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3 de febrero, Chinatown

– ¿Ha dormido bien, inspectora Liu? -le preguntó Peter Sun en la cafetería cuando ella se sentó junto a él a la mañana siguiente.

– Muy bien, gracias -contestó ella.

– Toda la noche me he estado preguntando si su sueño era apacible o si soñaba con viajar a Kaifeng -prosiguió Sun con gesto serio-. Pero he pensado: Liu Hulan es una persona sensata. No es porcelana con marcas.

Hulan no pudo evitar sonrojarse ante aquellas insinuaciones. La ciudad de Kaifeng sonaba igual que kai feng, que significaba «romper el sello» y a menudo se utilizaba para describir la noche de bodas. La metáfora de la porcelana era una expresión tradicional para designar a las mujeres de vida licenciosa

Sun infló las mejillas como un pez globo, luego dejó escapar el aire de golpe para reírse de buena gana.

– ¡Pero bueno! -dijo ella, captando por fin el todo de burla de su subordinado.

– Estamos lejos, inspectora. -Se encogió de hombros, imitando a sus nuevos amigos americanos-. Estoy aquí para vigilarla y eso haré. Pero no ha hecho nada que no hubiera hecho yo de haber tenido ocasión. Sólo existe un problema. No hay oportunidad para mí, ¿eh? ¿Ha visto acaso que me presentaran a sus hembras? No, sólo a esa mujer abogado de dientes grandes. ¡Apetece tanto como una gallina de madera! ¡Antes muerto que hacerlo con ella!

– Cierto, pero el único modo de cazar a un tigre es metiéndose en su cueva -le aconsejó Hulan entre risas-. Investigador. Sun, no sabía que era usted tan…

– ¿Qué? Estamos lejos. Si regresamos a casa, no hay problema. Si olvidamos quiénes somos y dónde debemos estar, eso ya es otra cuestión. -Bebió un sorbo de té-. Inspectora, esto es lo que yo pienso: estamos en América, nos divertimos un poco y luego volvemos a casa. Pero creo que los antiguos filósofos lo explicaron mejor: para una serpiente es difícil volver al infierno cuando ha probado el paraíso. Lo que digo es que, mientras estemos en el paraíso, deberíamos hartarnos.

– Es usted un hombre corrupto, investigador.

– Supongo que sí -dijo él, y soltó una risita.

Se reunieron en el vestíbulo a las nueve en punto y luego se dividieron en tres grupos. David y Hulan irían a Chinatown por la mañana, a la universidad después de comer y a visitar a los parientes de Guang a última hora de la tarde. Gardner y Sun también irían a Chinatown a visitar los bancos con la esperanza de recabar la mayor información posible de una industria que al menos en parte mantenía sus negocios en secreto. Campbell tomaría la dirección este hacia Monterey Park con la lista de supuestos miembros del Ave Fénix. Tal vez tuviera suerte.

Antes de separarse, los agentes chinos preguntaron si podían proporcionarles armas.

– Definitivamente no -fue la rápida respuesta de Jack Campbell.

– No sabemos con qué o con quién nos enfrentamos -protestó Hulan-. No puede dejarnos expuestos sin recursos para defendernos.

– No estarán solos en ningún momento. Eso se lo prometo -dijo Campbell-. Si necesitan protección, el FBI se la dará. ¡Pero no van a llevar ninguna arma! -Ahí se acabó la discusión. Abandonaron el hotel, aunque no en los mejores términos, y cada grupo se fue por su lado.

David había estado en Chinatown muchas veces, pero nunca había tenido el acceso que la presencia de Hulan hacía posible. Recorrieron Broadway y luego zigzaguearon hasta la calle Hill. Los viejos edificios con los alerones curvados hacia arriba, las luces de neón y las verjas pintadas de alegres colores no habían cambiado desde los años treinta. Los más veteranos seguían teniendo sus tiendas de curiosidades y antigüedades, pero en la última década, el dinero procedente de Hong Kong había supuesto un gran impacto para el barrio en forma de centros y galerías comerciales con restaurantes, tiendas de electrónica y empresas de importación y exportación. Desde el punto de vista de Hulan, el mayor de los cambios era demográfico. Había muchos menos cantoneses en Chinatown de los que ella recordaba. Ahora veía sobre todo camboyanos, vietnamitas, birmanos y tailandeses. También reconoció varios dialectos chinos (el de Fuji y el de Shanghai, sobre todo), salpicados entre el cantonés y el mandarín.

David y Hulan se concentraron en las tiendas regentadas por chinos, muchas de las cuales lucían los adornos del Año Nuevo en rojo y oro. Entraron y salieron de tiendas de comestibles que olían a jengibre y a dou fu fermentado, de carnicerías con patos rustidos colgando de los escaparates, de herbolarios llenos de extraños remedios. En algunos de esos lugares, Hulan compraba una lata de galletas danesas, un paquete de cigarrillos, una caja de dulces. De vez en cuando subían por escaleras, donde Hulan charlaba con los moradores de un atestado apartamento, o entraban audazmente en un taller para hablar con los trabajadores. Paraban en pequeños cafés y hablaban con mozos y camareros. Hulan se metió incluso en exiguas cocinas para charlar con los lavaplatos y cocineros. Algunas veces, para conseguir que la gente hablara con mayor libertad, Hulan les regalaba una de sus compras.

Hulan insistió en recorrer las callejas adyacentes a las calles principales. Allí discurría la vida de un hutong a pequeña escala. La ropa lavada colgaba de cuerdas que iban de edificio a edificio. A la puerta de los restaurantes había grandes cestos llenos de tubérculos y verduras. En la acera, frente a un mercado de pescado, encontraron un tonel de anguilas vivas. Aquí y allá, unos cuantos gatos escuálidos comían las sobras de los cubos de basura volcados.

Junto a una de esas callejas tropezaron con Zhao, el inmigrante que había ayudado a David a bordo del Peonía de China. Hulan, como había hecho a lo largo del día, se había limitado a entrar en un local por la puerta que daba al callejón. Dentro había unas treinta mujeres sentadas trabajando en otras tantas máquinas de coser. Una docena de hombres repartidos por la habitación realizaban tareas diversas: transportar piezas de tela, planchar al vapor piezas acabadas y envolverlas para ser enviadas. En la radio sonaba música pop china que, con el incesante golpeteo de las máquinas y las voces, se combinaba para formar un clamoroso estrépito. Aunque aún estaban a principios de febrero, los obreros sudaban a causa del esfuerzo. David no quiso ni pensar lo que sería trabajar allí en un sofocante día de agosto, sin que corriera ni una gota de aire y el vapor les anegara los pulmones y les quemara los ojos.

Hulan se inclinó sobre una de las mujeres con su amable actitud habitual y empezó a hablar. Aunque David no oía la conversación, vio la tímida sonrisa de la mujer al responder a las preguntas de Hulan. De repente vio a la inspectora bajo una luz totalmente nueva. El modo en que se inclinaba, en que miraba a los ojos y hablaba en tono bajo y confidencial no era tanto una muestra de simpatía como un modo de intimidación.

Antes de que pudiera dilucidar este particular, notó que alguien le tiraba del brazo. Se dio la vuelta y se encontró con Zhao.

– Veo que salió de Terminal Island con bien -dijo David, tras intercambiar saludos.

Zhao miró rápidamente alrededor para ver si alguien les escuchaba.

– Sí, gracias.

– Veo que también ha encontrado trabajo.

– Mis amigos me lo buscaron.

– No sabía que tenía amigos aquí -dijo David, pero luego comprendió su error. Los amigos de Zhao eran el Ave Fénix. Necesitaba pensar como Hulan, interrogar con amabilidad, indirectamente-. Tiene buen aspecto, mucho mejor que en el Peonía Debe de comer bien.

– Ellos me alimentan.

– Éste es un trabajo duro pero usted no parece cansado -insistió David, procurando utilizar palabras sencillas.

– Tengo una cama en la que dormir.

– ¿Hay otros con usted? -preguntó David en voz baja.

– Muchos -contestó Zhao, asintiendo.

– ¿Vive usted cerca?

Zhao meneó la cabeza.

David sonrió y le dio una palmada en la espalda.

– Así que ha ganado ya dinero suficiente para comprarse un coche. Bien por usted.

No hubo respuesta.

– ¿Ha visitado la ciudad?

Zhao alzó la mano y empezó a contar con los dedos.

– Terminal Island. La calle de Terminal Island. La habitación donde duermo. Esta habitación. Tres veces al día, llevo cajas a un almacén a dos manzanas. Eso es todo.

A través de estas sucintas respuestas, David determinó que a Zhao lo había acorralado la banda en cuanto salió por la verja de Terminal Island. Eso significaba que, o bien Zhao había llamado al Ave Fénix, cosa que dudaba, o bien la banda había sido informada de su liberación por alguien de dentro. En cualquier caso, a Zhao lo habían puesto a trabajar inmediatamente para pagar el pasaje a Estados Unidos. El hecho de que viviera con otras personas condujo a David a creer que lo habían alojado con otros inmigrantes, seguramente los mismos que había en aquella misma habitación. La banda les proporcionaba todas las comidas, así como cualquier posible entretenimiento, que sin duda se limitaba a la radio.

Por sus conocimientos sobre las prácticas de las tríadas, David dedujo que la banda tenía a los inmigrantes en un lugar, no en Chinatown propiamente dicho, sino quizá en Monterey Park, y que los recogía por la mañana para llevarlos a trabajar, luego los volvían a llevar al apartamento o almacén para pasar la noche y allí los encerraban. Los inmigrantes eran, de hecho, prisioneros.

– Es usted un héroe, señor Zhao. -David aclaró sus palabras para quien estuviera escuchando-. Con su ayuda salvamos muchas vidas en el barco. Yo siempre digo que quien es un héroe una vez, lo es para siempre. Espero que lo recuerde.

Zhao desvió la mirada. David no supo discernir si estaba avergonzado o asustado. Su conversación tuvo un brusco final cuan do se les acercó Hulan. Zhao se escabulló, y David y Hulan se fueron para reunirse con Noel Gardner y Peter Sun, con quienes debían encontrarse en la esquina de Broadway y College.

Para comer, Hulan quiso ir al Jardín de la Princesa, un restaurante dim sum al estilo de Hong Kong en un centro comercial de la calle Hill. El restaurante tenía cabida para unos quinientos comensales, por lo que el ambiente era animado; se charlaba y se gritaban pedidos a las camareras, que hacían su recorrido por entre las mesas empujando carritos cargados de diferentes pastelillos para el té. Pronto la mesa quedó cubierta por platos de fideos de arroz, brécol chino, que una camarera cortó diestramente con unas tijeras dentadas, pequeñas cazuelas de bambú llenas de trozos de cerdo a la barbacoa, albóndigas rellenas de gambas, y natillas. El investigador Sun manifestó que las albóndigas eran cien veces mejor que las que se cocinaban en cualquier restaurante de Pekín y casi tan buenas como las que se hacían en Guangzhou, de donde era su familia.

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