– ¿Qué demonios está pasando aquí?
No pude reprimir el desasosiego de considerarme excluido.
– ¿Qué ha dicho? -Helen habló a Turgut por primera vez-. ¿Estaba hablando en turco o en el idioma de los gitanos? No la entendí.
Nuestro nuevo amigo vaciló, como si no quisiera repetir las palabras de la mujer.
– En turco -murmuró-. Casi no me atrevo a repetírselo. Dijo algo muy grosero. Y extraño. -Estaba mirando a Helen con interés, pero también con algo similar a un destello de miedo, pensé, en sus ojos cordiales-. Utilizó una palabra que no traduciré -explicó poco a poco-. Y después dijo: «Fuera de aquí, hija de lobos rumana. Tú y tu amigo traeréis la maldición del vampiro a nuestra ciudad».
Helen tenía los labios exangües, y reprimí el impulso de coger su mano.
– Una coincidencia -le dije en tono tranquilizador, a lo cual ella reaccionó con una mirada iracunda. Yo estaba hablando demasiado delante del profesor.
Turgut nos miró.
– Esto es muy extraño, amables compañeros -dijo-. Creo que hemos de abundar en el terna sin más dilación.
Casi me había dormido en el asiento del tren, pese al enorme interés de la historia de mi padre. Leer todo esto por primera vez durante la noche anterior me había mantenido despierta hasta tarde, y estaba cansada. Una sensación de irrealidad se apoderó de mí en el soleado compartimiento, y me volví para mirar por la ventanilla las granjas holandesas que iban desfilando. Cuando nos acercábamos y partíamos de cada ciudad, el tren pasaba ante numerosos huertos, verdes bajo el cielo encapotado, los jardines traseros de miles de personas dedicadas a sus asuntos, la parte posterior de sus casas vuelta hacia la vía. Los campos eran de un verde maravilloso, un verde que, en Holanda, empieza a principios de primavera y dura casi hasta que la nieve vuelve a caer, alimentado por la humedad del aire y la tierra, y por el agua que centellea en todas las direcciones a las que mires. Ya habíamos dejado atrás una dilatada región de canales y puentes, y nos encontrábamos entre vacas congregadas en pastos delineados con extrema pulcritud. Una pareja de ancianos de porte digno pedaleaba en una carretera paralela a la vía, engullida al instante siguiente por más pastos. Pronto llegaríamos a Bélgica, y yo sabía por mi experiencia que bastaba una breve siesta para perdértela por completo en este viaje.
Sujetaba con fuerza las cartas en mi regazo, pero mis párpados estaban empezando a rendirse. La mujer de rostro apacible sentada delante de mí ya estaba dormitando, con la revista en la mano. Mis ojos se habían cerrado apenas un segundo, cuando la puerta de nuestro compartimiento se abrió. Se oyó una voz exasperada, y una figura larguirucha se interpuso entre mí y mi ensueño.
– ¡Bien, qué descarada eres! Ya me lo imaginaba. Te he buscado en todos los vagones.
Era Barley, que se estaba secando la frente y me miraba con el ceño fruncido.
Barley estaba muy enfadado. No podía culparle, pero aquel giro de los acontecimientos era muy inconveniente para mí, y yo también estaba un poco furiosa. Todavía me irritaba más que a mi primera punzada de irritación le siguiera una secreta sensación de alivio. Antes de verle, no me había dado cuenta de lo sola que me sentía en aquel tren, camino de lo desconocido, camino tal vez de la soledad aún mayor de ser incapaz de encontrar a mi padre, o incluso camino de la soledad galáctica de perderle para siempre. Barley era un extraño para mí tan sólo unos días antes, y ahora su rostro era la familiaridad personificada.
En ese momento, sin embargo, aún me miraba con el ceño fruncido.
– ¿Adónde demonios crees que vas? Menuda persecución. ¿Me puedes decir qué estás tramando?
Soslayé la pregunta de momento.
– No quería preocuparte, Barley. Pensé que te habías ido en el trasbordador y no te enterarías.
– Sí, esperabas que me presentara ante Master James, que le dijera que estabas sana y salva en Amsterdam, y que luego él se enterara de que habías desaparecido. Estoy seguro de que eso le habría hecho mucha gracia. -Se dejó caer a mi lado, cruzó los brazos y las piernas larguiruchas. Llevaba su pequeña maleta, y la parte delantera de su pelo color paja estaba erizada-. ¿Qué te ha dado?
– ¿Por qué me estabas espiando? -contraataqué.
– Retrasaron el trasbordador de la mañana para efectuar unas reparaciones. -Dio la impresión de que no podía contener una sonrisa-. Tenia un hambre de lobo, de modo que retrocedí unas cuantas calles para tomar unos bollos y té, y entonces me pareció verte pasar en dirección contraria, calle arriba, pero no estaba seguro. Pensé que eran imaginaciones
mías, de modo que me quedé a desayunar.
Después, me entraron remordimientos de conciencia, porque si eras tú, me iba a meter en un buen lío. Así que corrí en aquella dirección y vi la estación, y después subiste al tren y pensé que me iba a dar un ataque. -Me fulminó con la mirada de nuevo-. Tuve que correr a comprar un billete, casi me quedo sin dinero, y encima me vi obligado a perseguirte por todo el tren. Hemos recorrido tantos kilómetros que no podemos bajar ahora mismo. -Sus estrechos ojos brillantes se desviaron hacia la ventanilla, y después hacia la
pila de cartas que descansaban sobre mi regazo-. ¿Te importaría explicarme por qué estás en el expreso de París y no en el colegio?
¿Qué podía hacer?
– Lo siento, Barley -contesté con humildad-. No quería implicarte en esto por nada del mundo. De veras pensaba que hacía rato que te habías ido y podías presentarte ante Master James con la conciencia tranquila. No quería causarte problemas.
– ¿De veras? -Estaba esperando más explicaciones-. ¿Sólo querías darte una vueltecita por París en lugar de ir a clase de historia?
– Bien -empecé, intentando ganar tiempo-, mi padre me envió un telegrama diciendo que estaba bien y que me reuniera con él en París para pasar unos días.
Barley guardó silencio un momento.
– Lo siento, pero eso no lo explica todo. Si hubieras recibido un telegrama, habría sido anoche, y yo me habría enterado. Además, nadie habló de que tu padre no estuviera bien.
Creía que estaba ausente por motivos de trabajo. ¿Qué estás leyendo?
– Es una larga historia -dije poco a poco-, y ya sé que me consideras rara…
– Muy rara -me corrigió Barley-, pero será mejor que me digas en qué andas metida.
Tendrás tiempo antes de que bajemos en Bruselas y cojamos el siguiente tren de vuelta a Amsterdam.
– ¡No! -No había sido mi intención gritar así. La señora de delante se removió en su tranquilo sueño y yo bajé la voz-. He de ir a París. Estoy bien. Si quieres, puedes bajarte allí, y luego volver a Londres por la noche.
– Bajar allí, ¿eh? ¿Significa eso que tú no bajarás allí? ¿Hasta dónde continúa este tren?
– No continúa, acaba en París…
Se había cruzado de brazos y estaba esperando otra vez. Era peor que mi padre. Tal vez peor que el profesor Rossi. Tuve una breve visión de Barley ante los alumnos de un aula, los brazos cruzados, mientras sus ojos escudriñaban a los desventurados estudiantes, con voz aguda: «¿Qué impulsa a Milton a llegar a su terrible conclusión sobre la caída de Satanás? ¿O es que nadie lo ha leído todavía?»
Tragué saliva.
– Es una larga historia -repetí aún con más humildad. -Tenemos tiempo -dijo Barley.
Helen, Turgut y yo intercambiamos miradas, sentados a la mesa de nuestro pequeño restaurante, y yo percibí que una señal de camaradería pasaba entre nosotros. Quizá para retrasar el momento, Helen levantó la piedra azul que Turgut había dejado al lado de su plato y me la entregó.
– Es un símbolo antiguo -explicó-. Un talismán contra el mal de ojo.
Yo la acepté, palpé su superficie suave, caliente por haber estado en la mano de Helen, y la dejé sobre la mesa de nuevo.
Turgut no había perdido el hilo de la conversación.
– ¿Es usted rumana, señora? -Helen guardó silencio-. Si eso es cierto, hemos de
proceder con cautela. -Bajó la voz un poco-. La policía podría interesarse por usted.
Nuestro país no mantiene lazos amistosos con Rumania.
– Lo sé -repuso ella con frialdad.
– Pero ¿cómo lo supo la gitana? -Turgut frunció el ceño-. Usted no habló con ella.
– No lo sé.
Helen se encogió de hombros.
Turgut meneó la cabeza.
– Algunas personas dicen que los gitanos poseen el talento de la clarividencia. Yo nunca lo he creído, pero… -Calló y se secó el bigote con la servilleta-. Es raro que hablara de vampiros.
– Sí -dijo Helen-. Debía estar loca. Todas las gitanas están locas.
– Quizá, quizá. -Turgut guardó silencio-. Sin embargo, me resultó muy extraña su forma de hablar, porque es mi otra especialidad.
– ¿Los gitanos? -pregunté.
– No, buen señor, los vampiros. -Helen y yo le miramos, con cuidado de no cruzar nuestras miradas-. Me gano la vida enseñando Shakespeare, pero la leyenda de los vampiros es mi afición excéntrica. En Turquía hay una tradición de vampiros muy arraigada.
– ¿Es una tradición… turca? -pregunté atónito.
– Oh, la leyenda se remonta por lo menos al antiguo Egipto, queridos colegas, pero aquí, en Estambul… Para empezar, se dice que los emperadores bizantinos más sanguinarios eran vampiros, y que algunos de ellos consideraban la comunión cristiana una invitación a solazarse en la sangre de los mortales. Pero yo no lo creo. Creo que el vampirismo apareció con posterioridad.
– Bien… -No quería demostrar excesivo interés, más por temor a que Helen volviera a pisotearme por debajo de la mesa que por creer que Turgut estaba confabulado con los poderes de las tinieblas. Pero ella también le estaba mirando.
– ¿Ha oído hablar de la leyenda de Drácula?
– ¿Qué si he oído hablar? -resopló Turgut. Sus ojos oscuros relampaguearon y convirtió la servilleta en un nudo-. ¿Sabe que Drácula fue un personaje real, una figura histórica?
Un compatriota de usted, señora. -Inclinó la cabeza en dirección a Helen-. Era un señor feudal, un voivoda, de los Cárpatos occidentales, en el siglo quince. No era una persona admirable.
Helen y yo asentimos. No pudimos evitarlo. Yo no, al menos, y ella parecía demasiado concentrada en las palabras de Turgut para reprimirse. Se había inclinado un poco hacia delante, escuchando, y sus ojos brillaban con la misma oscuridad intensa que los del hombre. El color había florecido bajo la palidez habitual de Helen. Era uno de esos numerosos momentos, observé, pese a mi entusiasmo, en que la belleza se imponía a su semblante adusto y la iluminaba desde el interior.