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– ¿Por qué?

– Tú creías que serían unas vacaciones, pero yo sabía que tendría que hacer de enfermera, y no vi razón alguna para que vinieras.

– Eso lo comprendí. Luego acordamos que estarías fuera una o dos semanas.

– Eso es cierto.

– Pero no es lo que sucedió -dijo él con calma. Quería sacarle la verdad, pero temía asustarla y que no quisiera hablar. Hulan había sido siempre reservada, y él siempre había intentado penetrar su reserva, conseguir que al fin confiara en él.

– Mi madre estaba más enferma de lo que pensaba.

– No me llamaste -insistió él.

– Te escribí. Te lo conté.

– Eso es cierto. Al cabo de un mes recibí aquella carta en la que decías que me amabas y que tu familia te necesitaba. ¿Cómo iba yo a pensar por esas pocas palabras que no pensabas volver? -Vaciló, recordando las discusiones que había tenido con Jean a lo largo de los años sobre sus carencias. Había llegado a creer que Hulan le había dejado por las mismas razones. Finalmente dijo-: Durante años me pregunté por qué me habías dejado. Yo era muy ambicioso. Me habían hecho asociado en el bufete, trabajaba dieciocho horas al día, y a veces estaba fuera de la ciudad durante semanas. Tú solías decir que no estaba siendo fiel a mis ideales. Ahora sé cuáles eran mis defectos, pero entonces me consideraba el vivo ejemplo de la rectitud moral.

– No tuvo nada que ver con eso. Mi madre estaba enferma. Eso fue todo.

A medida que los recuerdos se agolpaban en su cabeza, David se sentía menos inclinado a escucharla.

– Empecé a pensar que no estabas en China. Sí, te habías ido con esa excusa, pero, ¿estabas realmente aquí? Al fin y al cabo, no habías hablado nunca de tu familia. No hablabas nunca de Pekín. ¿Recuerdas el viaje que hicimos a Grecia?

David la vio asentir con la cabeza e intentó leer sus pensamientos escudriñando sus ojos.

– Te acuerdas de aquel día en el Partenón? -preguntó-. Estaba leyendo la historia de Atenea en una guía, de la diosa que había surgido, ya mujer, de la cabeza de Zeus, y dije que tú eras igual. No me hablaste durante el resto del día. Lo mismo pasaba siempre que hacía alguna referencia a tu pasado o tu familia. No te gustaba hablar de ellos ni de China. Así que, cuando me dijiste que habías vuelto con tu familia, no me lo creí. Pensé que sencillamente te habías fugado con otro hombre.

Hulan se detuvo e impulsivamente le aferró la mano, para dejarla caer con la misma rapidez.

– ¿Cómo pudiste pensar eso?

– Porque intentaba echarle la culpa a cualquiera que no fuera yo, porque me atormentaba la idea de que había hecho algo que te había alejado de mí. Me consideraba responsable. Todas las veces que intentaba hablar sobre tu pasado… «Háblame de tu padre», te decía yo, y tú contestabas: «Está en un campo de trabajo.» Te pedía: «Háblame de tu madre», y tú siempre me acusabas de que te estaba interrogando. «No soy la acusada en un juicio, David. No soy culpable de nada. No me trates como a uno de tus testigos.» Y después desapareciste. ¿Cuántas cartas te escribí? Nunca me contestaste. Eso estuvo mal, Hulan.

– Lo siento. Lamento haberlo hecho.

– Pensé, iré hasta allí y la traeré a casa. No sé la de veces que solicité el visado. Siempre me lo negaban.

– Ojalá hubieras venido.

David iba a abrazarla cuando oyó la voz de Peter. -¡Inspectora Liu! ¡Inspectora!

David se dio la vuelta y vio a Peter que llegaba apresuradamente por el sendero en compañía de otros tres hombres, uno de ellos con un radioteléfono en la mano.

Estaba preocupado por usted, fiscal Stark -dijo el investigador al acercarse más-. Ya se ha producido un asesinato aquí, no queremos que ocurra otro. Usted y la inspectora Liu deberían volver al coche. Sé que quieren ver el apartamento de Guang Henglai.

Más tarde, cuando el Saab se incorporó al tráfico de media tarde, David puso su mano enguantada sobre la de Hulan, y ella no la retiró.

Cuando se abrió la puerta del apartamento de Guang Henglai en la Capital Mansion, Hulan notó que a David se le cortaba la respiración. Sabía, sin haber entrado aún, que con un alquiler de seis mil dólares al mes, el apartamento sería el colmo de la vulgaridad, por lo que esperaba todo tipo de exageraciones. De pie en el umbral, esperando y observando como hacía siempre en la escena de una investigación, contempló a David entrar rápidamente en el vestíbulo de suelo de reluciente mármol negro y paredes de cristal ahumado, y desaparecer en el interior de lo que supuso que sería la sala de estar.

Qué sorpresa debe de ser todo esto para él, pensó. Hubiera apostado a que David no esperaba la elegancia del despacho de su padre, ni la opulencia de la torre de China Land and Economics Corporation, ni la extravagancia de aquel apartamento. Pero todo eso no era nada comparado con la conmoción de volver a verla. Ella al menos había podido prepararse, pero era evidente que él no sabía que iba a trabajar con ella. David parecía más que dispuesto a seguir donde lo habían dejado, pero, ¿cómo iban a hacerlo?

David valoraba la justicia y la verdad por encima de todo. No admitía evasivas ni circunstancias atenuantes. Sin embargo, de la misma forma que eran sus firmes convicciones lo que Hulan más había apreciado en él, también eran lo que más temía, porque había muchas cosas que no podía contarle. La verdad de Hulan y el estricto sentido de la justicia de David destruirían todo lo que había existido entre ellos.

Hulan se dirigió al centro de la sala de estar y se dio la vuelta despacio, observando cuanto la rodeaba. Guang Henglai había elegido un apartamento nuevo, caro y chabacano. Todo lo que contenían aquellas paredes transmitía un extraordinario mal gusto. No se mostraba crítica. Aquella exagerada ostentación de riqueza era lo que se esperaba de un Príncipe Rojo.

Bajo sus pies se extendían alfombras tejidas a mano con complicados dibujos. Los muebles estaban tapizados en suave ante negro, y en los cuadros se representaban paisajes chinos llamativos y modernos. David volvió a entrar en el salón.

– Mira lo que he encontrado -dijo mostrando varias libretas bancarias-. Creo que te sorprenderá su procedencia y la gran cantidad de dinero que había escondido.

Hulan lo dudaba, pero no dijo nada. Se limitó a coger las libretas y examinarlas: Bank of China, Hong Kong National Bank, Sanwa Bank, Sumitomo Bank, East West Bank, Cathay Bank, Chinese Overseas Bank, Citibank, Bank of America y Glendale Federal Savings and Loan.

– Todos esos bancos tienen filiales en Estados Unidos -dijo David-. Algunos de ellos, el East West, el Cathay y el Glendale Federal, tienen su sede en Los Angeles, y el Chinese Overseas Bank, como ya sabes, pertenece a la familia Guang.

Hulan abrió una de las libretas. Pasó las hojas, tomando nota de depósitos y reintegros de diez mil dólares aquí y veinte mil dólares allá. Abrió otra. Lo mismo, Se metió las libretas en el bolso.

– Tendremos que examinarlas mejor, comparar sus depósitos con sus viajes.

– Dios mío, Hulan. Henglai estaba podrido de dinero -dijo él, atónito ante su indiferencia.

– Sí, cierto, pero recuerda quién es su padre. Era de esperar. Me hubiera preocupado si no las hubiéramos encontrado. -Pero estaban por ahí tiradas…

– Esto es China. Seguramente robarle a un Príncipe Rojo significaría una condena a muerte.

David meneó la cabeza. Hulan pensó, culturas diferentes, valores diferentes, castigos diferentes.

– Echemos un vistazo al apartamento -dijo Hulan.

La cocina era un inmaculado panorama de cromo, granito y electrodomésticos modernos. Hulan abrió la nevera, pero la habían vaciado. Supuso que la familia Guang había enviado a alguien a llevarse los alimentos perecederos tras la desaparición de Henglai. El dormitorio era otra historia. La ropa (trajes Zegna muy caros, tejanos Gap y una bonita colección de chaquetas de cuero) se apiñaba en el armario. El estudio (de nuevo con muebles de ante, esta vez de un suntuoso color beige) estaba desordenado. Seguramente Henglai tenía criada, pero los objetos personales no entraban dentro de sus atribuciones. Unas cuantas facturas, un par de cartas personales, y unas cuantas notas esparcidas sobre una mesa de caoba.

En la pared junto a la mesa había varias fotos clavadas. Hulan se inclinó para examinarlas mejor. Vio a Henglai (increíblemente joven a sus ojos) sentado en un banquete, peinados los cabellos lacios y negros con estilo desenvuelto, y rodeando los hombros de un amigo con el brazo. En otra fotografía, Henglai posaba con Mickey Mouse en la calle Mayor de una de las Disneylandias. Otras fotos lo mostraban en un club nocturno. En algunas salía gente bailando, en otras Henglai sostenía un micrófono y parecía cantar.

Hulan arrancó las fotos de la pared y volvió a examinarlas. Guang Mingyun tenía razón; conocía a los amigos de Henglai y sabía exactamente dónde encontrarlos.

Cuando abandonaron el apartamento, Hulan insistió en que Peter llevara a David de vuelta a su hotel.

– Debes de estar cansado -dijo-. Tienes que descansar para esta noche.

David protestó porfiadamente. Quería volver a entrevistarse con el embajador.

– Tenemos que aclarar las diferencias en sus declaraciones -dijo.

Hulan discrepaba.

– El embajador Watson y Guang Mingyun no se van a ninguna parte. Podemos verlos en otro momento. Primero tenemos que entender a esos dos chicos, quiénes eran, qué hacían, qué relaciones tenían, antes de empezar a conocer a su asesino.

A las diez de la noche, Peter recogió a David y lo llevó al hotel Palace, junto a la Ciudad Prohibida. Al contrario que la mayoría de edificios modernos de la capital, la arquitectura del hotel abundaba, incluso demasiado, en motivos chinos. Los aleros del tejado rojo se curvaban hacia arriba. La puerta ceremonial por la que se accedía al sendero circular de entrada estaba decorada con pintura verde brillante, dorada y roja y con ornamentos dorados y esmaltados. Los propietarios del establecimiento, el Estado Mayor del Ejército del Pueblo, no había reparado en gastos.

Cuando David entró en el vestíbulo por la puerta giratoria, halló a Hulan esperándole. El llevaba el mismo traje que se había puesto por la mañana. Sin embargo, ella había ido a casa a cambiarse y llevaba un vestido de seda de color fucsia al estilo tradicional chino. El cheongsam tenía un alto cuello de mandarín. Una hilera de botones ceñía el vestido a su cuerpo por encima del seno derecho y por debajo de la axila derecha. Llevaba el abrigo color lavanda en el brazo.

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