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Mi padre ofreció diversas excusas afables por haber estado estudiando la colección sobre vampiros de Oxford en lugar de acudir a su reunión. La habían cancelado, dijo, al tiempo que estrechaba la mano de Stephen Barley con su acostumbrada cordialidad. Mi padre dijo que había ido a la Cámara espoleado por una antigua obsesión. Entonces calló, se mordió el labio y probó de nuevo. Había estado buscando un poco de paz y tranquilidad (cosa muy creíble). Su gratitud por la presencia de Stephen, por la buena salud de Stephen, por su solidez, era palpable. Al fin y al cabo, ¿qué habría dicho mi padre si me hubiera presentado allí sola? ¿Cómo habría podido explicar, o cerrar como si tal cosa, el infolio que había bajo su mano? Lo hizo, pero demasiado tarde. Yo ya había visto el título de un capítulo que se destacaba sobre el grueso papel marfileño:

«Vampires de Provence et des Pyrénées».

Dormí muy mal aquella noche en la cama con dosel de calicó, y cada pocas horas

despertaba de algún sueño extraño. En una ocasión vi luz bajo la puerta del cuarto de baño que separaba mi habitación de la de mi padre, lo cual me tranquilizó. A veces, no obstante, esta sensación de que no estaba dormido, de silenciosa actividad en la habitación de al lado, me arrancaba de pronto de mi descanso. Cerca del amanecer, cuando una neblina color pizarra empezaba a insinuarse entre las cortinas, desperté por última vez.

Esta vez fue el silencio lo que me despertó. Todo estaba demasiado quieto: la tenue silueta de los árboles en el patio (aparté un poco las cortinas para mirar), el enorme armario contiguo a mi cama y, sobre todo, la habitación de mi padre. No esperaba que estuviera levantado a esa hora. En todo caso, estaría dormido todavía, tal vez roncando un poco si estaba tumbado de espaldas, intentando borrar las preocupaciones del día anterior, aplazando el agotador calendario de conferencias y seminarios y debates que le aguardaban.

Durante nuestros viajes, solía dar un leve golpecito en mi puerta cuando ya se había levantado, una invitación a darme prisa para reunirme con él y dar un paseo antes de desayunar.

Esa mañana el silencio me abrumaba, por ningún motivo en concreto, de modo que bajé de mi gran cama, me vestí y colgué una toalla de mi hombro. Me lavaría en la palangana del cuarto de baño e intentaría escuchar la respiración nocturna de mi padre. Llamé con suavidad a la puerta del cuarto de baño para asegurarme de que no estaba dentro. El silencio se hizo aún más intenso cuando me sequé la cara delante del espejo. Apliqué el oído a la puerta. Dormía sin emitir el menor sonido. Sabía que sería cruel interrumpir su bien merecido reposo, pero el pánico había empezado a trepar por mis piernas y brazos.

Llamé con suavidad. No se oyó nada dentro. Durante años habíamos respetado nuestra intimidad, pero ahora, con la luz grisácea del amanecer que entraba por la ventana del cuarto de baño, giré el pomo de la puerta.

Los pesados cortinajes del cuarto de mi padre seguían corridos, de manera que tardé unos segundos en vislumbrar el tenue perfil de muebles y cuadros. El silencio me erizó el vello de la nuca. Avancé un paso hacia la cama, le hablé, pero la cama estaba impecable en la habitación oscura. La habitación estaba vacía. Expulsé el aire contenido en mis pulmones.

Él se había ido, había salido a pasear solo, tal vez necesitaba soledad y tiempo para reflexionar. No obstante, algo me impulsó a encender la luz de la mesita de noche, mirar a mi alrededor con más detenimiento. Dentro del círculo de luminosidad había una nota dirigida a mí, y sobre la nota descansaban dos objetos que me sorprendieron: un pequeño crucifijo de plata colgado de una robusta cadena y una cabeza de ajos. La hiriente realidad de esos objetos consiguió revolver mi estómago, incluso antes de leer las palabras de padre.

Querida hija:

Siento sorprenderte así, pero he sido requerido para un nuevo asunto y no quería molestarte durante la noche. Estaré ausente unos días, espero. He acordado con Master James que vuelvas a casa en compañía de nuestro joven amigo Stephen Barley. Le han excusado de sus clases durante dos días, y te acompañará a Amsterdam esta noche. Yo quería que la señora Clay viniera a buscarte, pero su hermana está enferma y ha vuelto a Liverpool. Intentará estar en casa esta noche. En cualquier caso, estarás en buenas manos, y espero que sepas cuidar de ti con sensatez. No te preocupes por mi ausencia. Es un asunto confidencial, pero volveré a casa lo antes posible y te lo explicaré todo. En el ínterin, te pido con todo mi corazón que lleves el crucifijo en todo momento y que pongas unos ajos en cada uno de tus bolsillos. Ya sabes que nunca he querido obligarte a aceptar ninguna religión o superstición, y sigo siendo un firme incrédulo respecto a ambas. Pero hemos de enfrentarnos al mal con sus propias armas, en la medida de lo posible, y tú ya conoces el alcance de dichas armas. Desde mi corazón de padre te ruego que no hagas caso omiso de mis deseos en este punto.

Estaba firmada con cariño, pero vi que la había escrito a toda prisa. Mi corazón estaba martilleando en el pecho. Me ceñí de inmediato la cadena al cuello y dividí el ajo para alojarlo en los bolsillos de mi vestido. Era muy propio de mi padre, pensé mientras paseaba la vista alrededor del cuarto, hacer la cama con tal pulcritud en mitad de una silenciosa huida del colegio. Pero ¿a qué venían tantas prisas? Fuera cual fuera el asunto, no podía tratarse de una sencilla misión diplomática, de lo contrario me lo habría dicho. Con frecuencia debía reaccionar con celeridad a emergencias profesionales. Sabía que a veces debía marchar casi sin previo aviso cuando se producía una crisis al otro lado de Europa, pero siempre me decía adónde iba. Esta vez, me dijo mi corazón acelerado, no se había ido por trabajo. Además, debía estar en Oxford esta semana, dando conferencias y asistiendo a reuniones. No era de los que se zafaban de sus obligaciones a la primera de cambio. No. Su desaparición debía estar relacionada con la tensión que delataba en los últimos tiempos. Me di cuenta de que había estado temiendo algo parecido desde el primer momento. Además, había que tener en cuenta la escena de ayer en la Cámara Radcliffe, con mi padre absorto en… ¿Qué había estado leyendo exactamente? ¿Y adónde, oh, adónde habría ido? ¿Adónde, sin mí? Por primera vez en todos los años que recordaba, todos esos años en que mi padre me había protegido de la soledad de la vida sin una madre, sin hermanos, sin país natal, todos los años de ser padre y madre al mismo tiempo por primera vez, me sentí huérfana.

El director fue muy amable cuando aparecí con la maleta hecha y el impermeable colgado del brazo. Le expliqué que estaba dispuesta a viajar sola. Le aseguré que agradecía la oferta de que un solícito estudiante me acompañara a casa y que jamás olvidaría su gesto. Sentí una punzada al decirlo, una leve pero inconfundible punzada de decepción. ¡Qué agradable habría sido viajar un día con Stephen Barley, que me sonreiría desde el asiento de enfrente!

Pero había que decirlo. Llegaría a casa sana y salva dentro de unas horas, repetí,

reprimiendo la repentina imagen mental de una palangana de mármol rojo llena de agua melódica, temerosa de que aquel hombre sonriente pudiera adivinar mis pensamientos, pudiera leer en mi cara. Pronto llegaría a casa sana y salva y le llamaría para tranquilizar sus preocupaciones. Y luego, por supuesto, añadí con mayor duplicidad todavía, mi padre volvería a casa al cabo de unos pocos días.

Master James estaba seguro de que yo era capaz de viajar sola. Parecía una chica

independiente, sin la menor duda. Pero no podía (me dedicó una sonrisa todavía más bondadosa), no podía romper la palabra dada a mi padre, un viejo amigo. Yo era el tesoro mas preciado de mi padre, y no podía enviarme de vuelta a casa sin la protección adecuada.

No era porque no confiara en mí, sino por mi padre. Teníamos que mimarle un poco.

Stephen Barley se materializó antes de que yo pudiera seguir discutiendo, o asimilar la idea de que el director era un viejo amigo de mi padre, cuando yo creía que le había conocido dos días antes. Pero yo no tenía tiempo para digerir esta novedad. Stephen estaba esperando como si también fuera un viejo amigo mío, la chaqueta y la bolsa de viaje en la mano, y la verdad es que no me arrepentí de verle. Lamenté el rodeo que me iba a costar que me acompañara, aunque era imposible para mí no dar la bienvenida a su sonrisa o su «¡Me has librado de un trabajo!»

Master James fue más sobrio.

– Aún tienes trabajo, jovencito -le dijo-. Quiero que me llames desde Amsterdam en cuanto llegues, y quiero que hables con el ama de llaves. Aquí tienes dinero para tus billetes y algunas comidas, y me traerás las facturas. -Sus ojos color avellana destellaron-. Eso no quiere decir que no puedas comprar un poco de chocolate holandés en la estación.

Tráeme a mí también una tableta. No es tan bueno como el belga, pero qué le vamos a hacer. Iros ya, y sed sensatos. -Me dio un apretón de manos serio y su tarjeta-. Adiós, querida. Ven a vernos cuando pienses en ir a la universidad.

Ya fuera del despacho, Stephen tomó mi maleta.

– Vámonos. Tenemos billetes para las diez y media, pero no estaría mal llegar un poco antes.

El director y mi padre se habían ocupado de todos los detalles, observé, y me pregunté cuántas cerraduras más debería asegurar en casa. Sin embargo, ahora me aguardaban otros asuntos.

– Stephen -empecé.

– Llámame Barley. -Rió-. Todo el mundo me llama así, y ya estoy tan acostumbrado que me da escalofríos oír mi verdadero nombre.

– De acuerdo. -Su sonrisa era tan contagiosa hoy…-. Barley, ¿podría pedirte un favor antes de marcharnos? -Asintió-. Me gustaría entrar en la Cámara una vez más. Era tan bonita…, y me gustaría ver la colección de vampirismo. No pude mirarla bien.

Gimió.

– No cabe duda de que te gustan las cosas siniestras. Debe de ser herencia familiar.

– Lo sé.

Me sentí enrojecer.

– De acuerdo. Vamos a echar un vistazo rápido, pero luego tendremos que darnos prisa.

Master James me atravesará el corazón con una estaca si perdemos el tren.

La Cámara estaba tranquila aquella mañana, casi vacía, y subimos por una escalera pulimentada hasta el macabro rincón donde habíamos sorprendido a mi padre el día anterior. Reprimí un amago de lágrimas cuando entramos en la diminuta estancia. Horas antes, mi padre había estado sentado aquí, con aquella extraña mirada distante en sus ojos, y ahora ni siquiera sabía dónde estaba.

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