Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡No! -clamó él. Su voz rasgó las blancas paredes desnudas del Cuarto de Aislamiento. Levantó la mandíbula, gritándole a la luz que brillaba en el techo-. ¡N-n-no!

Nuestras risas se interrumpieron en seco. Observamos cómo Billy se dejaba caer al suelo, con la cabeza echada hacia atrás y las rodillas dobladas. Se pasaba la mano arriba y abajo por la pernera verde del pantalón. Su cabeza temblaba de terror, como un niño al que han amenazado con una azotaina en cuanto hayan cortado la vara. La enfermera le tocó en el hombro para consolarlo. El contacto lo hizo estremecer como si fuera un golpe.

– Billy, no quiero que ella piense algo así de ti… ¿pero qué debo pensar?

– N-n-no se lo di-di-di-diga, Se-se-señorita Rat-ched. No-no-no…

– Billy, tengo que decírselo. Me horroriza la idea de que hayas podido hacer algo así, pero, la verdad, ¿qué puedo pensar? Te encuentro aquí, con esa clase de mujer.

– ¡No! No lo hi-hi-hice. Estaba… -Se volvió a llevar la mano a la mejilla y se le quedó allí pegada-. Fue ella.

– Billy, esta chica no puede haberte arrastrado aquí por la fuerza. -Movió la cabeza-. Compréndelo, me gustaría pensar de otro modo… por el bien de tu madre.

La mano se deslizó mejilla abajo, dejando un rastro de largas señales rojas.

– Fue ella. -Miró a su alrededor-. ¡Y M-M-McMurphy! Él fue. ¡Y Harding! ¡Y to-to-todos los demás! ¡Se bu-bu-burlaron, me llamaron cosas!

Tenía el rostro fijo en el de ella. No miraba a uno ni otro lado, sólo directamente al frente, a la cara de la enfermera, como si allí tuviera una luz en vez de facciones, un hipnotizador reflector blanco, azul y anaranjado. Tragó saliva y esperó a que ella dijera algo, pero la enfermera no habló, estaba recuperando su pericia, su fantástica capacidad mecánica había analizado la situación y le decía que debía limitarse a callar.

– ¡Me o-o-o-obligaron! Se-señorita Ratched, me o-o-o…!

Ella apartó el reflector y el rostro de Billy se desplomó con sollozos de alivio. Le puso una mano en el cuello y atrajo su mejilla hacia su pecho almidonado, acariciándole el hombro mientras lanzaba una lenta, despectiva mirada a nuestro grupo.

– No te preocupes, Billy. No te preocupes. Nadie te hará nada más. No te preocupes. Yo se lo explicaré a tu madre.

Nos atravesó con la mirada mientras seguía hablando. Resultaba extraño oír aquella voz, suave, acariciante y cálida, en aquel rostro duro como la porcelana.

– Está bien, Billy. Ven conmigo. Puedes esperar aquí, en el despacho del doctor. No hay ningún motivo para que permanezcas en la sala de estar con estos… amigos tuyos.

Lo condujo al despacho, mientras le acariciaba la cabeza inclinada y decía: -Pobre chico, pobre chiquillo-, y nosotros fuimos emprendiendo la retirada por el pasillo, en silencio, y nos sentamos en la sala de estar sin mirarnos ni decir palabra. McMurphy fue el último en tomar asiento.

Al otro lado, los Crónicos dejaron de removerse y comenzaban a acomodarse en sus respectivos huecos. Miré a McMurphy de soslayo, procurando que no se notara demasiado. Estaba instalado en su silla del rincón, tomándose un segundo de respiro antes del inicio del próximo asalto… dentro de una larga serie de próximos asaltos. La cosa contra la que luchaba nunca podía considerarse definitivamente vencida. La única posibilidad era golpearla y golpearla, hasta que uno quedaba sin fuerzas y otro tenía que ocupar su lugar.

Se oyeron nuevos telefonazos en la Casilla de las Enfermeras y varias autoridades aparecieron para echar un vistazo al cuerpo del delito. Cuando por fin se presentó el doctor en persona, todos lo miraron como si él hubiera planificado todo eso, o al menos lo hubiera tolerado y autorizado. Se le veía pálido y tembloroso bajo aquellas miradas. Era evidente que ya estaba informado de casi todo lo ocurrido allí, en su galería, pero la Gran Enfermera volvió a exponérselo, con pausados y bien modulados detalles, para que nosotros también pudiéramos oírlo. Y esta vez con compostura, con solemnidad, sin murmurar y reír por lo bajo mientras ella hablaba. El doctor asentía, jugueteaba con las gafas y parpadeaba, con unos ojos tan llorosos que pensé que debía salpicarla. Ella acabó el discurso hablando de Billy y de la trágica experiencia por la que habíamos hecho pasar al pobre chico.

– Lo he dejado en su despacho. A juzgar por su presente estado, le sugeriría que fuese a verle de inmediato. Ha sufrido una terrible experiencia. Me estremezco sólo de pensar en el daño que deben haberle hecho a ese pobre chico.

Esperó hasta que el doctor también se estremeció.

– Creo que debería ir a ver si puede hablar con él. Necesita mucha comprensión. Está en un estado lastimoso.

El doctor bajó la cabeza y se alejó en dirección a su despacho. Lo seguimos con la mirada.

– Mac -dijo Scanlon-. Oye… no creerás que ninguno de nosotros se ha tragado esas estupideces, ¿verdad? Es una lástima, pero todos sabemos quién tiene la culpa… no te culpamos a ti.

– No -dije-, ninguno de nosotros te culpa. -Y hubiera querido que me arrancaran la lengua en cuanto advertí el modo como me miró. Cerró los ojos y se relajó. Como si esperara algo, eso parecía. Harding se levantó y se le acercó, y acababa de abrir la boca para decir algo, cuando el grito del doctor, al otro extremo del pasillo, llenó todos los rostros de horror y súbita clarividencia.

– ¡Enfermera! -gritó el doctor-. ¡Cielos, enfermera!

Ella corrió, y los tres negros corrieron, pasillo abajo, hacia donde el doctor gritaba. Pero ni un paciente se levantó. Sabíamos que ya no podíamos hacer nada excepto quedarnos quietos y esperar que ella regresara a la sala de estar para comunicarnos lo que todos de antemano ya sabíamos que tenía que suceder, irremediablemente.

Ella se fue derecha hacia McMurphy.

– Se ha cortado la garganta -dijo. Esperó que él dijera algo. McMurphy no levantó los ojos-. Abrió el escritorio del doctor, encontró unos instrumentos y se cortó la garganta. El pobre desgraciado, incomprendido muchacho se ha suicidado. Está ahí, en la silla del doctor, degollado.

Esperó de nuevo. Pero él seguía sin levantar los ojos.

– Primero Charles Cheswick y ahora ¡William Bibbit! Supongo que por fin estará satisfecho. Jugando con vidas humanas -arriesgando vidas humanas- ¡como si se creyera Dios!

Dio media vuelta, se dirigió a la Casilla de las Enfermeras y cerró la puerta tras ella, y en el aire quedó flotando un agudo, estremecedor sonido que rebotó en los tubos de neón sobre nuestras cabezas.

Por un momento me cruzó por la mente la idea de intentar detenerlo, de convencerlo de que se contentara con lo ya ganado y la dejara vencer en el último asalto, pero otra idea, más poderosa, anuló por completo la primera. De pronto comprendí con meridiana claridad que ni yo ni ninguno de nosotros diez podría detenerlo. Que ni las buenas palabras de Harding, ni mi mano agarrándolo por detrás, ni las sentencias del viejo coronel Matterson, ni los tirones de Scanlon, ni todos nosotros juntos podríamos hacerle frente y detenerlo.

No podíamos detenerlo porque éramos nosotros quienes le empujábamos a hacerlo. No era la enfermera quien le obligaba, era nuestra necesidad que le impelía a levantarse lentamente del asiento, que le empujaba, le hacía ponerse en pie y quedarse allí, como uno de esos autómatas de las películas, obedeciendo las órdenes que le transmitían cuarenta amos. Nosotros lo habíamos hecho seguir en la liza durante semanas, lo habíamos mantenido en pie mucho después de que sus pies y sus piernas ya hubieran cedido, semanas de obligarle a guiñar y sonreír y reír y continuar su comedia, mucho después de que su humor estuviera agostado entre dos electrodos.

Lo vimos ponerse de pie, subirse los calzones negros a modo de mandil de cuero, y ladearse la gorra como si fuera un gran sombrero vaquero, con gestos lentos, mecánicos; y cuando cruzó la sala, se oyó claramente el rechinar del hierro de sus talones descalzos sobre las baldosas.

Sólo al final -después de que derribara la puerta de cristal de un golpe, y ella agitara salvajemente el rostro y el terror destruyera para siempre cualquier otra expresión que pudiera intentar adoptar en el futuro, y lanzara un chillido cuando él la agarró y le desgarró el uniforme de arriba abajo por delante, y lanzara otro chillido cuando los dos círculos con los pezones salieron proyectados de su pecho y comenzaron a hincharse, hincharse, mucho más de lo que nadie nunca había podido imaginar, cálidos y sonrosados bajo la luz- sólo al final, después de que los funcionarios comprendieran que los tres negros no harían nada excepto quedarse allí mirando y que ellos tendrían que reducirlo sin su ayuda, y los doctores, supervisoras y enfermeras desprendieran los gruesos dedos rojos de la blanca carne de la garganta de la enfermera, cual si fueran sus vértebras cervicales, y lo apartaran de ella con un ruidoso jadeo simultáneo, sólo entonces dio señales de que tal vez podría ser algo más que un hombre sano, voluntarioso y cabezota, empeñado en realizar un dura tarea que debía concluirse, le gustase o no.

Por fin cayó de espaldas y pudimos ver un momento su rostro antes de que se le echaran encima un montón de uniformes blancos, y gritó a todo pulmón.

Un grito de animal acorralado lleno de miedo, odio, derrota y desafío, un grito que, si han seguido alguna vez el rastro de un mapache, un puma o un lince, es como el último sonido que emite el animal acorralado, herido y caído cuando le atrapan los perros, cuando por fin ya no le importa nada excepto él mismo y su muerte.

Aún me quedé un par de semanas para ver qué ocurría. Todo cambió. Sefelt y Fredrickson se dieron de baja juntos contra el Dictamen Médico, dos días después se marcharon otros tres Agudos, y seis más fueron trasladados a otra galería. Se realizaron muchas averiguaciones en torno a la fiesta que había tenido lugar en la galería y el suicidio de Billy; el doctor recibió un mensaje que decía que su dimisión sería aceptada, y él les comunicó que tendrían que seguir la vía lenta y abrirle un expediente si querían que se fuera.

La Gran Enfermera estuvo una semana en Medicina General y por unos días tuvimos a la enfermera japonesa de Perturbados a cargo de la galería; los chicos tuvieron así una oportunidad de modificar buena parte de las normas de la galería. Cuando por fin regresó la Gran Enfermera, Harding había conseguido incluso que volvieran a abrir la sala de baños y estaba al frente de una mesa de «veintiuno», y se esforzaba en conseguir que su delgado hilo de voz sonase como el berrido de subastador de McMurphy. Estaba repartiendo las cartas cuando oyó el sonido de la llave en la cerradura.

64
{"b":"94238","o":1}