– ¿Cuál es el origen de esta tradición?
A estas alturas, casi me había puesto a gritar.
– No lo sabemos, monsieur -dijo el abad en tono paciente-. Siempre ha existido.
Me acerqué a él y nuestras narices casi se tocaron.
– Quiero que abra el sarcófago de la cripta -dije.
El hombre retrocedió, estupefacto.
– ¿Qué está diciendo? No podemos hacer eso.
– Acompáñeme. Tenga -Te deposité en los brazos del joven monje que nos había
enseñado el monasterio el día anterior-. Haga el favor de sostener a mi hija. -Te cogió, sin tanta torpeza como yo esperaba, y te sostuvo en brazos. Tú te pusiste a llorar-. Venga -dije al abad. Le arrastré hacia la cripta e indicó a los monjes con un gesto que no nos siguieran. Bajamos los peldaños a toda prisa. En el gélido agujero, donde el hermano Kiril había dejado dos velas ardiendo, me volví hacia el abad-. No es necesario que cuente a nadie esto, pero debo ver el interior del sarcófago. -Hice una pausa para dotar de mayor énfasis a mis palabras-. Si no me ayuda, descargaré todo el peso de la ley sobre su monasterio.
Me lanzó una mirada (¿de miedo?, ¿de resentimiento?, ¿de compasión?) y se encaminó a un extremo del sarcófago. Juntos deslizamos a un lado la pesada losa, lo suficiente para atisbar en el interior. Alcé una vela. El sarcófago estaba vacío. El abad abrió los ojos sorprendido y volvió a colocar la losa en su sitio con un enérgico empujón. Nos miramos. Tenía un hermoso y astuto rostro galo, que en otras circunstancias me habría gustado muchísimo.
– Le ruego que no diga nada de esto a los hermanos -susurró, y luego se volvió y subió la escalera.
Le seguí, mientras me esforzaba por decidir qué debía hacer a continuación. Volveríamos de inmediato a Les Bains, concluí, y avisaríamos a la policía. Tal vez Helen había decidido volver a París antes que nosotros (aunque no podía imaginar por qué), o incluso a casa.
Notaba un terrible martilleo en los oídos, el corazón en la garganta, el sabor de la sangre en la boca.
Cuando volví a entrar en los claustros, donde el sol estaba bañando la fuente y los pájaros cantaban sobre el antiguo pavimento, supe lo que había ocurrido. Había intentado durante una hora no pensar en ello, pero ahora casi no necesitaba ya la noticia, la escena de los dos monjes que corrían hacia el abad dando voces. Recordé que los había enviado a buscar extramuros, en los huertos, en los bosquecillos de árboles secos, en los afloramientos rocosos. Acababan de emerger de la ladera empinada, y uno de ellos señalaba hacia el borde del claustro donde Helen y yo nos habíamos sentado el día anterior, contigo en medio, y contemplado el abismo insondable.
– ¡Señor abad! -gritó uno, como si no se atreviera a hablarme-. ¡Señor abad, hay sangre en las rocas! ¡Allí abajo!
No existen palabras para momentos como ése. Corrí hacia el borde de los claustros,
aferrado a ti, sintiendo tu mejilla suave como un pétalo contra mi cuello. Mis primeras lágrimas se estaban agolpando en los ojos, ardientes y amargas como nunca. Miré por encima del muro bajo. En un afloramiento rocoso que había a unos cinco metros más abajo, distinguí una mancha escarlata, no muy grande pero inconfundible bajo el sol de la mañana.
Más allá bostezaba el abismo, se elevaba la niebla, las águilas cazaban, las montañas caían hacia sus raíces. Corrí en dirección a la puerta principal y salí. El precipicio era tan empinado que, aunque no te hubiera sujetado, jamás habría podido bajar hasta el primer afloramiento. Me quedé mirando, invadido por una sensación de pérdida, en aquella hermosa mañana. Entonces me alcanzó el dolor, un fuego indecible.
Me quedé tres semanas en Le Bains y en el monasterio, registrando despeñaderos y bosques con la policía local y un equipo llegado desde París. Mis padres volaron a Francia y dedicaron horas a jugar contigo, a darte de comer, a empujar tu cochecito por la ciudad.
Creo que era eso lo que hacían. Llené formularios en oficinas lentas y pequeñas. Hice llamadas telefónicas inútiles, buscando palabras francesas que expresaran la urgencia de mi pérdida. Día tras día recorrí los bosques que se extendían al pie del precipicio, a veces en compañía de un detective de expresión fría y su equipo, a veces solo con mis lágrimas.
Al principio sólo deseaba ver a Helen viva, caminando hacia mí con su habitual sonrisa severa, pero al final me contenté con el amargo anhelo de recobrar su forma rota, con la esperanza de toparme con ella entre las rocas y los arbustos. Si podía llevarme su cuerpo a casa (o a Hungría, pensaba a veces, aunque cómo lograría entrar en la Hungría controlada por los soviéticos era un enigma), me quedaría algo de ella que honrar, que enterrar, alguna manera de terminar con esto y estar a solas con mi dolor. Casi no quería admitir que quería recuperar su cuerpo por otro motivo, para asegurarme de que su muerte había sido completamente natural, o por si era preciso que le prestara el mismo servicio que a Rossi.
¿Por qué no podía encontrar su cuerpo? A veces, sobre todo por las mañanas, pensaba que sólo se había caído, que nunca nos habría dejado a propósito. Entonces podía creer que tenía una especie de tumba inocente y elemental en el bosque, aunque jamás pudiera encontrarla. Pero por la tarde sólo recordaba sus depresiones, sus extraños estados de ánimo.
Sabía que la lloraría el resto de mi vida, pero la ausencia de su cuerpo me atormentaba. El médico de la localidad me dio tranquilizantes, que tomaba de noche para poder dormir y hacer acopio de fuerzas para volver a registrar los bosques al día siguiente. Cuando la policía se dedicaba a otros asuntos, buscaba solo. A veces descubría objetos diversos en la maleza: piedras, chimeneas derrumbadas, y en una ocasión parte de una gárgola rota.
¿Habría caído hasta el mismo lugar que Helen? Quedaban pocas gárgolas en las murallas del monasterio.
Por fin, mis padres me convencieron de que no podía continuar así indefinidamente, de que debía llevarte a Nueva York una temporada, de que siempre podía regresar y volver a investigar. Se había dado la alerta a todas las policías de Europa, por mediación de la francesa. Si Helen estaba viva (decían en tono tranquilizador), alguien la encontraría. Al final, me rendí no debido a esos consuelos, sino a causa del bosque en sí mismo, de la meteórica profundidad de los riscos, de la densidad de la maleza, que desgarraba mi chaqueta y pantalones cuando me abría paso entre ella, del terrible tamaño y altura de los árboles, del silencio que me rodeaba siempre que paraba de moverme y buscar y me quedaba quieto unos minutos.
Antes de irnos, le pedí al abad que rezara una oración por Helen en el sitio desde donde había saltado. Llevó a cabo una ceremonia, con todos los monjes congregados a su alrededor, alzando al aíre un objeto ritual tras otro (me daba igual lo que fueran en realidad) y cantando a una inmensidad que se tragó su voz al instante. Mis padres estaban a mi lado, mi madre se enjugaba las lágrimas, y tú te removías en mis brazos. Yo te sujetaba con fuerza. Durante aquellas semanas casi había olvidado la suavidad de tu pelo oscuro, la fuerza de tus piernas rebeldes. Por encima de todo, estabas viva. Respirabas contra mi barbilla y tu bracito rodeaba mi cuello, como en señal de camaradería. Cuando un sollozo me estremecía, me agarrabas del pelo, tirabas de mi oreja. Contigo en brazos, juré que
intentaría recobrar algo de vida, una especie de vida.
Barley y yo nos miramos. Al igual que las cartas de mi padre, las postales de mi madre se interrumpían sin proporcionarme demasiada información sobre el presente. Lo principal, lo que se había grabado a fuego en mi cerebro, eran las fechas. Mi madre las había escrito después de su muerte.
– Mi padre ha ido al monasterio -dije.
– Sí -contestó Barley. Recogí las postales y las dejé sobre el sobre de mármol de la cómoda.
– Vámonos -dije. Busqué en mi bolso, saqué el pequeño cuchillo de plata de su funda y lo guardé con sumo cuidado en el bolsillo. Barley se inclinó y me besó en la mejilla.
– Vámonos -dijo.
La ruta hasta Saint Matthieu era más larga de lo que yo recordaba, polvorienta y calurosa incluso al atardecer. No había taxis en Les Bains (al menos ninguno a la vista), de modo que nos fuimos a pie, caminando a buen paso a través de tierras de labranza onduladas hasta llegar a la linde del bosque. Desde allí la carretera empezaba a ascender. Internarse en el bosque, con su mezcla de olivos y pinos, sus altísimos robles, era como entrar en una catedral. El ambiente era oscuro y fresco, y bajamos la voz, aunque no habíamos hablado mucho. Yo tenía hambre, pese a mi angustia. No habíamos esperado al café del jefe de comedor. Barley se quitó la gorra de algodón que llevaba y se secó la frente.
– No habría sobrevivido a una caída -dije una vez, pese al nudo que sentía en la garganta.
– No.
– Mi padre nunca se preguntó, al menos en sus cartas, si alguien la empujó.
– Eso es cierto -reconoció Barley, y se volvió a encasquetar la gorra.
Yo guardé silencio un rato. El único sonido que se oía era el de nuestros pies sobre el pavimento irregular (en este punto, la carretera aún estaba pavimentada). Yo no quería decir estas cosas, pero se iban acumulando en mi interior.
– El profesor Rossi escribió que el suicidio pone a la persona en peligro de convertirse en un…, de convertirse…
– Me acuerdo -se limitó a decir Barley. Ojalá no hubiera hablado. La carretera
serpenteaba hacia arriba-. Tal vez pasará alguien en coche -añadió.
Pero no apareció ningún coche y nosotros aceleramos el paso, de modo que al cabo de un rato jadeábamos en lugar de hablar. Los muros del monasterio me pillaron por sorpresa cuando salimos del bosque y doblamos el último recodo. Yo no me acordaba del recodo, ni del súbito claro en el pico de la montaña, rodeados por la enorme noche. Apenas recordaba la zona llana y polvorienta situada bajo la puerta principal, donde hoy no había coches aparcados. ¿Dónde estaban los turistas?, me pregunté. Un momento después nos acercamos lo bastante para leer el letrero: estaban en obras, ese mes estaba cerrado al público. No fue suficiente para que aminoráramos el paso.
– Vamos -dijo Barley. Tomó mi mano, y yo me alegré muchísimo. La mía había
empezado a temblar.
Los muros que rodeaban la puerta estaban adornados ahora con andamios. Una mezcladora de cemento portátil (¿cemento aquí?) se interponía en nuestro camino. Las puertas de madera estaban cerradas, pero no con llave, tal como descubrimos cuando tanteamos la anilla de hierro con manos cautelosas. No me gustaba entrar sin permiso. No me gustaba el hecho de que no viéramos ni rastro de mi padre. Tal vez estaba todavía en Les Bains, o en otro sitio. ¿Estaría explorando el pie del precipicio como años antes, cientos de metros más abajo, fuera de nuestro ángulo de visión? Empecé a arrepentirme de nuestro impulso de ir directamente al monasterio. Para colmo, aunque debía faltar una hora para el verdadero ocaso, el sol se estaba ocultando tras los Pirineos a marchas forzadas, por detrás de los picos más altos. El bosque del que acabábamos de salir estaba ya envuelto en sombras espesas, y el último color del día no tardaría en abandonar los muros del monasterio.