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1. ÓRBITA CEMENTERIO

Yet come to me in my dreams, that I may live

My very life again though cold and death;

Come back to me in my dreams, that I may give

Pulse for pulse, breath for breath: Speak low, lean low

As long ago, my love, how long ago.

Christina Georgina Rosetti. Echo.

– No entiendo por qué lees esa basura -le dije yo, enfurruñada, no porque censurase realmente sus gustos en materia de lectura sino porque quería llamar su atención. Era una de esas tantas tardes sucesivas que yo pasaba en su casa, tantas que Mónica ya no se sentía obligada a hacerme caso. Su cuarto era el mío, yo lo sabía, y podía hacer allí lo que me apeteciera. Eso sí, Mónica no pensaba darme conversación.

Alzó la vista, se colocó las gafas sobre el puente de la nariz, como si fuera una maestra, y me dirigió una mirada de divertida superioridad.

– No me seas fascista cultural, anda. ¿Qué pretendes? ¿Que me pase el día entero leyendo a Dostoievski o algo así? Anda, olvídame un ratito, por favor -dijo mi luminaria, aquella brillante morena cuya inteligencia alcanzaba proporciones cósmicas, y volvió a sepultar la cabeza en el libro.

Yo estaba acurrucada en una esquina de su cama, la cabeza apoyada sobre las rodillas, ocupada en no hacer nada, demasiado embebida en mi propio aburrimiento como para querer iniciar alguna actividad para combatirlo. La música de fondo, creo recordar, podría ser The Cure o cualquier cosa parecida. Algo muy siniestro, seguro, una canción atormentada en blanco y negro, interpretada por algún jovencito vestido de luto de la cabeza a los pies, el tipo de disco que a Mónica le gustaba escuchar en aquellas tardes inacabables.

Si pienso en Mónica y en su cuerpo celeste imagino enormes telescopios capaces de acercarnos a estrellas lejanísimas, galaxias que se expanden hasta el infinito, materia brillante, fuentes de luz y radiación, supernovas fulgurantes y asteroides en perpetua ignición que albergan en su interior inmensos hornos nucleares.

Hay materia que brilla en el universo, sí, esas estrellas que dan luz y calor, las gigantes rojas y las enanas amarillas; pero también hay materia oscura, agujeros negros, planetas enfriados, estrellas errantes, enanas marrones, lunas desiertas y órbitas cementerio.

Cuando estaba en su habitación, Mónica mantenía las cortinas echadas y las sombras proyectadas por los muebles oscilaban a la temblorosa luz de la lamparita de la mesilla de noche, como si improvisasen extrañas danzas al ritmo de aquella música gótica. El territorio de Mónica, huido del tiempo y del espacio merced a un muy particular túnel de relatividad que ella se había construido a fuerza de voluntad, se mantenía al margen de la rutina que presidía el resto de la casa. Hasta allí no llegaban la cantinela de quejas de su madre, ni el eterno tararear de la asistenta, ni las pueriles discusiones de sus hermanos.

– «A 36.000 kilómetros de la tierra -leyó ella- se halla una órbita geoestacionaria, fija a la atmósfera porque se mueve a la misma velocidad de la Tierra: la Órbita Cementerio, como se denomina a aquella a la que se envían los satélites cuando pierden su vida útil. Todos los satélites disponen de una energía de reserva, de forma que, si se presenta algún problema, este último remanente de combustible se aprovechará para enviarlos a esa órbita, donde quedarán fijos en el espacio sin necesidad de ningún motor que los mantenga en su sitio.» O sea, para entendernos, que los pobres satélites son como elefantes que van a morir a su necrópolis común. No deja de tener su lado poético, si lo piensas. Imagínate, Bea: unos cachivaches enormes cuya labor principal era la comunicación, mudos, aislados para siempre, rodeados de un ejército de cachivaches similares que tampoco podrán comunicarse nunca más. Alucinante, ¿no?

Piensa en eso ahora, Bea, tantos años después. Hace cuatro años que no ves a Mónica. Piensa en la soledad de los satélites, la soledad orbital. Abandonados por aquellos a los que una vez sirvieron. Olvidados y fríos. Rodeados del vacío más yermo y absoluto, en el silencio helado del universo helado, cubiertos de una capa de escarcha que no brilla, que no tiene siquiera ya luz que reflejar. Inmóviles y dignos en su glacial retiro, satélites difuntos, cadáveres exánimes de gélida chatarra, antiguallas que fueron monstruos de acero y hierro, que una vez transmitieron fechas, datos y cifras a los que concedían importancia crucial. Fechas datos y cifras que ahora nadie recuerda. Ni la fuerza del hierro escapa al desamparo. Ahora, incomunicados, herrumbrosos titanes que han perdido su fuerza, condenados a un mutismo eterno y oxidado, jalonan de morralla un sector desolado. Los cables y las tuercas se acabarán desintegrando, aunque quizá falten siglos para que ocurra eso. En cualquier caso, piensa, qué poco importa el tiempo en un paisaje ciego, donde cada minuto es exacto al siguiente, donde a cada segundo sucede otro segundo. Idéntico, inmutable, un segundo apagado para un tiempo marchito. Órbita cementerio. Soledad orbital.

A veces pienso, Mónica, donde quiera que estés, que a mí me ha pasado lo mismo. Que fui enviada al mundo con una misión: comunicarme con otros seres, intercambiar datos, transmitir. Y sin embargo, me he quedado sola, rodeada de otros seres que navegan desorientados a mi alrededor en esta atmósfera enrarecida por la indiferencia, la insensibilidad o la mera ineptitud, donde una nunca espera que la escuchen, y menos aún que la comprendan. A nuestro alrededor giran universos enteros, estrellas, soles, lunas, galaxias, aerolitos, grandes constelaciones, nubes de gas y polvo, sistemas planetarios, materia interestelar. Hasta basura espacial. Pero sobre todo, un silencio insondable que todo lo absorbe. Un vacío enorme y negro, una quietud indescifrable.

Y aunque sé que no debería ser así, el caso es que me siento a millones de años luz de cualquier señal de vida, si la hay, que se desarrolle a mi alrededor. Siento que navego en la órbita cementerio.

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