Nunca se me había ocurrido antes, pero ahora pensé que era lógico. Al fin y al cabo, uno de los esbirros de Drácula había reprendido severamente a Rossi. ¿Era posible que los No Muertos vigilaran no sólo el archivo, sino también la tumba? La arraigada presencia de los vampiros, a la que Turgut se había referido, ¿podía ser un legado de la perenne invasión a la que Drácula había sometido a la ciudad? Repasé lo que ya sabíamos sobre la carrera y leyenda de Vlad el Empapador. Si en su juventud le habían encarcelado aquí, ¿no podría haber regresado después de su muerte al lugar donde le habían instruido desde muy temprana edad en las artes de la tortura? Tal vez sentía nostalgia por el lugar, como la gente que, cuando se jubila, vuelve a vivir a la ciudad donde creció. Y si había que dar crédito a la novela de Stoker en lo tocante a las costumbres de los vampiros, era posible que el
monstruo se trasladara de un sitio a otro, que escogiera su tumba donde le apeteciera. En la novela había viajado en su ataúd a Inglaterra. ¿Por qué no habría podido ir a Estambul, viajando de noche, después de su muerte, al corazón del imperio cuyos ejércitos había aniquilado? Al fin y al cabo, habría sido una venganza apropiada sobre los otomanos.
Pero aún no podía formular estas preguntas a Turgut. Acabábamos de conocernos, y todavía me estaba preguntando si podíamos confiar en él. Parecía sincero, pero su aparición en nuestra mesa con su «afición» era demasiado extraña para ser casual. Ahora estaba hablando con Helen, y ella, por fin, estaba hablando con él.
– No, querida madame, la verdad es que no lo sé «todo» sobre la historia de Drácula. De hecho, mis conocimientos están lejos de ser arrebatadores, pero sospecho que tuvo una gran influencia maléfica sobre nuestra ciudad y eso me impele a seguir investigando. ¿Y ustedes,
amigos míos? -Paseó una mirada penetrante entre Helen y yo-. Parecen muy interesados en el tema. ¿Exactamente sobre qué versa su tesis, joven?
– El mercantilismo holandés en el siglo diecisiete -dije de manera poco convincente. A mí me sonó poco convincente, en cualquier caso, y estaba empezando a preguntarme si siempre había sido un empeño baldío. Al fin y al cabo, los comerciantes holandeses no vagaban de siglo en siglo atacando a la gente para robarle su alma inmortal.
– Ah. -Pensé que Turgut parecía perplejo-. Bien -dijo por fin-, si le interesa también la historia de Estambul, puede venir conmigo mañana por la mañana a ver la colección del sultán Mehmet.
Fue un espléndido tirano. Coleccionaba muchas cosas interesantes, además de mis documentos favoritos. Ahora he de volver a casa con mi esposa, pues debe de estar preocupada por mi tardanza. -Sonrió, como si ello le pareciera agradable-. Sin duda deseará que vengan a cenar con nosotros mañana, al igual que yo. -Medité sobre sus palabras un momento. Las esposas turcas debían ser todavía tan sumisas como en los harenes legendarios. ¿O quería decir que su mujer era tan hospitalaria como él? Imaginé que Helen resoplaría, pero guardó silencio y nos miró a los dos-. Bien, amigos míos – Turgut se levantó. Tuve la impresión de que sacaba dinero como por arte de magia y lo deslizaba bajo su plato. Después, brindó por nosotros una última vez y vació los restos de su té-. Adieu, hasta mañana.
– ¿Dónde nos encontraremos? -pregunté.
– Oh, vendré aquí a buscarlos. ¿Les parece bien a las diez de la mañana? Estupendo. Les deseo una feliz velada.
Hizo una inclinación de cabeza y se fue. Al cabo de un momento me di cuenta de que había dejado casi intacta su cena, había pagado nuestra cuenta al mismo tiempo que la suya y nos había dejado el talismán contra el mal de ojo, que brillaba en el centro del mantel blanco.
Aquella noche dormí como un tronco, después del agotamiento del viaje y la visita a la ciudad. Cuando los sonidos urbanos me despertaron, ya eran las seis y media. Mi pequeña habitación apenas estaba iluminada. En el primer momento de conciencia paseé la vista por el dormitorio y vi las paredes encaladas, los muebles sencillos, de diseño extranjero, y el brillo del espejo que había sobre el lavabo, y experimenté una extraña confusión. Pensé en la estancia de Rossi en Estambul, su alojamiento en otro hotelito (¿dónde?), de la cual habían robado sus bocetos de los valiosos mapas, y me pareció recordar todo eso como si yo hubiera estado allí, o como si reviviera la escena en ese momento. Al cabo de un instante caí en la cuenta de que la habitación seguía tal como la había dejado. Mi maleta estaba sobre la cómoda y -lo más importante de todo- mi maletín, con su valioso contenido, continuaba en el mismo sitio, al lado de la cama, y podía tocarlo con sólo estirar la mano. Incluso durmiendo había sido consciente de aquel libro antiguo y silencioso que descansaba en su interior.
Oí a Helen en el cuarto de baño del pasillo. Había abierto el agua y se movía de un lado a otro. Al cabo de un momento, caí en la cuenta de que esto podía considerarse espionaje y me sentí avergonzado. Para aplacar esa sensación, me levanté y me lavé la cara y los brazos en el lavabo de la habitación. En el espejo, mi cara (soy incapaz de comunicarte, hija mía, lo joven que parecía entonces, incluso a mis ojos) se veía como de costumbre. Mis ojos estaban bastante cansados después de tanto viajar, pero vivaces. Me unté el pelo con la brillantina típica de la época, lo peiné hacia atrás y me vestí con mis pantalones y chaqueta arrugados, además de una camisa y corbata limpias, aunque también arrugadas. Mientras alisaba la corbata en el espejo, oí que enmudecían los ruidos del cuarto de baño, y al cabo de unos momentos saqué mis útiles de afeitar y me obligué a llamar con vigor a la puerta.
Como no hubo respuesta, entré. El perfume de Helen, una colonia de olor barato y fuerte, tal vez la que había traído de su casa, perduraba en el diminuto cuarto. Casi había llegado a gustarme.
El desayuno del restaurante consistió en un café fuerte, muy fuerte, servido en una cafetera de cobre de asa larga, acompañado de pan, queso salado y aceitunas, junto con un diario que éramos incapaces de leer. Helen comió y bebió en silencio, mientras yo meditaba y percibía el olor a humo de cigarrillo que nos llegaba desde el rincón del camarero. El local estaba vacío esa mañana, aparte del sol que entraba por las ventanas arqueadas, pero el estruendo del tráfico matutino lo llenaba de sonidos agradables, además de los vislumbres de la gente que pasaba, vestida para ir a trabajar o cargada con cestas de productos del
mercado. Habíamos buscado instintivamente una mesa que estuviera lo más alejada posible de las ventanas.
– El profesor aún tardará dos horas en llegar -observó Helen al tiempo que añadía más azúcar al café y lo revolvía vigorosamente-. ¿Qué vamos a hacer?
– Estaba pensando en volver a Santa Sofía -dije-. Quiero verla otra vez.
– ¿Por qué no? -murmuró ella-. No me importa hacer de turista mientras estemos aquí.
Parecía descansada, y reparé en que se había puesto una blusa azul claro con el traje negro, el primer color que la veía llevar, una excepción a su indumentaria blanca y negra habitual.
Como siempre, se había envuelto con su pequeño pañuelo el punto del cuello donde la había mordido el bibliotecario. Su expresión era irónica y cautelosa, pero yo albergaba la sensación (sin poseer ninguna prueba) de que se estaba acostumbrando a mi presencia al otro lado de la mesa, casi hasta el punto de que su ferocidad se había relajado un poco.
Las calles estaban atestadas de gente y coches cuando salimos, y atravesamos entre ellos el corazón de la ciudad vieja, hasta entrar en uno de los bazares. Todos los pasillos estaban
llenos de clientes, ancianas vestidas de negro que examinaban arco iris de hermosas telas, mujeres jóvenes ataviadas con brillantes colores, la cabeza cubierta, que regateaban cuando compraban frutas que yo no había visto nunca o examinaban bandejas llenas de joyas de oro, ancianos con gorros de punto sobre el pelo blanco o la calva, que leían periódicos o se inclinaban para examinar una selección de pipas talladas en madera. Algunos llevaban en la mano sartas de cuentas para orar. Dondequiera que mirase veía rostros oliváceos, armoniosos, astutos y de facciones pronunciadas, manos gesticulantes, dedos perentorios, sonrisas amplias que a veces dejaban al descubierto destellos de dientes dorados. A nuestro alrededor se oía el clamor de voces enfáticas, seguras al regatear, y en ocasiones alguna carcajada.
Helen exhibía su sonrisa perpleja y miraba a esos desconocidos como si le gustaran, pero también como si creyera comprenderlos a la perfección. Para mí, la escena era deliciosa, pero yo también experimentaba cierta cautela, una sensación que, según mis cálculos, no tenía más de una semana de antigüedad, sensación que me embargaba en todos los lugares públicos. Una sensación de escudriñar la multitud, de mirar por encima del hombro, de examinar las caras en busca de buenas o malas intenciones… y también, quizá, de ser vigilado. Era una sensación desagradable, una nota áspera en la armonía de todas aquellas animadas conversaciones que se mantenían a nuestro alrededor, y me pregunté, no por primera vez, si se debía en parte a que se me hubiera contagiado la actitud escéptica de Helen en relación con la raza humana. También me pregunté si dicha actitud formaba parte de su idiosincrasia o sólo era el resultado de vivir en un Estado policial.
Fueran cuales fueran sus raíces, consideraba mi paranoia una afrenta a mi yo anterior. Una semana antes era un estudiante de postgrado norteamericano normal, satisfecho en mi insatisfacción con el trabajo y, en el fondo, disfrutando con la sensación de prosperidad y elevada tesitura moral de mi cultura, aunque fingiera poner en cuestión tanto esa cultura como todo lo demás. Ahora la Guerra Fría había cobrado realidad para mí, en la persona de Helen y en su postura desilusionada, y una guerra fría aún más antigua se insinuaba en mis venas. Pensé en Rossi, que había recorrido aquellas calles en el verano de 1930, antes de que su aventura en el archivo le expulsara precipitadamente de Estambul, y él también era real para mí, no sólo el Rossi que yo conocía, sino el Rossi joven de sus cartas.
Helen dio unos golpecitos sobre mi hombro mientras andábamos y movió la cabeza en dirección a un par de ancianos que estaban sentados a una pequeña mesa de madera, encajada cerca de un puesto ambulante.
– Mira: ahí tienes tu teoría del ocio personificada -dijo-. Son las nueve de la mañana y ya están jugando al ajedrez. Es raro que no jueguen a la tabla. Es el juego favorito en esta parte del mundo. Pero yo creo que eso es ajedrez. -Los dos hombres estaban disponiendo sus piezas en un tablero de madera que parecía muy usado. Negras contra marfil, caballeros y torres protegían a sus vasallos, los peones plantaban cara en formación de combate. La misma disposición guerrera en todo el mundo, reflexioné, y me detuve a mirar-. ¿Sabes jugar al ajedrez? -preguntó Helen.