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Después mi padre me envío a otro psiquiatra. Esta vez se trataba de una mujer joven, bastante guapa, con una voz apacible y melodiosa, que me hacía muchas preguntas. Preguntas cuyas respuestas yo elaboraba cuidadosamente antes de decidirme a contestar, para no suministrarle demasiada información comprometida; y así, al menos al principio, me las arreglaba para acabar hablando de poesía o de pintura. Pero al cabo de dos o tres semanas pensé que al carajo, que me daba igual lo que les contase a mis padres, y empecé a sincerarme. No hablé nunca, por supuesto, de la última semana de julio, ni de nuestros trapícheos, ni del posible asesinato que yo quizá había cometido. Pero hablé de mi madre y de mi padre y de la atmósfera gelatinosa, irrespirable, de mi casa y de la envidia irreprimible que sentía al confirmar que no todas las familias eran así, que había lugares en los que la gente se hablaba e incluso se quería. No, no odiaba a mis padres. ¿Qué culpa tuvo mi padre de que le endosaran de por vida a una niña malcriada a la que casi no conocía, y a la que nadie le permitió conocer? ¿Qué culpa tuvo mi madre de encontrarse de la noche a la mañana encerrada en un piso enorme junto a un hombre que nunca estaba y que no le hacía el menor caso? Nadie le había enseñado a valerse por sí misma, no la prepararon para lo que se avecinaba. No, no hay culpas, sólo causas. Y una intenta enterrar el dolor, pero ese dolor se filtra a través de la tierra bajo tus pies y acababa envenenando el agua que bebes y contaminando el aire que respiras, sin que tú misma sepas qué es lo que te hace sentirte tan mal.

El polvo del centro de la Vía Láctea es como niebla, opaco a la luz visible e impenetrable para los astrónomos que quieren escudriñar su interior con telescopios ópticos. Por eso sabemos menos acerca del centro de nuestra propia galaxia que de los de otras mucho más alejadas. De la misma forma, nos resulta mucho más fácil entender las trampas que regulan el funcionamiento de cualquier familia, o de cualquier pareja, que las de la propia.

Se me ocurren millones de razones por las que me volví loca.

Pero las más importantes son las que no se me ocurren, las enterradas.

Una tarde mi padre regresó del trabajo más temprano que de costumbre, y me propuso que fuésemos a tomar algo. Lo inusitado de la proposición -mi padre en la vida había mantenido una conversación larga a solas conmigo- me hizo barruntar que algo importante estaba a punto de suceder.

Me llevó a un bar que estaba en la plaza de las Salesas, un sitio oscuro animado por una música suave de jazz, matizada, sin estridencias, y concurrido por algunas parejas de mediana edad que se distribuían por las mesas. Preferí no adivinar si mi padre se descolgaba a menudo por aquel bar, ni con quién. Él pidió un güisqui solo y yo una tónica, ya que la psiquiatra me había advertido que no podía tomar alcohol porque me estaban medicando a base de ansiolíticos. Nos sentamos en una mesa de un rincón y se me ocurrió pensar qué aspecto ofreceríamos a los camareros. ¿Se imaginarían que yo era su hija o me tomarían por una amante jovencita? Mi padre seguía siendo bastante atractivo, pese a su edad. Mi madre repetía siempre que de joven había sido guapísimo, y aún conservaba restos de su antigua belleza: la nariz griega, por ejemplo, y los ojos azules, de un azul uniforme, mucho más claros que los míos. Vestía bien, y olía mejor, y empecé a comprender la razón de sus ausencias. Siempre lo había sabido, en el fondo, pero nunca me había resultado tan evidente.

Me habló con mucha calma, y le agradecí con todo mi corazón que me tratase en todo momento como a una adulta, sin paternalismos.

– Beatriz -me dijo-, he estado hablando con tu doctora. Te considera muy inteligente, casi una superdotada, aunque eso ya lo sabíamos.

Primera noticia. Yo siempre había tenido la impresión de que me tomaban por idiota.

Continuó: No habíamos tenido ocasión de hablar del tema, pero se suponía que yo ya debía estar haciendo la preinscripción universitaria. Mi padre daba por hecho que, dadas las circunstancias, yo ni siquiera me habría parado a pensar en el tema. Y era verdad. Yo había coqueteado durante el curso pasado con la idea de estudiar derecho o económicas, pero ahora todo aquello se me antojaba una posibilidad remota ¿Cómo pensar siquiera en estudiar cuando no era capaz de leer tres líneas seguidas? Así que asentí con la cabeza y él prosiguió con su discurso. La doctora tampoco creía conveniente que comenzase mis estudios universitarios ese mismo año y opinaba que lo más sensato sería aplazar un curso la decisión. Le había dicho a mi padre que la influencia de mi madre no era beneficiosa para mí, que mi equilibrio emocional se resentía del ambiente familiar, y había sugerido que me internasen en una clínica privada para que yo siguiera una terapia intensiva. Contuve la respiración: no quería ir a parar a ningún sanatorio. Pero a mi padre todo aquello le parecían tonterías (yo suspiré aliviada al escucharlo), y, si bien estaba de acuerdo con la doctora en que debía alejarme de mi madre, no iba a consentir, me dijo, en ingresar a su propia hija en un loquero, para que los médicos la atiborrasen de pastillas como ya habían hecho con su mujer. Él había pensado en enviarme fuera de España un año, para que aprendiera inglés, como hacían tantos colegas de su trabajo con sus hijos. Y luego, a la vuelta, ya veríamos si yo quería ingresar en la universidad o no. Quería saber si yo me sentía lo bastante fuerte como para soportar un año de soledad. Le dije que sí, por supuesto. Ardía en deseos de poner tierra de por medio. Fuera de España, no había posibilidad de que cualquier día, en cualquier esquina, un niñato se abalanzara sobre mí y me rajara la cara. Y otra cosa: no pisaría la misma ciudad que Mónica. No deseaba verla más. Cada vez que pensaba en ella, un pinchazo de dolor me atenazaba el cuerpo.

Sospechaba que mi padre hacía todo aquello para librarse de mí, y no podía reprochárselo, puesto que cualquiera en su sano juicio hubiera temblado ante la idea de convivir bajo el mismo techo con dos locas histéricas que se pasaban el día a la greña, y ya que a mi madre no podía quitársela de encima, parecía mejor idea deshacerse de mí. Pero quizá fuese cierto que de alguna manera yo le preocupaba, que deseaba hacer algo para arreglarme la vida. Al fin y al cabo, era su hija, llevaba sus apellidos en mi nombre y parte de sus características impresas en mis genes. Intenté recordar si nos habíamos querido alguna vez, si había existido entre nosotros algún tipo de vínculo paterno-filial. En principio, lo único que recordaba de nuestra convivencia era la más absoluta indiferencia mutua espolvoreada de ocasionales episodios de violencia. Pero, buceando en la memoria a la búsqueda de tesoros escondidos, alcanzaba a recordar otros momentos, me venían a la memoria repentinas ráfagas de infancia.

El Escorial, un verano. El jardín de nuestra urbanización. No sé cuántos años tengo. He recogido un ramo de florecillas silvestres y corro a entregárselo a mi padre. Él me da las gracias con mucha ceremonia, como si se tratase de una ofrenda muy importante. Se me ocurre que debía de querer mucho a mi padre si estaba tan ansiosa por hacerle aquel regalo.

Unas vacaciones de Navidad. Mi padre me regaló un calendario de Adviento, en el que se marcaban los días que transcurrían desde Pascua hasta la Nochebuena. Cada día estaba señalado con un dibujo alegórico en una ventanita, y, al abrirla, se descubría dentro una chocolatina con forma de conejito de pascua. Nunca cedí a la tentación de comerme una chocolatina antes de tiempo, nunca me comí el conejito del día siguiente, y guardé el calendario, inútil ya y vacío, durante mucho tiempo, después de que la Navidad hubiera pasado.

Colegio. Por alguna razón mi madre no pudo venir a buscarme durante una temporada (se me ocurre que probablemente estaba enferma) y durante muchas tardes mi padre se ocupó de venir a recogerme. Llevaba barba entonces, una barba blanca, y mis compañeras le comparaban al abuelito de Heidi. Me molestaba que creyesen que era mi abuelo, pero a la vez me sentía muy orgullosa de él.

Imposible determinar a qué edades corresponden estos recuerdos. Imposible precisar en qué momentos se desgajó ese frágil cordón que nos unía. Imposible convenir cuándo tomé partido por mi madre y empecé a odiarle. Imposible averiguar hasta qué punto le quise, pero una semilla de dolor en el recuerdo me hacía sospechar que sí le quise mucho, cuando era muy pequeña, de esa forma absoluta en que todos los niños adoran a sus padres. Creí que había borrado aquel sentimiento por completo, pero subsistía un poso de cariño en algún rincón de mi subconsciente que me hacía sentir agradecida pese a todo, y quizá él me estaba ofreciendo aquella salida no porque ansiara dejar de verme de una vez, sino impulsado por otro poso de cariño similar.

¡Qué poca importancia tiene ahora todo aquello…! El caso es que habíamos quemado todos nuestros puentes y ya no volveríamos a acercarnos nunca. Una enorme distancia se había abierto entre nosotros. Por supuesto yo habría preferido contar con un padre y una madre que me quisieran, haber podido confiar en un punto de referencia estable, una fuente de afecto permanente a mi disposición. Pero también habría podido nacer en Bosnia, o en Uganda o en Zaire, y haber vivido experiencias muchísimo peores. La casualidad juega un papel crucial en cada historia. Cada proceso evolutivo se caracteriza por una poderosa aleatoriedad. El choque de un rayo cósmico con un gene diferente, la producción de una mutación distinta… nanosegundos de consecuencias profundas, quizá no evidentes al principio, pero cruciales al cabo de unas eras. Cuanto más tempranamente ocurren los acontecimientos críticos, más poderosa será su influencia sobre el presente. Y este axioma se admite para la historia, para la biología, para la astronomía… Para nuestra propia vida.

Nacemos determinados por una serie de condicionantes, materiales y emocionales. Podríamos haber nacido en otra casa, en otro país. Podríamos haber sido más o menos ricos, más o menos queridos. El sitio a donde fuimos a parar, las personas que nos criaron, las enseñanzas que nos transmitieron, la percepción de nuestra persona que nos hicieron admitir, el afecto que nos profesaron… Eso marca.

Pero tiendo a creer, quiero creer, que aunque nacemos con unas cartas dadas está en nuestra mano cómo jugarlas.

Una radiación, bautizada por científicos como el Fondo Cósmico de Microondas, constituye el origen de la vida y lleva en sí la huella de la materia oscura y la materia brillante. Inunda el universo, lo impregna todo, pero no está asociada a ningún objeto en particular. A fin de cuentas todos somos una parte de un todo mucho más grande que nos integra, todos llevamos dentro el caos y el orden, la creación y la destrucción. Todos somos al mismo tiempo víctimas y responsables de nuestra propia vida. Para lo bueno y para lo malo, todas las sendas de lo posible están abiertas a los pasos de lo real. Pero no todos somos tan sabios como para comprenderlo ni tan audaces como para trazarnos un itinerario.

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