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volvía a dolerme: ¿dónde estaba Rossi? ¿Estaba allí, en esa ciudad, o muy lejos? ¿Vivo,muerto, o en un estado intermedio?

30

A las cuatro y dos minutos de la tarde, Barley y yo tomamos el expreso a Perpiñán. Barley subió los empinados escalones con su bolsa y extendió una mano para ayudarme a subir.

Había pocos pasajeros en el tren, y el compartimiento que encontramos siguió vacío después de que el tren arrancara. Yo me sentía cansada. A esa hora ya habría llegado a casa, la señora Clay me habría estado esperando en la cocina con un vaso de leche y un trozo de pastel amarillo. Por un momento, casi eché de menos sus irritantes atenciones. Barley se había sentado a mi lado, aunque tenía cuatro asientos para elegir, y yo pasé la mano bajo su brazo.

– Debería estudiar -dijo, pero no abrió su libro enseguida. Había demasiado que ver cuando el tren aceleró al cruzar la ciudad. Pensé en todas las veces que había estado allí con mi padre: cuando subimos a Montmartre, o cuando contemplamos el camello deprimido del Jardin des Plantes. Ahora se me antojaba una ciudad que nunca hubiera visto antes. Ver a Barley mover los labios sobre Milton me dio sueño, y cuando dijo que quería ir al vagón restaurante a merendar, negué con la cabeza, amodorrada.

– Eres un desastre -me dijo sonriente-. Quédate a dormir, y yo me llevaré el libro.

Siempre podemos ir a cenar si te entra hambre.

Mis ojos se cerraron casi en cuanto salió por la puerta, y cuando los abrí de nuevo, descubrí que estaba aovillada en el asiento vacío como una niña, con la larga falda de algodón subida por encima de los tobillos. Alguien estaba sentado en el banco opuesto leyendo un diario, y no era Barley. Me enderecé al instante. El hombre estaba leyendo Le Monde, y el periódico le ocultaba casi por completo. No veía su torso ni su cara. Un maletín de piel negra descansaba a su lado.

Durante una fracción de segundo imaginé que era mi padre, y una oleada de gratitud y confusión me invadió. Después vi los zapatos del hombre, que también eran de piel negra y muy relucientes, la punta perforada con un dibujo elegante y los cordones de piel terminados en borlas negras. Tenía las piernas cruzadas, y los pantalones negros del traje eran impecables, así como los calcetines de seda negros. No eran los zapatos de mi padre.

De hecho, eran unos zapatos un poco raros, o tal vez lo eran los pies que encerraban, aunque no logré entender esa sensación. Pensé que un desconocido no tendría que haber entrado mientras yo dormía. Se trataba de un hecho también desagradable, y confié en que no me hubiera estado observando mientras estaba dormida. Me pregunté si podría levantarme y abrir la puerta del compartimiento sin que se diera cuenta. Después reparé en que había corrido las cortinas que daban al pasillo. Nadie que atravesara el vagón podría vernos. ¿O las había corrido Barley antes de salir, para que pudiera dormir sin ser molestada?

Lancé una mirada subrepticia a mi reloj. Eran casi las cinco. Un maravilloso paisaje desfilaba al otro lado de la ventanilla. Estábamos entrando en el sur. El hombre parapetado tras el periódico estaba tan inmóvil que empecé a temblar. Al cabo de unos momentos comprendí lo que me estaba asustando. Ya llevaba despierta muchos minutos, pero durante todo el rato que había estado mirando y escuchando el hombre no había pasado ni una sola página del periódico.

El apartamento de Turgut se hallaba en otra parte de Estambul, sobre el mar de Mármara, y tomamos un trasbordador para llegar. Helen se quedó de pie ante la barandilla, mirando las gaviotas que seguían el barco, así como la impresionante silueta de la ciudad vieja. Me coloqué a su lado y Turgut señaló agujas y cúpulas, y su voz potente se impuso al viento.

Cuando desembarcamos, descubrimos que su barrio era más moderno que el que habíamos visto antes, pero en este caso moderno significaba del siglo XIX. Mientras paseábamos por calles cada vez más silenciosas, lejos del muelle del trasbordador, vi un segundo Estambul, nuevo para mí: árboles majestuosos e inclinados, hermosas casas viejas de piedra y madera, edificios de apartamentos que habrían podido pertenecer a un barrio parisino, aceras limpias, macetas con flores, cornisas adornadas. De vez en cuando, el viejo imperio islámico irrumpía en la forma de un arco en ruinas o una mezquita aislada, una casa turca con un segundo piso proyectado hacia fuera. Pero en la calle de Turgut, Occidente había

efectuado una pacífica y completa invasión. Más adelante, vi sus equivalentes en otras ciudades: Praga y Sofía, Budapest y Moscú, Belgrado y Beirut. Esa elegancia prestada se encontraba en todo Oriente.

– Entren, por favor. -Turgut se detuvo ante una hilera de casas antiguas, nos precedió por la escalera frontal doble y miró el interior de un pequeño buzón, en apariencia vacío, con el nombre de «Profesor Bora». Abrió la puerta y se apartó-. Por favor, bienvenidos a mi humilde morada, donde todo es de ustedes.

Entramos primero en un vestíbulo de suelo y paredes de madera pulimentada, donde imitamos a Turgut y nos quitamos los zapatos para calzarnos las zapatillas bordadas que nos dio. Después nos condujo hasta una sala de estar, y Helen emitió una nota de admiración, que yo no pude evitar repetir. La sala estaba bañada por una luz verdosa muy agradable, mezclada con tonos rosas y amarillos. Al cabo de un momento caí en la cuenta de que era la luz del sol, que se filtraba a través de unos árboles que se alzaban ante dos ventanas grandes con vaporosas cortinas de un antiguo encaje blanco. La habitación contaba con muebles extraordinarios, muy bajos, tallados en madera oscura, con cojines de ricas telas. Un banco repleto de almohadas cubiertas de encaje corría a lo largo de tres paredes. Las paredes encaladas estaban llenas de grabados y cuadros de Estambul, el retrato de un anciano con fez y otro de un hombre más joven con traje negro, un pergamino enmarcado cubierto de fina caligrafía árabe. Había descoloridas fotografías viradas en sepia de la ciudad y vitrinas que albergaban servicios de café de latón. Las esquinas estaban llenas de jarrones vidriados rebosantes de rosas. Pisábamos mullidas alfombras de color escarlata, rosa y verde claro. En el centro de la sala se alzaba sobre unas patas una gran bandeja redonda, muy pulimentada, como si esperara la siguiente comida.

– Es muy bonita -dijo Helen, al tiempo que se volvía hacia nuestro anfitrión, y recordé el agradable aspecto que adoptaba cuando la sinceridad relajaba las duras arrugas que rodeaban su boca y ojos-. Es como en Las mil y una noches.

Turgut rió y desechó el cumplido con un ademán de su enorme mano, pero no cabía duda de que estaba satisfecho.

– Es todo gracias a mi mujer -dijo-. Quiere mucho nuestras viejas artes y artesanías, y su familia le pasó muchas cosas hermosas. Hasta puede que haya algo del imperio del sultán Mehmet. -Me sonrió-. No hago el café tan bien como ella, eso es lo que me dice, pero haré un esfuerzo máximo.

Nos acomodó en los muebles, muy juntos, y pensé con placer en todos aquellos objetos dignificados por el tiempo que significaban comodidad: almohadón, diván y, al fin y al cabo, una otomana.

El «esfuerzo máximo» de Turgut resultó ser la comida, que trajo de una pequeña cocina situada al otro lado del vestíbulo. Rehusó nuestros insistentes ofrecimientos de ayudarle.

Cómo había conseguido pergeñar un banquete en tan poco tiempo desafiaba a mi

imaginación. Debía estar esperándole. Trajo bandejas con salsas y ensaladas, un cuenco con melón, un guiso de carne y verduras, brochetas de pollo, la mezcla omnipresente de pepinos y yogur, café y una avalancha de dulces rellenos de almendras y miel. Comimos con apetito, y Turgut nos animó a devorar hasta que nos quejamos.

– Bien -dijo-. No puedo permitir que mi mujer piense que los he matado de hambre.

A todo esto siguió un vaso de agua con algo blanco y dulce en el plato que lo acompañaba.

– Esencia de rosas -dijo Helen, y lo probó-. Muy bueno. En Rumanía también hay.

Dejó caer un poco de la pasta blanca en el vaso y bebió, y yo la imité. No estaba seguro de qué efecto obraría el agua en mi digestión, pero no era el momento de preocuparse por esas minucias.

Cuando estábamos a punto de estallar, nos reclinamos contra los bajos divanes (ahora comprendí su uso, recuperarse tras una gigantesca comida) y Turgut nos miró con satisfacción.

– ¿Están seguros de que han comido bastante? -Helen rió y yo gemí un poco, pero de todos modos él volvió a llenar nuestros vasos y las tazas de café-. Estupendo. Bien,

vamos a hablar de lo que aún no hemos podido comentar. Antes que nada, me asombra pensar que ustedes también conocen al profesor Rossi, pero aún no entiendo su relación.

¿Es el director de su tesis, joven?

Y se sentó en una otomana, inclinado hacia nosotros con aire expectante.

Miré a Helen y ella hizo un leve movimiento de cabeza. Me pregunté si la esencia de rosas había suavizado sus sospechas.

– Bien, profesor Bora, temo que no hemos sido del todo sinceros con usted en este punto -confesé-. Pero nos hemos embarcado en una misión peculiar y no sabemos en quién confiar.

– Entiendo. -Sonrió-. Tal vez son más sagaces de lo que creen.

Eso me dio que pensar, pero Helen volvió a asentir y continué. -El profesor Rossi también posee un interés especial para nosotros, no sólo porque es el director de mi tesis, sino debido a cierta información que nos comunicó, me comunicó, y porque ha…, bien, ha desaparecido.

La mirada de Turgut era penetrante.

– ¿Desaparecido, amigo mío?

– Sí.

Le hablé a toda prisa de mi relación con Rossi, de mi tesis doctoral, en la que estábamos trabajando, y del extraño libro que había encontrado en mi cubículo de la biblioteca.

Cuando empecé a describir el libro, Turgut se incorporó en su asiento y dio una palmada, pero sin decir nada. Se limitó a escuchar con mayor atención. Proseguí explicando que había enseñado el libro a Rossi y conté la historia del hallazgo de su libro. Tres libros, pensé cuando hice una pausa para recuperar el aliento. Conocíamos la existencia de tres de esos extraños libros: un número mágico. Pero ¿cómo estaban relacionados, cosa indudable?

Hablé de lo que Rossi nos había revelado sobre su investigación en Estambul (en este punto Turgut meneó la cabeza, como desconcertado) y de su descubrimiento en el archivo de que la imagen del dragón coincidía con la silueta de los mapas antiguos.

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