perplejo-. ¿Quién era ese hombre? El burócrata.
– ¿El burócrata?
El bibliotecario repitió mi palabra, vacilante.
– Deben facilitarme enseguida un escrito oficial sobre mi derecho a trabajar en este archivo.
– Pero usted tiene todo el derecho a trabajar aquí -dijo el anciano en tono tranquilizador-. Yo mismo le registré.
– Lo sé, lo sé. Alcáncele y oblíguele a devolverme el mapa.
– ¿A quién he de alcanzar?
– Al hombre del ministerio de… El hombre que acaba de subir. ¿No le dejó entrar usted?
El bibliotecario me miró con curiosidad.
– ¿Alguien acaba de entrar? No ha venido nadie desde hace tres horas. Estoy en la entrada. Por desgracia, poca gente viene a investigar.
– El hombre… -dije, y enmudecí. Me vi de repente como un extranjero demente y gesticulante-. Se llevó mi mapa. Me refiero al mapa del archivo.
– ¿Qué mapa, Herr profesor?
– Estaba trabajando con un mapa. Esta mañana firmé cuando me lo entregaron, en recepción.
– ¿No será ese mapa?
El hombre indicó mi mesa. En el centro había un mapa de carreteras de los Balcanes que no había visto en mi vida. No estaba allí cinco minutos antes, de eso estaba seguro. El bibliotecario estaba guardando su segundo infolio.
– Da igual.
Recogí mis libros con la mayor celeridad posible y me fui de la biblioteca. No vi ni rastro del burócrata en la bulliciosa calle llena de tráfico, aunque varios hombres de su corpulencia y estatura, vestidos con trajes similares, me adelantaron portando maletines.
Cuando llegué a la habitación donde me hospedaba, descubrí que habían trasladado mis pertenencias, debido a problemas prácticos relacionados con la habitación. Mis primeros bocetos de los mapas antiguos, así como las notas que no había necesitado llevarme, habían desaparecido. Habían vuelto a hacer mi equipaje a la perfección. Los empleados del hotel dijeron que no sabían nada al respecto. Estuve despierto toda la noche, escuchando los ruidos del exterior. A la mañana siguiente recogí mi ropa sucia y mis diccionarios, y tomé el barco de vuelta a Grecia.
El profesor Rossi enlazó las manos de nuevo y me miró, como si esperara con paciencia señales de incredulidad. Pero me encontré de repente conmocionado por la credulidad, no por la duda.
– ¿Volviste a Grecia?
– Sí, y pasé el resto del verano haciendo caso omiso de mis recuerdos de la aventura vivida en Estambul, si bien no pude hacer caso omiso de sus implicaciones.
– ¿Te marchaste porque estabas… asustado?
– Aterrorizado.
– Pero ¿más adelante llevaste a cabo toda esa investigación, o se la encargaste a otro, sobre tu extraño libro?
– Sí, en especial los análisis químicos en el Smithsonian. Pero como no revelaron datos determinantes, y debido a otras influencias, dejé correr el asunto y guardé el libro en su estante. Allí, de hecho -Indicó el punto exacto-. Es curioso. Pienso en esos acontecimientos de vez en cuando, y en ocasiones creo recordarlos con mucha claridad, y en otras sólo fragmentos. Supongo que la familiaridad erosiona incluso los recuerdos más espantosos. Y en determinados períodos, que a veces se prolongan años, no quiero pensaren eso de ninguna manera.
– Pero ¿de verdad crees… que ese hombre de las heridas en el cuello…?
– ¿Qué habrías pensado si hubiera aparecido ante ti, sabiendo que estabas cuerdo?
Se apoyó contra la estantería, y por un momento habló en tono vehemente.
Tomé un último sorbo de café frío. Era muy amargo, los posos.
– ¿Nunca intentaste averiguar qué significaba ese mapa, o de dónde procedía?
– Nunca -Hizo una pausa-. No. Estoy seguro de que es una de las pocas labores de investigación que nunca terminaré. No obstante, sostengo la teoría de que esta siniestra senda de erudición, como tantas otras menos aterradoras, es algo en lo que una persona va haciendo pequeños progresos, y luego viene otra, y cada una va contribuyendo un poco a lo largo de su vida. Tal vez tres personas de ese tipo, hace siglos, hicieron eso al dibujar esos mapas y añadir las anotaciones, si bien admito que todos esos dichos talismánicos del Corán no aclaran a nadie el paradero de la verdadera tumba de Vlad Tepes. Aparte de que todo podrían ser tonterías, claro está. Bien pudo ser enterrado en su monasterio de la isla, como indica la tradición rumana, y permanecido allí como un alma bondadosa…, cosa que no era.
– Pero tú no te lo crees.
Rossi vaciló de nuevo.
– El conocimiento ha de continuar. Para bien o para mal, pero de manera inevitable, en todos los campos.
– ¿Fuiste en persona a Snagov alguna vez?
Negó con la cabeza.
– No. Abandoné la investigación.
Dejé sobre la mesa mi taza helada y escudriñé su cara.
– Pero conservas cierta información -especulé poco a poco.
– Buscó entre los libros del último estante y bajó un sobre marrón cerrado.
– Por supuesto. ¿Quién destruye una investigación por completo? Copié de memoria lo que pude de aquellos tres mapas y salvé mis demás notas, las que llevaba encima aquel día en el archivo.
Dejó el paquete sin abrir sobre la mesa, entre nosotros, y lo tocó con una ternura que no me pareció acorde con el horror que sentía por su contenido. Tal vez fue ese contrasentido, o el avance de la noche primaveral, lo que me puso aún más nervioso.
– ¿No crees que eso podría ser una especie de legado peligroso?
– Pido a Dios que pudiera contestar «no», pero quizá sólo sea peligroso en un sentido psíquico. La vida es mejor, más sana, cuando no meditamos de manera innecesaria en horrores. Como ya sabes, la historia de la humanidad está plagada de maldades, y tal vez deberíamos pensar en ellas con lágrimas, no con fascinación. Han pasado tantos años, que ya no estoy seguro de mis recuerdos de Estambul, y nunca he querido volver. Además, tengo la sensación de que me llevé todo cuanto me bastaba saber.
– ¿Para continuar adelante?
– Sí.
– Pero aún no sabes quién pudo inventar un mapa que mostrara el emplazamiento de su tumba, ¿verdad?
– No.
Extendí la mano hacia el sobre marrón.
– ¿Necesitaré un rosario para seguir con esto, o algún amuleto?
– Estoy seguro de que llevas contigo tu bondad, tu sentido moral, como quieras llamarlo.
De todos modos, me gusta pensar que la mayoría somos capaces de eso. No iría por ahí con ajos en los bolsillos, de ninguna manera.
– Pero sí con un potente antídoto mental.
– Sí. Lo he intentado. -Su rostro estaba triste, casi sombrío-. Tal vez me he equivocado al no utilizar esas antiguas supersticiones, pero supongo que soy un racionalista, y a eso me atengo.
Cerré mis dedos sobre el paquete.
– Toma tu libro. Es interesante, y deseo que seas capaz de identificar su origen. -Me tendió mi volumen encuadernado en vitela, y pensé que la tristeza de su cara desmentía la frivolidad de sus palabras-. Vuelve dentro de dos semanas, y retornaremos al comercio en Utrecht.
Supongo que parpadeé. Hasta mi tesis me sonó irreal.
– Sí, claro.
Rossi se llevó las tazas de café y yo cerré el maletín con dedos agarrotados.
– Una última cosa -dijo con seriedad cuando me volví hacia él.
– ¿Sí?
– No volveremos a hablar de esto.
– ¿No quieres saber cómo me va?
Me quedé espantado, solo.
– Podría decirse así. No quiero saber. A menos que te halles en apuros, por supuesto.
Estrechó mi mano con el afecto habitual. Su cara expresaba un dolor nuevo para mí, y después tuve la impresión de que forzaba una sonrisa.
– De acuerdo -dije.
– Dentro de dos semanas -repitió casi con júbilo cuando yo salía-. Tráeme un capítulo terminado, o lo que sea.
Mi padre calló. Ante mi vergüenza estupefacta, vi lágrimas en sus ojos. Aquella muestra de emoción habría interrumpido mis preguntas aunque no hubiera hablado.
– Ya ves, escribir una tesis es lo más espeluznante -dijo en tono jovial-. En cualquier caso, no tendríamos que habernos metido en esto. Es una vieja historia muy retorcida, y es evidente que todo salió bien, porque aquí estoy, ya no soy un profesor fantasmal, y aquí estás tú. -Parpadeó. Se estaba recuperando-. Final feliz, como suele pasar.
– Pero quizás hay muchos acontecimientos en medio -logré articular.
El sol se filtraba a través de mi piel, pero sin llegar a los huesos, que percibían la brisa fría procedente del mar. Nos estiramos y miramos la ciudad que se extendía bajo nuestros pies.
El último grupo de turistas había pasado delante de nosotros y se había detenido en una glorieta lejana, señalando las islas o posando para la cámara de algún compañero. Miré a mi padre, pero estaba contemplando el mar. Detrás de los demás turistas, y muy delante de nosotros, había un hombre en el que no me había fijado antes, que se alejaba lenta pero inexorablemente, alto y de hombros anchos, vestido con un traje de lana oscura. Habíamos visto otros hombres altos vestidos de oscuro en la ciudad, pero por alguna razón no pude dejar de mirar a este último.
Como me sentía tan limitada por mi padre, decidí explorar un poco yo sola, y un día, al salir del colegio, fui a la biblioteca de la universidad. Mi holandés era razonablemente bueno, llevaba años estudiando francés y alemán, y la universidad albergaba una inmensa colección de libros en inglés. Los bibliotecarios fueron corteses, y sólo necesité un par de tímidas peticiones para encontrar el material que estaba buscando: el texto de los folletos de Núremberg sobre Drácula de los que mi padre había hablado. La biblioteca no estaba en posesión de ningún folleto original. Eran muy raros, me explicó un anciano bibliotecario, pero encontró el texto en un compendio de documentos medievales alemanes, traducidos al inglés.
– ¿Son ésos los que necesitas, querida? -preguntó con una sonrisa. Tenía uno de esos rostros muy blancos y pálidos que se ven a veces entre los holandeses, una mirada azul y directa, y un cabello que daba la impresión de hacerse más claro en lugar de encanecer. Los padres de mi padre habían muerto en Boston cuando yo era pequeña, y pensé que me habría gustado un abuelo de este tipo-. Me llamo Johan Binnerts -añadió-. Puedes llamarme siempre que necesites ayuda.
Le dije que eso era exactamente lo que necesitaba, danku, y palmeó mi hombro antes de alejarse en silencio. Releí la primera sección de mi cuaderno de notas en la sala vacía: