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No merece la pena pensar demasiado en todos esos amores no correspondidos que suponen mi infancia, los que me han impedido -supongo- saber dar y recibir amor cuando me he hecho mayor. Y sé que hay gente que ha vivido experiencias similares, y las ha superado. Ralph, quizá. Caitlin, sin ir más lejos. Su madre no debía de quererla mucho si la dejó marchar sin decir una palabra. Ella no hablaba gran cosa de su infancia, de su vida en Stirling, ni yo tampoco me atrevía a preguntarle porque intuía que ella había edificado una muralla que aislaba el pasado, y no quería que se abriese en ella la menor brecha. Pero algunos detalles que advertí en nuestra convivencia me hicieron conjeturar todo tipo de historias de una tenebrosa sordidez… Su madre no la llamó ni una sola vez mientras vivimos juntas, ni tampoco su hermana. Nunca supe el nombre de su padrastro, porque siempre se refirió a él como a «ese bastardo». El hecho de que Caitlin cambiara automáticamente de canal cada vez que aparecía en la pantalla de la televisión una escena violenta, fuera del tipo que fuere, o su exagerada indignación si leía en el periódico una noticia sobre abusos sexuales a menores… Las leía y releía y las comentaba infinitas veces haciendo gala de un interés morboso que me hacía sospechar. Luego estaba el asunto de sus cicatrices. Tenía muchas, en la espalda y en las piernas, y se negaba rotundamente a hablar de ellas. En fin, dos y dos son cuatro, y aunque una respete el derecho a la intimidad de su novia y opte por no hacer preguntas, eso no evita que presuma las respuestas. No quiero caer en la tentación fácil de asumir que si ella se negaba de una forma tan tajante a mantener intercambios sexuales con hombres fuese por reacción a unas relaciones tempranas y forzadas, ni dar por hecho que su exagerada dependencia emocional se debía a la falta de afecto. Sí sé que me sentía cercana a ella, atraída por una irresistible corriente empática, precisamente por saberla desamparada de alguna manera, y que probablemente no habría estado a su lado si hubiese contado con una familia feliz; de la misma manera que me acerqué a Ralph o a Mónica porque no se trataba precisamente de personas sociables o convencionales o aparentemente satisfechas con su vida. Lo importante era que Caitlin seguía adelante, y se jactaba, además, de ser una mujer fuerte. En su opinión no se debía nunca mirar atrás. La única vez que hablamos del tema, y yo dije que echaba en falta hermanos, o unos padres comprensivos, o una vida familiar algo más convencional, me contó una historia que solían repetirle cuando era pequeña en la escuela dominical de Stirling: «En el principio de los tiempos los hombres utilizaban armas de piedra, que se quebraban con facilidad; pasados los siglos las sustituyeron por utensilios de hierro, que si bien eran mucho menos resquebrajadizos, presentaban la desventaja de oxidarse rápidamente. Y entonces a un herrero se le ocurrió la feliz idea de crear una aleación de metales que llamó acero. Pero el acero, para llegar a serlo, debe pasar por las pruebas de los elementos: primero por el fuego, para fundirse, acto seguido por el agua y por el aire, para endurecerse, y finalmente por la piedra, para forjarse. Y por fin se convierte en una espada de acero, la más resistente de las armas».

– Y supongo -dije yo, irónica- que la moraleja de la historia es que uno sólo se hace fuerte después de superar todo tipo de pruebas.

– Fuerte no. Fuertes lo eran ya la piedra y el hierro -afirmó ella categórica-. Flexible. Ahí radica la diferencia. No puedes sobrevivir si no lo eres.

Parece que fue ayer cuando dejé Edimburgo. La primavera llegó sin avisar, y la ciudad amaneció un día vestida de novia, cubierta por un manto de flores blancas. Los parques resplandecían bañados de luz. Aún hacía frío pero ya no resultaba un suplicio pasear por las calles, todo se solucionaba con un par de jerseys. Mi estado de ánimo mejoró, y a veces me despertaba tarareando tonadillas pop que había oído en la radio o una canción de Bjork (el amor platónico de Cat) que se había instalado en mi cabeza como un invitado de lujo: Violently Happy cause I love you… Pero se acercaban los exámenes, y la perspectiva de todos los ensayos que tenía que entregar y todas las fechas y títulos que tendría que aprenderme de memoria ensombrecía a mis ojos el radiante panorama del Edimburgo primaveral. Prefería concentrarme en mis estudios para olvidar una decisión inminente que debía adoptar: ahora que me licenciaba, ¿qué se suponía que iba a hacer con mi vida?

Ralph también se encontraba muy ocupado redactando su tesis de doctorado sobre Rembrandt. Me lo encontraba a diario en la universidad y escuchaba sus comentarios enfurruñados sobre la ineptitud de los responsables de la biblioteca, incapaces de proporcionarle la documentación que buscaba. Contemplaba el vello que sombreaba sus nudillos y el corazón me daba un vuelco al recordar su tórax cubierto de pelo, y cómo, hacía no tanto, yo me había quedado dormida recostada contra su pecho.

Caitlin había debido advertir de alguna manera el cambio que supuso en mi vida el final de mis amoríos con Ralph, gracias a esa intuición de gato y de bruja que ella tenía y que le ayudaba a interpretar pistas invisibles para el resto de los mortales. Quién sabe, quizá yo ya no despidiera por las noches ese olor a leche agria que sucede al sexo, o quizá mi aura había cambiado de color y ya no era bermellón, sino color marfil. Caitlin había desterrado de su expresión un ceño adusto y preocupado que rondaba sus facciones mientras duró lo de Ralph, y ahora una radiante sonrisa le iluminaba la carita minina, haciendo juego con el blanco de las margaritas que sembraban los Meadows. Remoloneaba por la casa con expresión tierna y perezosa, me preparaba todo tipo de platos exóticos para «que repusiera fuerzas» y se esforzaba (podía notarlo) por sonreír y estar amable. A veces se sentaba en el enorme cojín marroquí del salón, enroscaba las piernas como una contorsionista, y se me quedaba mirando largamente mientras yo ordenaba bloques de folios fotocopiados.

Yo estudiaba a todas horas, tanto en la universidad como en casa. Pasaba las noches a solas con mis libros y mis apuntes, tomando notas y subrayando frases con rotuladores fluorescentes de tres colores: rosa, naranja y verde. Me emborrachaba de datos, de consignas y de fechas, y procuraba no pensar en lo que no debía. Las líneas impresas me mantenían anestesiada.

Una de esas noches recibí una visita inesperada. El timbre sonó a las nueve de la noche, acontecimiento inusitado porque no era normal recibir visitas en casa a la hora en que Cat estaba trabajando. Estuve tentada de no abrir la puerta, dando por hecho que se trataba de una equivocación, pero como los timbrazos eran insistentes no me quedó más remedio que salir a recibir al inoportuno visitante. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al abrir la puerta me di de lleno con el rostro ratonil de Barry. Apoyado en el marco de la puerta, los filos de sus facciones pequeñas y angulosas aparecían más cortantes aún debido a la falta de luz. Me dijo que había venido a casa en busca de Cat, explicación que me resultaba absurda porque él debía de saber de sobra que Cat trabajaba aquella noche. Le ofrecí una cerveza y él asintió con la cabeza y se aposentó en una de las sillas de la cocina. Abrí el frigorífico, le lancé una lata de Heineken que cogió al vuelo y me senté frente a él. Sacó papel y una china, y empezó a liar un porro mientras me taladraba con sus brillantes ojillos de roedor.

– Veo que te lo tomas en serio -comentó, señalando con la cabeza la mesa abarrotada de papeles.

– No me queda más remedio, si quiero aprobar.

– Aprobar… ¿Eso es lo que quieres? ¿Lo que quieres de verdad?

– Claro que sí. Lo sabes perfectamente. Llevo tres años esforzándome por este puto título.

– Me sorprende la manera en que la gente se convence de que desea algo que no desea en absoluto. Secadores de pelo, vídeo, hipotecas, matrimonios… Degrees. Por cierto, ¿qué estudias? Literatura, ¿no?

– Literatura inglesa.

– Literatura inglesa… Flipo. En primer lugar no entiendo cómo alguien puede estudiar literatura: los libros se leen o no se leen, y punto. No se estudian. Lo que es yo, jamás he entendido eso de la crítica literaria. Si alguien tiene que venir a explicarte un libro, es que no has sentido nada al leerlo. Malo.

– Eso es discutible… -le contradije-, un texto no se entiende sin sus condicionantes: sociedad, historia, psicología, grado de libertad…

– Y un huevo. Un texto debería entenderse por sí mismo, o cada lector debería entenderlo a su manera. Pero darle al texto un contexto, una explicación, significa imponerle un límite, dotarlo de un significado final, cerrarlo. O sea, que una vez que la sacrosanta crítica ha dictaminado su opinión, el texto está explicado. Victoria para el crítico, y control del lector, al que no se le permite la existencia de un criterio propio. Toma el Ulysses, por ejemplo. Nadie me convencerá jamás que esa gilipollez sin pies ni cabeza es una obra maestra…

– Nadie intenta convencerte. Por si no lo sabías gran parte de la crítica feminista opina que Ulysses está sobrevalorado…

– ¿Sobrevalorado? No me digas… Ahí sí que fueron listos los irlandeses, eso se lo reconozco. Algo parecido intentamos nosotros con Burns y con Mc Diarmis, sólo que no nos salió tan bien Pero llegan los irlandeses con el librito incomprensible y con la palabra de cuatro críticos asegurando que es la obra maestra del siglo, que Joyce ha descubierto el monólogo interior, que esto y que lo otro… Y todo el mundo se lo cree, todo el mundo acepta el criterio de la autoridad, como acepta la palabra del Gobierno, o como cree lo que ve en televisión. La crítica literaria no es sino una forma más de control del Sistema.

– Estás simplificando las cosas, Barry… -objeté, pero me detuve ahí y no me esforcé en presentar argumentos porque no dejaba de creer que, a su manera, el discurso de Barry tenía un punto de razón-. Y además, a mí me gusta Ulysses. Bah, qué más da… El caso es que por absurdos que sean o no sean mis estudios no voy a dejarlos precisamente ahora, cuando tengo mi título al alcance de los dedos, como quien dice.

– No seas ingenua. ¿Para qué te sirve un título? ¿Para trabajar en un McDonalds? ¿Para morirte de hambre como Aylsa?

– ¿Aylsa fue a la universidad? -pregunté-. Ni me lo imaginaba.

– Sí, bonita. Nuestra querida, o no tan querida, Aylsa fue a la universidad, por si no lo sabías. Se licenció en Filosofía allá por el jurásico, si la memoria no me falla. Yo también fui a la universidad, te lo recuerdo. Y mira dónde estoy.

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