de libros, bolsas y rollos de pergamino. La caja que contenía los papeles de la Orden del Dragón estaba en el suelo a su lado, con la tapa adornada abierta y su contenido esparcido alrededor.

Entre esos documentos, el señor Erozan estaba tendido de espaldas, blanco e inmóvil, con la cabeza vuelta hacia un lado. Turgut se arrodilló y aplicó el oído al pecho del hombre.

– Gracias a Dios -dijo al cabo de un momento-. Todavía respira.

Después, cuando le examinó con más detenimiento, señaló el cuello de su amigo. En la piel pálida que sobresalía por encima del cuello de la camisa, había una herida desigual. Helen se arrodilló al lado de Turgut. Todos guardamos silencio un momento. Incluso después de la descripción que había hecho Rossi del burócrata con el que había discutido muchos años antes, incluso después de la herida sufrida por Helen en la biblioteca de nuestra universidad, me costó dar crédito a mis ojos. El rostro del hombre estaba muy pálido, casi gris, y su respiración apenas era audible.

– Está contaminado -anunció Helen en voz baja-. Creo que ha perdido mucha sangre.

– ¡Maldito sea este día!

La expresión de Turgut delató su angustia, y apretó la mano de su amigo entre sus dos manazas.

Helen fue la primera en reaccionar.

– Pensemos con sensatez. Tal vez sea la primera vez que le atacan. -Se volvió hacia Turgut-. ¿Tenía esta herida cuando estuvimos aquí ayer?

El hombre negó con la cabeza.

– Estaba muy normal.

– Bien.

Helen buscó en el bolsillo de su chaqueta, y yo me encogí un instante, pensando que iba a sacar la pistola otra vez. En cambio, extrajo una cabeza de ajos y la depositó sobre el pecho del bibliotecario. Turgut sonrió pese a lo espantoso de la escena y sacó otra cabeza de ajos de su bolsillo, que colocó al lado de la de Helen. Yo fui incapaz de imaginar de dónde la había sacado. ¿Tal vez durante nuestro paseo por el souk, cuando yo estaba absorto mirando otras cosas?

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