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– Pregúntele si sabe algo acerca de algún grupo de peregrinos que llegaron aquí desde Valaquia alrededor de esa época -dije. El hermano Ivan sonrió.

– Sí -informó Ranov-. Hubo muchos. Esto era una parada importante en las rutas de los peregrinos procedentes de Valaquia. Muchos iban a Azos o Constantinopla desde aquí.

Mis dientes estuvieron a punto de rechinar.

– Pero ¿sabe algo acerca de un grupo de peregrinos valacos que transportaban una especie de reliquia o buscaban una?

Dio la impresión de que Ranov reprimía una sonrisa de triunfo.

– No -dijo-. No ha visto ningún documento acerca de un grupo semejante. Hubo muchos peregrinos durante aquel siglo. Bachkovski manastir era muy importante para ellos.

El patriarca de Bulgaria se exilió aquí desde su sede en Veliko Trnovo, la antigua capital, cuando los otomanos se apoderaron del país. Murió y fue enterrado aquí en 1404. La parte más antigua del monasterio, y la única que queda del primero, es el osario.

Helen habló por primera vez.

– ¿Podría hacer el favor de preguntarle si alguno de los hermanos se apellida Pondev?

Ranov tradujo la pregunta, y el hermano Ivan pareció perplejo, y luego cauteloso.

– Dice que debe de ser el hermano Ángel. Se llamaba Vasil Pondev, y era historiador. Pero ya no está bien de la cabeza. No averiguarán nada si hablan con él. El abad es un gran estudioso, y es una pena que se haya ausentado.

– De todos modos, nos gustaría hablar con el hermano Ángel.

Llegamos a un acuerdo, si bien con patente disgusto por parte del bibliotecario, quien nos condujo hacia el sol cegador del patio, tras lo cual atravesamos una segunda arcada que permitía el acceso a otro patio, en cuyo centro se alzaba un edificio muy antiguo. Este segundo patio no estaba tan bien cuidado como el primero, y tanto los edificios como las piedras del pavimento tenían un aspecto descuidado. Brotaban malas hierbas entre las piedras y observé que crecía un árbol en la esquina de un tejado. Si lo dejaban ahí, con el tiempo se haría lo bastante grande como para destruir ese extremo de la edificación.

Imaginé que reparar esa casa de Dios no era una de las prioridades del Gobierno búlgaro.

Su principal atracción era Rila, con su historia búlgara «pura» y sus relaciones con la rebelión contra los otomanos. Este antiguo lugar, por hermoso que fuera, hundía sus raíces en los bizantinos, invasores y ocupantes como los otomanos posteriores, y había sido armenio, georgiano y griego. ¿No nos acabábamos de enterar de que también había sido independiente bajo los otomanos, al contrario que otros monasterios búlgaros? No era de extrañar que el Gobierno dejara crecer árboles en los tejados.

El bibliotecario nos condujo hasta una habitación esquinada.

– La enfermería -explicó Ranov.

La cooperación de Ranov me ponía más nervioso a medida que pasaban los minutos. A la enfermería se accedía por una desvencijada puerta de madera, y dentro vimos una escena tan patética que no me gusta recordarla. Había dos monjes alojados. La habitación estaba amueblada tan sólo con sus catres, una única silla de madera y una estufa de hierro. Incluso con esa estufa, en invierno debía hacer un frío espantoso. El suelo era de piedra, las paredes encaladas, salvo por una hornacina en una esquina: lámpara colgante, concha muy trabajada, icono deslustrado de la Virgen.

Uno de los ancianos estaba tendido en su jergón y no nos miró cuando entramos. Vi al cabo de un momento que sus ojos estaban permanentemente cerrados, hinchados y rojos, y de que volvía la barbilla de vez en cuando como si intentara ver con ella. Estiba cubierto casi por completo con una sábana blanca, y una de sus manos tanteaba el borde del catre, como para encontrar el límite del espacio, el punto donde podía caer al suelo si no iba con cuidado, mientras la otra mano tironeaba de la piel rota de su cuello.

El residente en mejor estado de la habitación estaba sentado muy tieso en la única silla, con un bastón apoyado en la pared cerca de él, como si el desplazamiento desde el jergón hasta la silla hubiera sido muy largo. Iba vestido con un hábito negro, que colgaba sin cinturón sobre su vientre protuberante. 'Tenía los ojos abiertos, enormes y azules, y se volvieron hacia nosotros de manera extraña cuando entramos. Las patillas y el pelo se proyectaban como malas hierbas a su alrededor y llevaba la cabeza al descubierto. Esta circunstancia le dotaba de un aspecto más enfermizo y anómalo, aquella cabeza desnuda en un mundo en que todos los monjes llevaban siempre aquellos gorros altos. Este monje habría podido servir de modelo para la ilustración de un profeta en una Biblia impresa en el siglo XIX, de no ser porque su expresión no tenia nada de visionaria. Arrugó su gran nariz hacia arriba, como si oliera mal, y mordisqueó las comisuras de su boca. Cada tanto, entornaba y abría los ojos. No habría sabido decir sí su expresión era temerosa, burlona o diabólicamente divertida, porque no paraba de cambiar. Su cuerpo y manos reposaban sobre la destartalada silla, como si todos los movimientos de que eran capaces hubieran sido absorbidos por su cara cambiante. Aparté la vista.

Ranov estaba hablando con el bibliotecario, quien hizo un ademán que abarcó la habitación.

– El hombre de la silla es Pondev -anunció Ranov-. El bibliotecario nos advierte que se expresa de forma muy extraña.

Ranov se acercó al hombre con cautela, como si pensara que el hermano Angel fuera a morderle, y escudriñó su rostro. El hermano Angel, Pondev, giró la cabeza para mirarle, el gesto mimético de un animal en una jaula del zoológico. Dio la impresión de que Ranov intentaba presentarnos, y al cabo de un segundo los ojos de un azul surrealista del hermano Angel vagaron hasta nuestras caras. Su rostro se arrugó y retorció. Después habló, y las palabras surgieron como un torrente, seguidas por un gruñido. Una de sus manos se alzó en el aire e hizo una señal que habría podido ser la mitad de una cruz o un intento de ahuyentarnos.

– ¿Qué está diciendo? -pregunté a Ranov en voz baja.

– Cosas sin sentido -contestó Ranov interesado-. Nunca había oído nada semejante.

Parecen en parte oraciones, alguna superstición de su liturgia, y en parte comentarios sobre el sistema de tranvías de Sofía.

– ¿Puede intentar hacerle una pregunta? Dígale que somos historiadores como él y que queremos saber si un grupo de peregrinos valacos vino aquí desde Constantinopla a finales del siglo quince, transportando una reliquia santa.

Ranov se encogió de hombros, pero lo intentó, y el hermano Ángel contestó con un encadenado de gruñidos a modo de sílabas, y meneó la cabeza. ¿Significaba sí o no?, me pregunté.

– Más incoherencias -comentó Ranov-. Esta vez ha dicho algo acerca de la invasión de Constantinopla por los turcos. De manera que eso, al menos, lo ha entendido.

De pronto los ojos del hombre parecieron aclararse, como si el cristalino se hubiera concentrado en nosotros por primera vez. En mitad de su extraño torrente de sonidos (¿era un lenguaje?), percibí con claridad el nombre Atanas Angelov.

– ¡Angelov! -grité, y hablé directamente al anciano monje-. ¿Conoció a Atanas

Angelov? ¿Recuerda haber trabajado con él? Ranov escuchaba con atención.

– Siguen siendo insensateces en su mayor parte, pero intentaré explicarles lo que está diciendo. Escuchen con atención. -Empezó a traducir, de manera rápida y desapasionada.

Por mal que me cayera, tuve que admirar su destreza-. Trabajé con Atanas Angelov. Hace años, tal vez siglos. Estaba loco. Apaguen la luz de ahí, me hace daño en las piernas. Quería saber todo acerca del pasado, pero el pasado no quiere que lo conozcas. Dice no, no, no.

Salta sobre ti y te hace daño. Yo quise coger el número once, pero ya no va a nuestro barrio. En cualquier caso, el camarada Dimitrov anuló la paga que íbamos a recibir, por el bien del pueblo. Buen pueblo.

Ranov tomó aliento, y durante ese breve interludio debió perderse algo, pues el torrente de palabras del hermano Angel continuó. El anciano monje seguía inmóvil en su silla, pero meneaba la cabeza y su rostro se contrajo.

– Angelov descubrió un lugar peligroso, descubrió un lugar llamado Sveti Georgi, oyó los cánticos. Fue donde enterraron a un santo y bailaron sobre su tumba. Puedo ofrecerles un poco de café, pero no es más que trigo molido, trigo y tierra. No tenemos pan.

Me arrodillé delante del monje y tomé su mano, aunque tuve la impresión de que Helen quería contenerme. Tenía la mano flácida como un pescado muerto, blanca e hinchada, las uñas amarillentas y anormalmente largas.

– ¿Dónde está Sveti Georgi? -supliqué. Experimenté la sensación de que me iba a poner a llorar de un momento a otro, delante de Ranov y Helen, y de esos dos seres disecados en su prisión.

Ranov se acuclilló a mi lado, y trató de capturar los ojos errabundos del monje.

– K'de e Sveti Georgi?

Pero el hermano Ángel había clavado su mirada en un mundo muy lejano.

– Angelov fue a Azos y vio el typikon, se internó en las montañas y descubrió el lugar terrible. Tomé el número once hasta su apartamento. Dijo, entra rápido he descubierto algo.

Voy a volver allí para escarbar en el pasado. Oh, oh, estaba muerto en su habitación, y después su cuerpo no estaba en el depósito de cadáveres.

El hermano Angel sonrió de una forma que me hizo retroceder. Tenía dos dientes, y las encías estaban carcomidas. El aliento que brotó de su boca hubiera matado al mismísimo diablo. Empezó a cantar en voz alta y temblorosa.

El dragón bajó a nuestro valle.

Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.

Asustó al turco infiel y protegió a nuestros pueblos.

Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.

Cuando Ranov terminó de traducir, el hermano Ivan, el bibliotecario, habló con cierta agitación. Aún tenía las manos embutidas en las mangas, pero su rostro se veía animado e interesado.

– ¿Qué está diciendo? -supliqué.

Ranov meneó la cabeza.

– Dice que había oído anteriormente esta canción. Se la enseñó una anciana en el pueblo de Dimovo, Baba Yanka, que es una gran cantante, cuando el río se secó hace mucho tiempo.

Allí se celebran diversas festividades y cantan estas viejas canciones, y ella es la líder de los cantantes. Una de estas festividades se celebrará dentro de dos días, la fiesta de San Petko. Tal vez quieran ir a escucharla. Les gustará.

– Más canciones tradicionales -gruñí-. Haga el favor de preguntar al señor Pondev, el hermano Angel, si conoce el significado de esa canción.

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