David siguió su andar ondulante a través del vestíbulo y por un corredor para entrar en la Rumours Disco. Traspasaron varias puertas, recorrieron otro pasillo y entraron en la discoteca propiamente dicha. Una esfera de espejos giraba lentamente en el centro del techo, arrojando destellos de luz sobre las parejas que bailaban. La música era estridente y la letra de las canciones en inglés. Hulan cogió a David de la mano y lo llevó hasta la pista de baile. Guardando las distancias, empezó a balancearse lentamente sobre uno y otro pie. Su torpeza contrastaba enormemente con el recuerdo que David tenía de ella, pero al mirar en derredor, el abogado se dio cuenta de que todos los bailarines mostraban la misma torpeza. Vio también que las mujeres vestían minifalda o tejanos ajustados, y los hombres camisas sin cuello, tejanos y chaquetas de cuero. Todo el mundo se mantenía a una prudente distancia de su pareja. Sus movimientos eran bruscos y no seguían necesariamente el compás de la música.
La canción llegó a su fin. En medio del aplauso aburrido que le siguió, Hulan inclinó la cabeza hacia David y le habló de forma que sólo él la pudiera oír.
– Estos son los taizi, los principitos. ¿Ves a ese hombre de allí? -David siguió su mirada-. Salía en una de las fotos del apartamento de Henglai. ¿Ves a esa chica de allí? -Miró a una joven que estaba sentada en una mesa al otro lado de la sala con un vaso alto y helado lleno de un líquido verde-. También tenemos su foto.
– ¿Sabes quiénes son?
Hulan asintió al tiempo que una nueva canción tronaba por los altavoces. Las luces parpadeaban siguiendo el ritmo. Hulan empezó a bailar de nuevo. Un discjockey australiano empezó a gritar por el altavoz mientras una máquina de humo despedía una niebla blanca y fría que cubría el suelo. Siguieron bailando un par de minutos, pero Hulan retrocedía lentamente. David se sintió aliviado cuando salieron de la pista de baile y se hallaron de nuevo sobre moqueta. Más aliviado aún se sintió al ver que Hulan se sentaba en una de las pequeñas mesas que bordeaban la pista de baile. Justo cuando por su cabeza cruzaba la idea de que Hulan estaba imponente esa noche, se dio cuenta de que estaban allí para ser vistos. Hulan no se había vestido para él, sino para llamar la atención hacia ellos, y había elegido aquella mesa porque era muy conspicua.
La estrategia de Hulan tuvo el efecto deseado. Una camarera se acercó a su mesa y les pidió que la siguieran. Volvieron entonces por el corredor hacia la entrada y se detuvieron ante una de las puertas cerradas. La camarera vaciló. Hulan no dijo nada. Finalmente la chica abrió la puerta y los tres entraron en la habitación. El humo de cigarrillos era denso, pero los fuertes aromas de perfume y licor amortiguaban el olor a tabaco americano. Alguien que estaba cantando se interrumpió bruscamente y la conversación se extinguió.
La camarera salió de la habitación andando hacia atrás y cerró la puerta tras ella. Incluso en la penumbra, David observó que todos los miraban. Aun así, Hulan aguardó sin decir palabra. Por fin, un hombre vestido de cuero de pies a cabeza se levantó, cruzó la habitación y habló en inglés.
– Inspectora Liu, veo que ha traído al abogado americano con usted. Nos preguntábamos cuánto tiempo tardaría en venir a vernos.
– No hay secretos en Pekín -dijo ella-. No existen paredes insonorizadas.
El joven se echó a reír y los demás lo imitaron.
– Soy Bo Yun -dijo el joven con voz estentórea, dándose en el pecho con el puño.
– Sí, así es -dijo Hulan.
Bo Yun y sus amigos rieron apreciativamente.
– No hay secretos, ¿no, inspectora? Usted nos conoce. Nosotros la conocemos. Todos somos amigos.
– Estamos aquí para hablar…
– Bien, bien. Vengan, siéntense con nosotros. Aquí, aquí. -Bo Yun cogió a David del brazo y lo condujo hacia el sofá tapizado en rojo que recorría la pared en todo el perímetro de la habitación-. ¿Qué desean tomar? Tenemos zumo de naranja. Tenemos Remy Martin. A ciento cincuenta dólares americanos la botella.
Ahora que los ojos de Hulan se habían adaptado a la escasa luz, vio a unas dos docenas de personas de veintitantos años repantigadas en el sofá. Los ceniceros rebosaban colillas. En las bajas mesitas lacadas había numerosas botellas de brandy y coñac, jarras de zumo de naranja recién exprimido y vasos llenos.
Los taizi sonreían sin parar. Reían estrepitosamente cuando su líder hacía una broma. Llevaban relojes Rolex y buscas, y al menos dos hacían uso de sus teléfonos móviles en aquel momento. Eran los más jóvenes de los príncipes y princesas rojos. Eran corruptos, pero de ideas avanzadas. Examinándolos a todos, Hulan empezó a recordar sus nombres y a qué se dedicaban. Algunos, claro está, no hacían nada en absoluto. A otros les habían dado cómodos trabajos: presidente de una fábrica, director de un hotel internacional, ayudante de gobernador de un banco, o director de una organización artística.
Una vez más, Hulan se preguntó si David comprendía lo que tenía ante sus ojos. Seguramente no veía más que rostros inocentes, mocosos inofensivos que salían de noche a gastarse su paga. Era imposible que fuera consciente del poder que ejercían ni del dinero que recibían únicamente por ser hijos de quienes eran. Se sabía que el joven que estaba vinculado al hotel cobraba hasta cien mil dólares a hombres de negocios americanos a cambio de ser recibidos por su padre. La joven sentada a la derecha de David llevaba una pulsera que valía más de lo que una aldea campesina entera podría ganar en toda una vida.
Entre David y Bo Yun estaba sentada Li Nan, cuyo abuelo pertenecía al Comité Central. La prensa china no era demasiado amable con ella. Se le suponía una fortuna de veinte millones de dólares y se afirmaba que poseía una colección de vídeos pornográficos americanos con los que corrompía a jóvenes inocentes. Le gustaba bañarse en champán. Era dueña de una flota de automóviles clásicos. Pero prefería recorrer la ciudad en una limusina blanca con chófer.
Hacía poco que a Hulan le habían contado que Li Nan había encargado un «banquete de emperador» de cien platos, con exquisiteces tales como joroba de camello, morro de alce y pata de oso. El colega de Hulan que le había contado la historia se había detenido profusamente en la pata de oso, que era uno de los ocho ingredientes más valiosos de la cocina china; la pata delantera izquierda tenía fama de ser la más tierna y dulce, porque era la pata con la que el oso extraía la miel de las colmenas. Según el colega investigador, la comida había costado cien mil dólares y era totalmente ilegal, puesto que la carne de oso, así como otros ingredientes, estaban protegidos por las leyes medioambientales chinas.
Una historia así había podido circular únicamente porque se había acusado de corrupción al abuelo de Li Nan. Hulan sospechaba que Li Nan, al igual que Henglai y todos los que pertenecían a su círculo, tenían cuentas bancarias, acciones y propiedades en Estados Unidos, Suiza y Australia. Si Li Nan tenía un mínimo de inteligencia, recordaría el antiguo refrán («En cuanto se va el invitado, el té se queda frío») y abandonaría China para instalarse en su ático de Nueva York antes de que el abuelo perdiera todo su poder, o la vida.
Hulan sabía demasiado bien que Li Nan y sus amigos eran poderosos sólo en el sentido de que tenían protección. Si sus padres o abuelos morían deshonrados, podían perderlo todo. Incluso los que tenían el futuro asegurado, tendrían que esperar a que desapareciera la generación de los más mayores (hombres de sesenta a noventa años) para que ellos pudieran asumir el auténtico poder, el poder político.
– Ning Ning, Di Di, cantadnos una canción -pidió Bo Yun, alzando la voz. Una preciosa mujer, hija de la más famosa cantante de ópera en China, y un chico de aire chulesco, hijo de un general, se levantaron y se dirigieron al centro de la habitación. Las suaves notas de una romántica melodía llenaron la estancia, al tiempo que una gigantesca pantalla de vídeo se iluminaba con la imagen de una playa bajo la luz del ocaso. Una chica china caminaba por la orilla; en una roca cercana se sentaba un chico chino. Ning Ning y Di Di cogieron sendos micrófonos y cantaron al amor siguiendo la letra por los ideogramas chinos que aparecían al pie de la pantalla.
Bo Yun echó un trago del líquido marrón de su vaso, se recostó en el sofá y sonrió satisfecho.
– Así que quiere hablar de Guang Henglai. ¿Qué podemos contarle nosotros?
– ¿Qué saben? -preguntó Hulan.
– Era rico -contestó Bo Yun.
– No se haga el listo -dijo Hulan-. Su padre era Guang Mingyun.
– No; me refiero a que Guang Henglai era rico.
– Quizá su padre lo malcriaba. Era hijo único.
– Henglai se ganaba el dinero por su cuenta. ¿No lo sabía?
– ¿Cómo? -quiso saber David.
– No nos hablaba de esas cosas.
– ¿Tenía novia?
Bo Yun encendió un Marlboro. Ning Ning y Di Di se habían cogido de las manos, imitando a los amantes de la pantalla.
– Yo salí con él -dijo Li Nan-. Pero de eso hace ya más de un año.
– ¿Alguna otra?
Bo Yun exhaló una gran bocanada de humo y rodeó los hombros de Li Nan con gesto posesivo.
– En realidad, no lo veíamos mucho. Prácticamente desapareció cuando rompió con Li Nan.
– ¿Quiere decir que no era bien recibido aquí?
– No, nada de eso -dijo Li Nan.
– Tiene razón -coincidió Bo Yun-. A todos nos gustaba Henglai.
– Y también Billy -añadió Li Nan.
– ¿Billy Watson? -concretó David.
– Por supuesto -dijo Bo Yun con entusiasmo-. Era uno de los nuestros. Era bueno para nosotros tener amistad con el hijo del embajador americano.
– Por guanxi -dijo David.
Bo Yun lo admitió con una inclinación de cabeza.
– Guang Mingyun también nos ha dicho que Billy y su hijo eran amigos -comentó David.
– No, no, más que amigos -le corrigió Bo Yun, meneando la cabeza-. Eran socios en los negocios. Pronto estuvieron demasiado ocupados haciendo negocios juntos para perder el tiempo con nosotros. Entre ustedes y yo -se inclinó para hablar en tono confidencial-, a ninguno de nosotros le gusta trabajar demasiado. -Se dejó caer hacia atrás y prorrumpió en risas. Sus amigos le imitaron una vez más.
– ¿Qué tipo de negocios? ¿En qué estaban metidos? -preguntó Hulan.
– ¿Cree que nos lo iban a decir a nosotros? ¡Podríamos robarles las ideas! -Bo Yun rió entre dientes-. ¿Sabe una cosa, inspectora Liu? Nos sentimos honrados por su visita, pero está usted hablando con las personas equivocadas.