– ¿Qué herejía? -Helen parecía interesada-. Estoy segura de haber leído algo acerca de él.
– Fue acusado de defender en este tratado que es una cuestión de lógica cristiana que hasta Satanás se salvará y resucitará -explicó Turgut-. ¿Sigo con la lista?
– Si no le importa -dije-, ¿podría apuntarnos los títulos en inglés tal como los va leyendo?
– Con sumo placer.
Turgut se sentó con su libreta y sacó una pluma.
– ¿Qué sacas en limpio de esto? -pregunté a Helen. Su rostro era más expresivo que mil palabras. ¿Habíamos ido hasta allí por una lista confusa de libros?-. Sé que aún no tiene sentido -le dije en voz baja-, pero vamos a ver adónde nos conduce.
– Bien, amigos míos, déjenme que les lea los siguientes títulos. -Turgut estaba
escribiendo muy animado-. Casi todos están relacionados con la tortura, el asesinato o algo desagradable, como verán. «Erasmo: Peripecias de un asesino; Henricus Curtius: Los caníbales; Giorgio de Padua: Los condenados.»
– ¿No aparecen fechas? -pregunté al tiempo que me inclinaba sobre los documentos.
Turgut suspiró.
– No, y nunca he podido encontrar más referencias sobre estos títulos, pero ninguno de los que he localizado fue escrito después de 1600.
– Pero eso es posterior a la muerte de Vlad Drácula -comentó Helen. La miré sorprendido. No había pensado en eso. Era una sencilla puntualización, pero verdadera y desconcertante.
– Sí, querida señora -dijo Turgut, y alzó la vista hacia ella-. Las más recientes de esas obras fueron escritas más de cien años después de su muerte, y también después de la muerte del sultán Mehmet. Ay, he sido incapaz de encontrar más información sobre cómo o cuándo esta bibliografía pasó a formar parte de la colección del sultán Mehmet. Alguien debió añadirla más tarde, tal vez mucho después de que la colección llegara a Estambul.
– Pero antes de 1930 -murmuré.
Turgut me dirigió una mirada penetrante.
– Ésa es la fecha en que esta colección fue puesta a buen recaudo -dijo-. ¿Por qué ha dicho eso, profesor?
Sentí que me ruborizaba, tanto porque había hablado demasiado, y tan más de la cuenta que Helen se había dado media vuelta, desesperada por mi estupidez, como porque aún no era profesor. Guardé silencio unos momentos. Siempre he detestado mentir y procuro, querida hija, no hacerlo nunca si puedo evitarlo.
Turgut me estaba estudiando, y me sentí incómodo porque, antes de ese momento, no había reparado en la extrema profundidad de sus ojos oscuros, con sus afables patas de gallo.
Respiré hondo. Ya lo hablaría con Helen más tarde. Había confiado en Turgut desde el primer momento, y tal vez nos sería de más ayuda si sabía más cosas. Para ganar un poco de tiempo, no obstante, miré la lista de documentos que nos estaba traduciendo y después eché un vistazo a la traducción turca en la que estaba trabajando. No podía mirarle a los ojos. ¿Debía contarle todo lo que sabíamos? Si le ponía al corriente de lo que sabía hasta el momento sobre las experiencias de Rossi, ¿pondría en duda nuestra seriedad y cordura? Fue precisamente por haber bajado los ojos que de repente vi algo extraño. Mi mano voló hacia el documento griego original, la bibliografía de la Orden del Dragón. No todo estaba en griego. Pude leer con toda claridad el último nombre de la lista: Bartholomew Rossi. Le seguía una frase en latín.
– ¡Santo Dios!
Mi exclamación encrespó a todos los silenciosos investigadores de la sala, comprendí demasiado tarde. El señor Erozan, que aún estaba hablando con el hombre del gorro y la barba larga, se volvió hacia nosotros con mirada inquisitiva.
Turgut se alarmó al instante y Helen se removió en su asiento. -¿Qué pasa?
Turgut extendió una mano hacia el documento. Yo seguía mirando. Fue bastante fácil para él seguir mi mirada. Después se puso en pie de un salto, emitió algo que habría podido ser un eco de mi agitación, tan claro que me produjo un extraño consuelo entre tantas cosas extrañas que estaban sucediendo.
– ¡Dios mío! ¡El profesor Rossi!
Los tres nos miramos y por un momento nadie habló. Al fin hice un esfuerzo.
– ¿Conoce ese nombre? -pregunté a Turgut en voz baja. El paseó su mirada por nosotros dos.
– ¿Y usted? -contestó por fin.
La sonrisa de Barley era amable.
– Debías de estar cansada, de lo contrario no habrías dormido tan profundamente. Yo también estoy cansado, sólo de pensar en el lío en que te has metido. ¿Qué diría cualquiera sí le hablaras de esto? Esa señora de ahí, por ejemplo. -Movió la cabeza en dirección a nuestra dormida acompañante, que no había bajado en Bruselas y, al parecer, tenía la intención de dormir durante todo el trayecto hasta París-. O un policía. Todo el mundo pensaría que estás loca. -Suspiró-. ¿Y pretendías viajar sola hasta el sur de Francia?
Ojalá me dijeras el sitio exacto, en lugar de obligarme a adivinarlo. Así podría enviar un telegrama a la señora Clay y meterte en un lío aún más complicado.
Esta vez me tocó a mí sonreír. Ya habíamos discutido un par de veces sobre esto.
– Eres espantosamente tozuda -gruñó Barley-. Jamás habría pensado que una niña pudiera provocarme tantos problemas… Sobre todo el tipo de problemas que tendría con Master James si te abandonara en mitad de Francia. -Casi consiguió hacerme llorar, pero sus siguientes palabras secaron mis lágrimas antes de que empezaran a formarse-. Al menos, tendremos tiempo de comer antes de subir al siguiente tren. En la Gare du Nord hacen unos bocadillos deliciosos. Esperemos que nos permitan pagar con moneda extranjera.
Fue la utilización del plural lo que conmovió mi corazón.
Bajar, incluso de un tren moderno, en ese gran templo de viajeros, la Gare du
Nord, con su elevada estructura de hierro y cristal, su belleza luminosa y aérea, equivale a entrar en París. Barley y yo bajamos del tren, bolsas en mano, y dedicamos dos minutos a asimilarlo todo. Al menos, eso fue lo que yo hice, aunque ya había estado muchas veces en la estación, que atravesaba en el curso de los viajes con mi padre. La gare devolvía el eco del sonido de los trenes al frenar, las conversaciones de la gente, pasos, silbidos, el aleteo de las palomas, el tintineo de monedas. Un anciano tocado con una boina negra pasó ante nosotros con una joven del brazo. Ella tenía el pelo rojo, muy bien peinado, llevaba lápiz de labios rosa, y por un momento imaginé que me cambiaba por ella. ¡Oh, poseer ese aspecto, ser parisina, adulta, calzar botas de tacón alto, tener pechos de verdad y llevar al lado a un artista elegante de edad avanzada! Entonces se me ocurrió que bien podía ser su padre, y me sentí muy sola.
Me volví hacia Barley, quien al parecer había estado asimilando los olores antes que los sonidos.
– Dios, qué hambre tengo -gruñó-. Ya que estamos aquí, comamos algo bueno al menos.
Se dirigió como una flecha hacia una esquina de la estación, como si se supiera el camino de memoria. Resultó que no sólo conocía el camino, sino también la mostaza y la selección de jamón cortado en finas laminillas, y no tardamos en ponernos a comer dos bocadillos de buen tamaño envueltos en papel blanco. Barley ni se tomó la molestia de sentarse en el banco que yo había encontrado.
Yo también estaba hambrienta, pero sobre todo preocupada por lo que haría a continuación.
Ahora que habíamos bajado del tren, Barley podía utilizar cualquier teléfono público que se le ofreciera a la vista y encontrar una forma de llamar a Master James o a la señora Clay, o tal vez a un ejército de gendarmes que me devolverían a Amsterdam esposada. Le miré con cautela, pero el bocadillo ocultaba casi por completo su rostro. Cuando emergió de él para beber un poco de naranjada, le hablé.
– Barley, me gustaría que me hicieras un favor.
– ¿Qué quieres ahora?
– No hagas ninguna llamada telefónica. No me traiciones, Barley. Iré al sur pese a quien pese. Comprenderás que no puedo volver a casa sin saber dónde está mi padre y qué le ha pasado, ¿verdad?
Él bebió con semblante serio.
– Lo comprendo.
– Por favor, Barley.
– ¿Por quién me tomas?
– No lo sé -dije desconcertada-. Creía que estabas enfadado conmigo por haberme fugado y que aún pensabas que debías denunciarme.
– Piensa un poco -dijo Barley-. Si de veras estuviera enfadado, estaría camino de casa para no perderme las clases de mañana (y una buena reprimenda de James), contigo pisándome los talones. En cambio estoy aquí, obligado por la galantería y la curiosidad a acompañar a una dama al sur de Francia. ¿Crees que me iba a perder eso?
– No lo sé -repetí, pero más agradecida.
– Será mejor que preguntemos cuándo sale el próximo tren a Perpiñán -dijo Barley al tiempo que doblaba el papel del bocadillo con decisión.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté estupefacta.
– Oh, te crees tan enigmática. -Barley parecía exasperado otra vez-. ¿No te traduje todo aquel rollo de la colección de vampiros? ¿Adónde podrías ir, sino a ese monasterio de los Pirineos Orientales? ¿Te crees que no he visto un mapa de Francia? Venga, no empieces a fruncir el ceño. Tu cara se pone mucho menos traviesa.
Y nos fuimos al bureau de change cogiditos del brazo.
Cuando Turgut pronunció el nombre de Rossi con aquel inconfundible tono de
familiaridad, experimenté la repentina sensación de que el mundo se tambaleaba, de que fragmentos de color y forma se desconfiguraban y formaban una visión de compleja absurdidad. Era como si estuviera viendo una película conocida y, de repente, un personaje que nunca había pertenecido a ella apareciera en la pantalla y se sumara a la acción como si tal cosa, pero sin la menor explicación.
– ¿Conoce al profesor Rossí? -repitió Turgut en el mismo tono.
Yo seguía sin habla, pero Helen, por lo visto, había tomado una decisión.
– El profesor Rossi es el director de la tesis de Paul en el Departamento de Historia de nuestra universidad.
– Pero eso es increíble -dijo poco a poco Turgut.
– ¿Usted le conocía? -pregunté.
– No, no llegué a conocerle en persona -dijo-. Oí hablar de él en circunstancias muy peculiares. Por favor, es una historia que debo contarles, me parece. Siéntense, amigos míos. -Hizo un gesto hospitalario, pese a su asombro. Helen y yo nos habíamos puesto en pie de un salto, pero nos acomodamos cerca de él-. Hay algo demasiado extraordinario…